Colgado de un clavo en las cuadras encontraron el uniforme de Jürgen. Más o menos tenían la misma altura, aunque su hermano era más corpulento. Con los aparatosos vendajes que Paul llevaba en torno a los brazos y el pecho, el uniforme le quedaba aceptablemente bien. Las botas le apretaban, pero el resto encajaba.
– El uniforme te queda como un guante. Lo que no va a colar de ninguna manera es esto.
Manfred le mostró la cédula de identidad de Jürgen. Estaba metida en una carterita de piel, junto al carnet del partido nazi y una tarjeta de las SS. El parecido de Jürgen y Paul se había ido acrecentando con el paso de los años. Ambos tenían una mandíbula fuerte, ojos azules y unos rasgos similares. El pelo de Jürgen era más oscuro, pero eso se solucionaría con la grasa para el pelo que Manfred había comprado.
Mirando la foto de la cédula de identidad, Paul podría pasar por Jürgen perfectamente. Salvo por un pequeño detalle, que era lo que señalaba Manfred con el dedo. Bajo el apartado «rasgos destacables» figuraba claramente escrito tuerto del ojo derecho.
– Un parche no va a ser suficiente, Paul. Si te lo mandan levantar…
– Ya lo sé, Manfred. Por eso necesito que me ayudes.
El joven se le quedó mirando completamente atónito.
– No estarás pensando en…
– Tengo que hacerlo.
– ¡Pero es una locura!
– Igual que todo el plan. Y éste es el punto más débil.
Finalmente, Manfred aceptó. Paul se sentó en el pescante del carro, con las toallas cubriéndole el pecho como si estuviese en la barbería.
– ¿Listo?
– Espera -dijo Manfred, que parecía aterrado-. Repasémoslo una vez más para que no haya errores.
– Ahora yo voy a poner la cuchara en el borde de mi párpado derecho y a arrancarme el ojo de cuajo. En cuanto lo saque, tú tienes que echarme los antisépticos y luego ponerme las gasas. ¿De acuerdo?
Manfred asintió. De tan asustado como estaba apenas podía hablar, y Paul comprendió que el pavor del muchacho le estaba ayudando a ignorar su propio miedo.
– ¿Listo? -preguntó de nuevo.
– Listo.
Diez segundos después, sólo hubo gritos.
Hacia las once de la noche, Paul había consumido casi un tubo entero de aspirinas de los tres que Manfred le había comprado. La herida había dejado de sangrar, y Manfred la desinfectaba cada quince minutos, poniendo gasas nuevas en cada ocasión.
Julian, que había entrado un par de horas antes, alarmado al escuchar los gritos, se había encontrado con su padre agarrándose la cabeza y aullando a pleno pulmón, y con su tío chillándole histérico que se marchase de allí. Se había encerrado en el Mercedes de nuevo y roto a llorar.
Cuando todo se hubo calmado, Manfred salió a buscar a su sobrino y le explicó el plan. Julian entró y se acercó a Paul.
– ¿Estás haciendo esto sólo por mi madre? -preguntó, y en su voz había un respeto casi reverencial.
– Y por ti, Julian. Porque quiero que estemos todos juntos.
El niño no contestó, pero se agarró fuerte al brazo de Paul, y allí continuó cuando éste decidió que había llegado la hora de partir y se subió con Julian al asiento trasero del coche.
Manfred condujo los dieciséis kilómetros que les separaban del campo de concentración con una mueca tensa en los labios. Les llevó casi una hora alcanzar el lugar, pues Manfred apenas sabía conducir, y el coche se calaba cada poco tiempo.
– Cuando lleguemos allí el coche no puede calársete bajo ningún concepto, Manfred -dijo Paul, preocupado.
– Haré lo que pueda.
Al aproximarse a la ciudad de Dachau, Paul observó un cambio radical respecto a Munich. Incluso en la oscuridad de la noche, la pobreza de la ciudad era evidente. Las aceras estaban mal cuidadas y sucias, las señales de tráfico apedreadas, las fachadas de los edificios viejas y desconchadas.
– Qué triste sitio -dijo Paul.
– De todos los lugares a donde podían haber traído a Alys, éste es sin duda el peor.
– ¿Por qué lo dices?
– Nuestro padre era el dueño de la fábrica de pólvora que había en esta ciudad.
Paul estuvo a punto de decirle a Manfred que su propia madre había trabajado en esa fábrica de municiones y que la habían despedido, pero se encontraba demasiado cansado para entablar conversación.
– Lo jodidamente irónico es que mi padre vendió los terrenos a los nazis. Y éstos construyeron en ellos el campo.
Finalmente vieron un cartel amarillo con letras negras en el que se anunciaba que el campo estaba a ochocientos metros.
– Para, Manfred. Da la vuelta despacio y retrocede un poco.
Manfred obedeció, y desanduvieron el camino hasta una pequeña edificación que habían dejado atrás hacía unos minutos. El lugar parecía una caseta de guardabosques, aunque tenía aspecto de llevar deshabitada un tiempo.
– Julian, escúchame atentamente -dijo Paul tomando al niño por los hombros y obligándole a mirarle a la cara-. Tu tío y yo vamos a entrar al campo de concentración e intentar sacar a tu madre. Pero tú no puedes venir con nosotros. Ahora quiero que te bajes del coche junto con mi maleta, y que esperes en la parte de atrás del edificio. Escóndete bien, no hables con nadie ni salgas, a no ser que nos oigas a tu tío o a mí llamándote, ¿me has entendido?
Julian asintió, con los labios temblorosos.
– Chico valiente -dijo Paul abrazándole.
– ¿Y si no volvéis?
– Ni se te ocurra pensar en eso, Julian. Porque vamos a volver.
Instalado Julian en su escondite, Paul y Manfred volvieron a subir al coche.
– ¿Por qué no le has dado instrucciones de qué hacer si no volvemos? -preguntó Manfred.
– Porque es un chico listo. Mirará en la maleta, cogerá el dinero y dejará lo demás. Y de todas maneras no tengo nadie con quien enviarle. ¿Cómo me ves la herida? -dijo Paul, encendiendo la luz de lectura de mapas y apartando las gasas.
– Está inflamada, pero no mucho. Los párpados no están rojizos. ¿Te duele?
– Muchísimo.
Paul se miró en el espejo retrovisor. Donde antes estaba el globo ocular había ahora un vacío plano de piel arrugada. Un pequeño hilillo de sangre descendía por la comisura del ojo, como una lágrima escarlata.
– Tiene que parecer antigua, joder.
– Puede que no te manden quitarte el parche.
– Gracias por recordármelo.
Sacó el parche del bolsillo y se lo colocó, arrojando las gasas a la cuneta por la ventanilla. Cuando volvió a mirarse al espejo sintió un escalofrío.
Era Jürgen quien le devolvía la mirada en el reflejo.
Miró el brazalete con la bandera nazi que lucía en su brazo izquierdo.
Recuerdo que una vez pensé que moriría antes que llevar este símbolo, pensó Paul. Y hoy Paul Reiner está muerto. Ahora soy Jürgen von Schroeder.
Abandonó el asiento del copiloto y ocupó el de atrás, intentando recordar cómo era su hermano, cómo era su aire despectivo, sus maneras altaneras. La forma en que proyectaba la voz hacia delante, como una extensión de él mismo, pretendiendo hacerte sentir un ser inferior.
Puedo hacerlo, se dijo Paul. Veamos…
– Arranque, Manfred. No perdamos más tiempo.
EL TRABAJO LIBERA
Ésa era la frase que se leía, en letras de hierro, sobre la puerta de entrada al campo. Las palabras no eran, sin embargo, más que barrotes con otra forma. Ninguna de las personas que estaba allí se ganaría su libertad trabajando.
Cuando el Mercedes se detuvo ante la entrada, un guardia soñoliento con uniforme negro salió de una garita lateral, echó un breve vistazo al interior con su linterna y les hizo señas de que pasasen. La puerta comenzó a abrirse al instante.
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