"y Gus sabe juzgar a las personas", notó el ex senador.
"Así es, Gerry", asintió Davis "Y… ¿alguna novedad?"
"Como de costumbre, Port Meade está sepultado bajo una montaña". El mayor problema de la NSA era que interceptaban tanto material crudo que habrían necesitado un ejército para poder cernirlo todo. Había programas de computación que eran útiles, pues se centraban en una u otra palabra clave, pero la mayor parte del material eran conversaciones inocentes. Los programadores intentaban mejorar el programa de detección, pero darle instintos humanos a la computadora había demostrado ser casi imposible, aunque lo seguían intentando. Desgraciadamente, los programadores con verdadero talento trabajaban para las compañías de juegos. Allí estaba el dinero y la gente de talento solía seguir el dinero. Hendley no podía quejarse de eso. Al fin y al cabo, había pasado la tercera y parte de su cuarta década de vida jugando ese juego. Así a menudo buscaba programadores muy ricos y exitosos, para quienes la busca de dinero fuera no tanto aburrida como redundante. En general, era una pérdida de tiempo. Los nerds solían ser hijos de puta codiciosos. Como los abogados, aunque no tan cínicos. "Sin embargo, hoy di con media docena de conceptos interesantes…"
"¿Por ejemplo?", preguntó Davis. Además de principal reclutador de la compañía, también era un experto analista.
"Esto". Hendey le alargó el legajo. Davis lo abrió y echó un vistazo.
"Hmm". No dijo más.
"Podría ser peligroso si resulta tener alguna importancia", pensó Hendley en voz alta.
"Verdad. Pero necesitamos más". Esto no era novedad. Siempre necesitaban más.
"¿A quién tenemos allí en este momento?", debía haberlo sabido, pero Hendley sufría de la habitual enfermedad burocrática: le costaba mantener al día la información en su cabeza.
"¿En este momento? Ed Castilanno está en Bogotá, investigando al Cartel, pero está haciendo un trabajo de incógnito. Bien de incógnito", le recordó Davis a su jefe.
"Sabes, Tom, a veces este negocio de la inteligencia es una basura".
"No es para tanto, Gerry. Al menos pagan más que antes -a los pobres empleados como yo", añadió con una sonrisita. Su piel oscura contrastaba con sus dientes marfileños.
"Sí, debe de ser terrible ser campesino".
"Por lo meno' el amito me dejó educarme, aprendé' la' letra' y todo eso. Podía haber sido peor, al menos no tengo que cosechá' algodón, amo Gerry". Hendley alzó los ojos al cielo. De hecho, Davis se había graduado en Dartmouth, donde su piel negra le pesaba menos que en su estado natal. Su padre era agricultor en Nebraska y votaba a los republicanos.
"¿Cuánto vale una cosechadora de ésas?", preguntó el jefe.
"¿Bromea? Más de doscientos mil. Papá compró una el año pasado y sigue refunfuñando. Claro que ésta le durará hasta que sus nietos mueran ricos. Corta un acre de grano como si fuera un batallón de Rangers bajando a una banda de malos tipos". Davis había hecho una buena carrera como agente de campo de la CIA, especializándose en rastrear movimientos internacionales de dinero. En Hendley Associates descubrió que sus talentos eran aplicables al campo de los negocios, pero nunca perdió su olfato para la acción. "Sabes, este tipo del FBI, Dominic, hizo tareas interesantes sobre delitos financieros en su primera misión de campo importante en Newark. Uno de sus casos se está desarrollando en una investigación a fondo a una institución bancaria internacional. Para ser novato, tiene buen olfato".
"Todo eso, y además toma la decisión de apretar el gatillo cuando le parece que así debe ser", asintió Hendley.
"Por eso me gusta, Gerry. Puede tomar decisiones sobre la marcha, como si tuviera diez años más que los que tiene".
"Hermanos. Interesante", observó Hendley, mirando otra vez los legajos.
"Tal vez lo lleven en la sangre. Al fin y al cabo, su abuelo fue policía de Homicidios".
"Y antes de eso, estuvo en la 101 aerotransportada. Entiendo lo que dices, Tom. De acuerdo. Sondéalos a los dos cuanto antes. Estaremos en acción pronto".
"¿Tú crees?"
"Las cosas no mejoran allí afuera", dijo Hendley señalando a la ventana.
Estaban en un café al aire libre en Viena. Las noches eran menos frías y los parroquianos soportaban el fresco con tal de disfrutar de comer algo en las mesas de la acera.
"Bien, ¿qué quieren de nosotros?", preguntó Pablo.
"Nuestros intereses coinciden", respondió Mohammed, y aclaró: Compartimos enemigos".
Desvió la mirada. Las mujeres que pasaban iban vestidas al formal, casi severo modo local y el sonido del tránsito, en especial los tranvías déctricos, hacía que fuera imposible que alguien los oyera. Para un observador casual y hasta para un profesional, sólo eran dos hombres de distintas nacionalidades -había muchos en esa ciudad imperial- hablando de negocios tranquila y amigablemente. Hablaban inglés, lo que también era normal.
"Es cierto", concedió Pablo, "al menos, lo de los enemigos. ¿y qué hay acerca de los intereses?"
"Ustedes tienen recursos que nos sirven. Nosotros tenemos recursos que les sirven", explicó pacientemente el musulmán.
"Entiendo". Pablo le agregó crema al café y lo revolvió. Se sorprendió al constatar que el café eran tan bueno como el de su propio país.
Mohammed suponía que tardarían en llegar a un acuerdo. Su interlocutor no era de un nivel tan alto como él habría preferido. Pero el enemigo que compartían había sido más exitoso contra la organización de Pablo que contra la suya. Eso no dejaba de sorprenderlo. Tenían buenas razones para mantener medidas de seguridad eficaces, pero, como ocurre siempre que el dinero es el estimulo, carecían de la pureza que inspiraba a sus colegas. De ahí que fueran más vulnerables. Pero Mohammed no era tonto y sabía que eso no los hacía inferiores a los suyos. A fin de cuentas, matar un espía israelí no significaba que él fuese un superhombre. Era evidente que tenían amplia experiencia. Simplemente, tenían límites. Todas las personas tenían límites. Sólo Alá no los tenía. Si uno tenía conciencia de esto, tenía expectativas más realistas y se decepcionaba menos cuando las cosas salían mal… No se podía permitir que las emociones interfirieran con los "negocios", como habría llamado erróneamente su interlocutor a su Santa Causa. Pero estaba tratando con un infiel, y por lo tanto debía ser flexible.
"¿Qué nos ofrecen?", preguntó Pablo, mostrando su codicia, tal como Mohammed había esperado que lo hiciera.
"Ustedes necesitan una red confiable en Europa, ¿no?"
"Así es". Últimamente habían tenido problemas. Las policías europeas eran menos moderadas que la estadounidense.
"Tenemos esa red". El hecho de que en teoría los musulmanes no podían traficar drogas -por ejemplo, en Arabia Saudita les cortaban la cabeza a los traficantes- los hacía aún más confiables.
"¿A cambio de qué?"
"Ustedes tienen una red altamente exitosa en los Estados Unidos, y tienen razones para estar contra los norteamericanos, ¿no es así?"
"Así es", asintió Pablo. Colombia comenzaba a progresar con los incómodos aliados ideológicos del Cartel en las montañas natales de Pablo. Tarde o temprano las PARC deberían ceder a la presión y a continuación, indudablemente entregarían a sus "amigos" -en realidad, "asociados" era una palabra más precisa- como precio de admisión en el sistema democrático. Cuando eso ocurriese, la seguridad del Cartel correría grave peligro. La inestabilidad política era el mejor de sus amigos en Sudamérica, pero tal vez no durara mucho tiempo. Lo mismo le ocurría a su interlocutor y eso hacía que una alianza les conviniera a ambos. – ¿Precisamente qué necesitarían de nosotros?"
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