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Jeffrey Archer: La falsificación

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Jeffrey Archer La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001? ¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama? ¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios? ¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona? ¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna? ¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión? ¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión? ¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce? ¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas? Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Fenston firmó la factura del desayuno, se incorporó de la silla y, sin esperar a que Leapman acabase el café, abandonó el restaurante. Entró en el ascensor y esperó a que Leapman pulsara el botón del piso ochenta y tres. Un grupo de japoneses con trajes de color azul marino y corbatas lisas de seda se sumó a ellos tras desayunar en el Windows of the World. Fenston jamás hablaba de negocios en el ascensor, pues sabía perfectamente que varios rivales ocupaban las plantas superior e inferior a la suya.

Cuando la puerta del ascensor se abrió en el piso ochenta y tres, Leapman siguió a su jefe, pero enseguida se volvió hacia el otro lado y enfiló rumbo al despacho de Petrescu. Abrió la puerta sin llamar y vio que Rebecca, la ayudante de Anna, preparaba las carpetas que la doctora necesitaría para la reunión con el presidente. Leapman lanzó una sucesión de instrucciones sin dar lugar a plantear la más mínima pregunta. En el acto Rebecca dejó las carpetas en el escritorio de Anna y salió a buscar una caja de cartón.

Leapman recorrió el pasillo y se reunió con el presidente en su despacho. Se dedicaron a repasar la estrategia de la confrontación con Petrescu. Aunque en los últimos ocho años habían llevado a cabo tres veces el mismo procedimiento, Leapman advirtió al presidente que en esta ocasión podría ser distinto.

– ¿Qué quieres decir? -espetó Fenston.

– No creo que Petrescu se marche sin plantar cara y defenderse. Al fin y al cabo, no le resultará nada fácil conseguir otro trabajo.

– Si de mí depende, te aseguro que no lo conseguirá -declaró Fenston y se frotó las manos.

– Presidente, dadas las circunstancias, tal vez lo más sensato sería que yo…

Una llamada a la puerta interrumpió el diálogo. Fenston levantó la cabeza y vio en el umbral a Barry Steadman, el jefe de seguridad del banco.

– Presidente, lamento molestarlo, pero aquí hay un recadero de FedEx que dice que tiene un paquete para usted y que nadie más puede firmar el recibo.

Fenston hizo señas al recadero para que entrase y, sin pronunciar palabra, estampó su firma en el pequeño recuadro en el que figuraba su nombre. Leapman fue testigo de lo que ocurría, pero ni él ni el presidente hablaron hasta que el recadero se fue y Barry salió y cerró la puerta.

– ¿Es lo que yo pienso? -preguntó Leapman.

– Estamos a punto de averiguarlo -replicó Fenston, mientras abría el paquete y dejó caer el contenido sobre el escritorio.

Ambos clavaron la mirada en la oreja izquierda de Victoria Wentworth.

– Encárgate de que paguen a Krantz el medio millón restante -ordenó Fenston. Leapman movió afirmativamente la cabeza-. Vaya, pero si hasta ha enviado una bonificación -acotó Fenston y miró el antiguo pendiente de diamantes.

Anna terminó de preparar la maleta poco después de las siete. La dejó en el pasillo, pues se proponía regresar y recogerla de camino al aeropuerto, inmediatamente después de acabar la jornada laboral. Su vuelo a Londres despegaba a las 17.40 y aterrizaba en Heathrow poco antes del amanecer del día siguiente. Prefería coger el vuelo nocturno, lo que le permitía dormir y aún le quedaba tiempo suficiente para arreglarse a fin de reunirse con Victoria para comer en Wentworth Hall. Esperaba que Victoria hubiese leído el informe y estuviera de acuerdo en que la venta privada del Van Gogh era la mejor respuesta a todos sus problemas.

Esa mañana, poco después de las 7.20, Anna abandonó por segunda vez el edificio que albergaba su apartamento. Cogió un taxi, lo cual era una extravagancia que justificó diciendo que le apetecía tener el mejor de los aspectos en la reunión con el presidente. Subió al asiento trasero y repasó su aspecto en el espejo de la polvera. El traje y la blusa de seda blanca de Anand Jon, que acababa de comprar, ciertamente harían que más de uno volviera la cabeza, si bien habría quienes se mostrarían desconcertados al ver sus zapatillas negras.

El taxi torció a la derecha en Roosevelt Drive y aceleró mientras Anna echaba un vistazo al móvil. Había recibido tres mensajes, a los que respondería después de la reunión: el de Rebecca, su secretaria, en el que le decía que debía hablar urgentemente con ella, lo cual resultaba sorprendente, ya que se verían en cuestión de minutos; la confirmación de su vuelo con British Airways y la invitación a cenar con Robert Brooks, el nuevo presidente de Bonhams.

Veinte minutos después el taxi se detuvo frente a la Torre Norte. Anna pagó la carrera y se apresuró a reunirse con la marea de trabajadores que avanzaron en fila hacia la entrada y atravesaron los diversos torniquetes. Cogió el ascensor exprés y menos de un minuto más tarde pisó la moqueta de color verde oscuro de la planta ejecutiva. En cierta ocasión, Anna había oído comentar en el ascensor que cada piso tenía cerca de media hectárea de superficie y que en el edificio que jamás cerraba trabajaban alrededor de cincuenta mil personas, más del doble de la población de Danville, su ciudad de adopción en Illinois.

Anna se dirigió directamente a su despacho y se sorprendió de que Rebecca no la estuviera esperando, sobre todo porque sabía lo importante que era la reunión de las ocho. Experimentó un gran alivio al ver que las carpetas que necesitaba estaban perfectamente apiladas en su escritorio. Comprobó dos veces que se encontraban en el orden en el que las quería. Como todavía faltaban unos minutos, volvió a abrir la carpeta de Wentworth y se puso a leer el informe: «El valor de las propiedades Wentworth se divide en varias categorías. El único interés de mi departamento radica en…».

Tina Forster se levantó cuando el reloj marcaba poco más de las siete. Tenía hora con el dentista a las ocho y media y Fenston le había dejado claro que no era necesario que esa mañana llegase puntual. Por regla general, eso significaba que el jefe tenía un compromiso fuera de la ciudad o se proponía despedir a alguien. Si se trataba de lo segundo, Fenston no la quería en la oficina ni mostrando su solidaridad con la persona que acababa de perder el empleo. Tina sabía que no podía tratarse de Leapman porque Fenston no sobreviviría sin él y, aunque le habría encantado que fuera Barry Steadman, ya podía seguir soñando, dado que ese hombre jamás desaprovechaba la oportunidad de hacerle la pelota al presidente, que absorbía los halagos como una esponja de mar que, varada, aguarda la llegada de una ola.

Tina se relajó en la bañera, lujo que en general solo se permitía los fines de semana, y se preguntó cuándo llegaría el momento de que la pusiesen de patitas en la calle. Hacía más de un año que era secretaria de Fenston y, pese a lo mucho que despreciaba a ese hombre y cuanto representaba, todavía intentaba resultar indispensable. Sabía que ni siquiera podía plantearse la posibilidad de dimitir hasta que…

El teléfono sonó en el dormitorio, pero ni siquiera se molestó en responder. Supuso que sería Fenston, que querría saber dónde estaba determinada carpeta, un número de teléfono o su agenda. Generalmente Tina respondía: «En el escritorio, delante de sus ojos». Durante unos segundos se preguntó si no sería Anna, la única amiga de verdad que había hecho desde su traslado a la costa Oeste. Llegó a la conclusión de que era muy improbable, ya que a las ocho Anna presentaría el informe al presidente y seguramente en ese momento repasaba por enésima vez los detalles más sutiles.

Tina salió de la bañera, sonrió y se envolvió con la toalla. Recorrió el pasillo y entró en el dormitorio. Cada vez que alguien pasaba la noche en su casa, el invitado tenía que compartir su cama o dormir en el sofá. No existían más opciones, ya que solo había un dormitorio. Últimamente no había recibido muchos visitantes… aunque no por falta de propuestas. Después de lo que había sufrido con Fenston, Tina ya no se fiaba de nadie. Hacía poco le habría gustado confiar en Anna, pero se trataba del único secreto que no podía correr el riesgo de compartir.

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