Bajó al primer rellano y desapareció en el cuarto de baño que compartía con los Cerani. Tomó la cuchilla de afeitar del anciano y se cortó rápidamente los largos tirabuzones negros que le colgaban sobre los hombros. Arrojó los mechones de cabello a la taza y tiró de la cadena. Luego, abrió el pequeño armario de baño y sacó el tarro de brillantina del señor Cerani. Se puso un puñado en la cabeza, con la esperanza de que ocultara el hecho de que acababa de cortarse el pelo.
Lubji se miró en el espejo y rezó para que, con su traje gris claro de chaqueta cruzada y solapas anchas, la camisa blanca y la corbata azul moteada, los invasores creyeran que no era más que un hombre de negocios húngaro de visita en la capital. Al menos ahora ya podía hablar el idioma sin el menor rastro de acento. Se detuvo un momento, antes de regresar al rellano. Mientras bajaba la escalera, sin hacer ruido, oyó que alguien golpeaba ya con fuerza la puerta de la casa de al lado. Miró rápidamente hacia la salita, pero no había la menor señal de los Cerani. Se dirigió hacia la cocina, donde encontró a los dos viejos ocultos bajo la mesa, abrazados el uno al otro. Con el candelabro de siete brazos de David en un rincón de la estancia, no les iba a resultar nada fácil ocultar el hecho de que eran judíos.
Sin decir una sola palabra, Lubji se dirigió de puntillas hacia la ventana de la cocina, que daba al patio de atrás. La levantó con precaución y asomó la cabeza. No se veía a ningún soldado. Dirigió la mirada hacia la derecha, y vio a un gato que se subía a un árbol. Miró luego a la izquierda y se encontró ante un soldado, que le miraba fijamente. Junto a él estaba el señor Farkas, que asintió con un gesto y dijo:
– Es él.
Lubji sonrió, esperanzado, pero el soldado le hundió brutalmente la culata del rifle en la barbilla. Cayó fuera de la ventana, con la cabeza por delante y se derrumbó sobre el sendero.
Levantó la mirada y se encontró con una bayoneta que se balanceaba entre los ojos.
– ¡Yo no soy judío! -gritó-. ¡No soy judío!
El soldado quizá podría haber quedado más convencido si Lubji no hubiera barbotado aquellas palabras en yiddish.
Yalta: la Conferencia Tripartita
Cuando Keith regresó para pasar su último año en la escuela St. Andrew, a nadie le sorprendió que el director no lo invitara a convertirse en monitor escolar para los alumnos de menor edad.
Había, sin embargo, un puesto de autoridad que Keith deseaba ocupar antes de abandonar la escuela, aunque ninguno de sus contemporáneos le ofreciera la menor oportunidad de ocuparlo.
Keith confiaba en convertirse en el director del St . Andy , la revista escolar, como había hecho su padre antes que él. El único rival para ocupar el puesto era un chico de su misma clase llamado Tomkins El Empollón , que fuera subdirector durante el trimestre anterior, y que era considerado por el director como «una apuesta segura». Tomkins, a quien ya se le había ofrecido un puesto para estudiar en Cambridge, era considerado como el favorito por los sesenta y tres alumnos de sexto curso que tenían voto. Pero eso fue antes de que nadie se diera cuenta de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Keith para asegurarse el puesto.
Poco antes de que tuviera lugar la elección, Keith analizó el problema con su padre mientras daban un paseo por la propiedad campestre de la familia.
– Los electores cambian con frecuencia de idea en el último momento -le dijo su padre-, y la mayoría de ellos son susceptibles al soborno o al temor. Ésa ha sido siempre mi experiencia, tanto en la política como en el mundo de los negocios. No veo razón alguna por la que las cosas tengan que ser diferentes para el sexto curso de St. Andrew. -Sir Graham se detuvo al llegar a lo alto de la colina desde donde se dominaba la propiedad-. Y no olvides que cuentas con una ventaja sobre los candidatos que se presentan a la mayoría de las otras elecciones -afirmó.
– ¿Qué ventaja? -preguntó el joven de diecisiete años mientras descendían de la colina, camino de regreso a la casa.
– Con un electorado tan exiguo, conoces personalmente a todos los votantes.
– Eso podría ser una ventaja si yo fuera más popular que Tomkins -dijo Keith-. Pero no lo soy.
– Son pocos los políticos que dependen exclusivamente de la popularidad para salir elegidos -le aseguró su padre-. Si fuera así, la mitad de los dirigentes del mundo perderían sus cargos. No tenemos mejor ejemplo de ello que Churchill.
Keith escuchó con mucha atención las palabras de su padre durante el camino de regreso a la casa.
Cuando Keith regresó a St. Andrew, sólo disponía de diez días para poner en práctica las recomendaciones de su padre, antes de que se celebrara la elección. Probó todas las formas de persuasión que se le ocurrieron: entradas para el MCG, botellas de cerveza, paquetes ilegales de cigarrillos. A uno de los votantes llegó a prometerle incluso una cita con su hermana mayor. Pero cada vez que trataba de calcular cuántos votos se había asegurado, seguía sin estar convencido de poder alcanzar la mayoría. Sencillamente, no había forma de saber cuál sería el voto de sus compañeros en una votación secreta. Y a Keith no le ayudó en nada el hecho de que el director no vacilara en dejar bien claro quién era su candidato preferido.
Cuarenta y ocho horas antes de la votación, Keith empezó a considerar la segunda opción recomendada por su padre, la del temor. Pero por muy tarde que se quedara despierto por la noche, dándole vueltas a la idea, no se le ocurrió nada factible.
A la tarde siguiente recibió una visita de Duncan Alexander, el recién nombrado jefe de curso.
– Necesito un par de entradas para el partido de Victoria contra Australia del Sur en el estadio MCG.
– ¿Y qué puedo esperar a cambio? -preguntó Keith, que levantó la mirada hacia él.
– Mi voto -contestó el jefe de curso-, por no hablar de la influencia que podría ejercer sobre los otros votantes.
– ¿En una votación secreta? -preguntó Keith-. Debes de estar bromeando.
– ¿Sugieres que no te fías de mi palabra?
– Algo así -contestó Keith.
– ¿Y cuál sería tu actitud si pudiera ofrecerte algunos trapos sucios sobre Cyril Tomkins?
– Eso dependería del grado de suciedad -contestó Keith.
– Lo bastante como para verse obligado a retirar su candidatura.
– Si fuera así, no sólo te proporcionaría dos entradas en el palco de socios de honor, sino que yo personalmente te presentaría a cualquier miembro del equipo al que quisieras conocer. Pero antes de considerar siquiera la idea de entregarte las entradas, necesitaría saber qué tienes sobre Tomkins.
– No te lo diré mientras no tenga las entradas -afirmó Alexander.
– ¿Sugieres acaso que no te fías de mí? -preguntó Keith con una risita burlona.
– Algo así -replicó Alexander con la misma risa.
Keith abrió el cajón superior de su mesa y sacó una pequeña caja de estaño. Introdujo en la cerradura la llave más pequeña que colgaba de su llavero y la hizo girar. Levantó la tapa, removió algunas cosas y finalmente extrajo dos entradas alargadas.
Se las entregó a Alexander, que las observó con atención. Una sonrisa se extendió sobre su rostro.
– Bien -dijo Keith-, ¿qué tienes sobre Tomkins que te hace estar tan seguro de que abandonará?
– Es homosexual -dijo Alexander.
– Eso lo sabe todo el mundo -dijo Keith.
– Pero lo que no saben -continuó Alexander-, es que estuvo a punto de ser expulsado del colegio el curso anterior.
Читать дальше