Cuando Jack despertó, las persianas estaban altas, revelando el gris purpúreo de las montañas que estaban a unos seis mil metros por debajo de ellos. Según su reloj, estaba a bordo desde hacía unas ocho horas, durante seis de las cuales había dormido. No estaba mal. Sentía un leve dolor de cabeza como consecuencia del vino, pero el café que tomó para despabilarse estaba bueno, y también la pastelería, y la combinación de ambos casi lo despertó del todo para el momento en que el vuelo 94 se preparó a aterrizar.
El aeropuerto era más bien pequeño para tratarse del punto de entrada oficial, en un país soberano, pero Austria tenía más o menos la población de la ciudad de Nueva York, que tenía tres aeropuertos. La aeronave tocó tierra y el capitán les dio la bienvenida a su patria, diciéndoles que la hora local eran las 9:05 AM. De modo que tendría que lidiar con un día de intenso jet lag, pero con un poco de suerte estaría casi bien al día siguiente.
Pasó rápidamente por migraciones -el vuelo sólo iba lleno a medias-, recuperó su equipaje y salió en busca de un taxi.
"Hotel Imperial, por favor".
"¿Dónde?", preguntó el conductor.
"Hotel Imperial", repitió Ryan.
El conductor pensó durante un momento. "Ach, so, Hotel Imperial, ja?"
"Das ist richtig", le aseguró Junior y se reclinó a disfrutar del trayecto. Tenía cien euros, lo cual supuso que alcanzaría, a no ser que el conductor hubiese estudiado en la escuela de taxis de Nueva York. En cualquier caso, habría cajeros automáticos en la calle.
El viaje duró media hora de lucha con el tránsito de la hora pico. A una o dos cuadras del hotel, pasó frente a una concesionaria Ferrari, lo que era nuevo para él -hasta entonces, sólo había visto Ferraris en la TV y se preguntó, como todo joven, cómo sería conducir uno.
El personal del hotel lo recibió como a un príncipe y lo condujo a una suite en el cuarto piso que parecía realmente muy apetecible. Inmediatamente pidió el desayuno y deshizo las maletas. Luego recordó por qué estaba allí y, tomando el teléfono, pidió que lo comunicaran con la habitación de Dominic Caruso.
"¿Hola?", era Brian. Dom estaba bajo la ducha de grifos dorados.
"Eh, primo, soy Jack", oyó.
"Jack quién… espera un minuto, ¿Jack?"
"Estoy en el piso superior, infante de marina. Llegué hace una hora. Suban y hablemos".
"Bien. Dame diez minutos", dijo Brian, dirigiéndose al baño. "Enzo, no vas a creer quién está aquí.
"¿Quién?"
"Que sea una sorpresa, hombre". Brian volvió a la sala de estar, y hojeó el International Herald Tribune, que no sabía si lo hacía llorar o vomitar.
"No lo puedo creer", dijo Dominic cuando se abrió la puerta.
"Imagina cómo será verlo desde mi lado", respondió Jack. "Pasen".
"¿Es buena la comida de este motelucho, no?", observó Brian, siguiendo a su hermano.
"En realidad, prefiero el Holiday Inn Express. Es que necesito un doctorado para mi currículum vitae, ¿sabes?" Jack rió y les indicó las sillas. "Tengo café".
"Lo preparan bien aquí. Veo que has descubierto las medialunas". Dominic se sirvió una taza y tomó uná medialuna. "Por qué demonios te enviaron a ti?"
"Supongo que es porque ambos me conocen". Junior untó de manteca su segunda medialuna "Hagamos esto: dejen que termine el desayuno y vamos andando hasta la concesionaria de Ferrari mientras hablamos.
¿Les gusta Viena?"
"Llegamos ayer por la tarde, Jack", le informó Dominic.
"No lo sabía. Sí deduje que les había ido bien en Londres".
"No estuvo mal. Te contaremos luego".
"Bien". Jack continuó su desayuno y Brian regresó a su International Trib. "En casa siguen agitados con los atentados. Me tuve que sacar los zapatos en el aeropuerto. Afortunadamente, llevaba medias limpias. Al parecer, están tratando de ver si alguien quiere abandonar el país de prisa".
"Sí, fue muy malo, amigo", observó Dominic. "¿Conoces a alguien que haya resultado alcanzado?"
"Gracias a Dios, no. Ni siquiera papá conocía a nadie, con todos los que conoce del área de inversiones. ¿y ustedes?"
Brian lo miró de una forma extraña. "No, nadie que conozcamos". Esperaba que el alma de David Prentiss no se ofendiera.
Jack terminó la última medialuna. "Denme tiempo a ducharme y luego háganme la visita guiada".
Brian terminó de leer el periódico y sintonizó la CNN -la única emisora estadounidense disponible en el Imperial para ver las noticias de las cinco en punto en Nueva York. La última víctima había sido enterrada el día anterior, y los reporteros les preguntaban a sus deudos qué sentían ante la pérdida. iQué pregunta imbécil!, se dijo furioso el infante de marina. Se suponía que revolver el cuchillo en la herida era lo que hacían los malos. Y los políticos se despachaban sobre qué deben hacer los Estados Unidos.
Bueno, pensó Brian, nosotros lo estamos haciendo por ustedes. Pero si llegaran a enterarse, lo más probable era que ensuciasen sus calzoncillos de seda. Pero hizo que se sintiese un poco mejor por lo que había hecho.
A alguien le tocaba devolver los golpes, y ésa era su tarea ahora.
En el Bristol, Fa'ad recién despertaba. También él pidió café y pastelería. Debía encontrarse con otro correo al día siguiente para recibir un mensaje que, a su vez, debía transmitir. La Organización operaba con grandes medidas de seguridad para sus comunicaciones importantes. Los mensajes realmente serios se transmitían verbalmente. Los correos sólo conocían a sus contactos inmediatos, de modo que estaban organizados en células de a tres, otra lección que les enseñó el finado oficial de la KGB. El correo entrante era Mahmoud Mohammed Fadhil, quien llegaría de Pakistán. El sistema podía ser quebrado, pero sólo mediante una larga y laboriosa investigación policial, que era fácilmente frustrada con que sólo un hombre desapareciera de la línea. El problema era que la inesperada desaparición de uno de los integrantes de la célula podía hacer que el mensaje nunca llegara a destino, pero esto aún no había ocurrido, y no parecía que fuera a ocurrir. La vida de Fa'ad no era mala. Viajaba mucho, se alojaba sólo en hoteles de primera y, en términos generales, estaba muy cómodo. A veces, esto le hacía sentir culpa. Otros hacían cosas peligrosas y admirables, pero al aceptar el trabajo se le había dicho que la organización no podía funcionar sin él y sus once camaradas, lo cual fue bueno para su moral. También lo fue el saber que su función, aunque muy importante, era bien segura. Recibía mensajes y los transmitía, a menudo a los operativos mismos, todos los cuales lo trataban con gran respeto, como si él fuese el origen de las instrucciones, y él no los sacaba de su error. Así que en dos días recibiría más órdenes que transferir a su colega geográficamente más cercano -Ibrahim Salih al Adel, que tenía su base en París- o a un operativo a quien hasta ahora no conocía. Hoy se enteraría, establecería las comunicaciones que hicieran falta y actuaría según lo indicaran las circunstancias. Su trabajo podía ser aburrido y excitante al mismo tiempo, y los confortables horarios y la ausencia de riesgo, le hacían fácil considerarse a sí mismo -a veces se lo permitía- un héroe del movimiento.
Caminaron hacia el este por el Kartner Ring, que casi de inmediato doblaba en dirección nordeste y cambiaba su nombre a Schubertring. La con cesionaria de Ferrari estaba del lado norte.
"Y ¿cómo va eso, amigos?", preguntó Jack una vez que estuvieron al aire libre y que el ruido del tránsito imposibilitó cualquier posibilidad de escucha electrónica.
"Dos eliminados. Falta uno, aquí en Viena, luego a otro lugar, donde sea. Imaginé que estarías al tanto", dijo Dominic.
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