Juan Gómez-Jurado - El emblema del traidor

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Esta obra obtuvo el VII PREMIO DE NOVELA CIUDAD DE TORREVIEJA 2008
otorgado el 26 de septiembre de 2008, en Torrevieja (Alicante), por el siguiente jurado: J. J. Armas Marcelo, José Calvo Poyato, Julio Ollero, Nuria Tey (directora editorial de Plaza Janes) y Eduardo Dolón (concejal de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Torrevieja), actuando como secretario Alberto Marcos.
***
Estrecho de Gibraltar, 1940. En el epicentro de una tormenta, el capitán González rescata a un grupo de náufragos alemanes. Cuando cesa el temporal, el cabecilla le obsequia con un emblema de oro macizo. De la conversación con ellos, González no olvidará dos palabras: traición y salvación. En torno a este emblema gira la aventura de Paul, un joven huérfano que vive con su madre y sus tíos, los barones von Schroeder. Una revelación oculta sobre la extraña muerte del padre de Paul precipitará una peligrosa investigación en el Munich de entreguerras. Ni siquiera su amor por Alys, una intrépida fotógrafa judía, acabará con su obsesión por descubrir qué le sucedió realmente a su padre. Pero lo que Paul no sabe es que su indagación traerá consecuencias imprevisibles y cambiará para siempre el destino de las personas que le rodean.

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¿Qué estoy haciendo?

De repente se vio a sí mismo desde fuera, y sintió náuseas de lo que acababa de hacer. Aquello tenía que acabar cuanto antes.

– Hable, Metzger. Sé que me está ocultando algo.

El viejo levantó las manos a modo de escudo, y la palma estaba teñida de rojo.

– No lo recuerdo muy bien. Era un militar, lo supe por su forma de hablar. Tal vez un marino. Dijo que regresaba a África del Suroeste, y que allí todas estas cosas no le harían ninguna falta.

– ¿Cómo era?

– Más bien bajo, de rostro fino. No lo recuerdo bien, por favor, ¡no me pegues más!

Bajo, de rostro fino. Eduard describió al hombre que se hallaba en la habitación con mi padre y mi tío como bajo y de rasgos delicados, como los de una chica. Podría ser Clovis Nagel. ¿Y si mi padre le descubrió robando en el barco? Tal vez era un espía. ¿O fue mi padre quien le pidió que empeñase la pistola en su nombre? Desde luego él sabía que estaba en peligro.

Con la cabeza a punto de estallar, Paul abandonó el almacén y dejó a Metzger lloriqueando en el suelo. Subió de un salto al escaparate, pero de pronto recordó que había dejado abandonada su bolsa de mano junto a la puerta, y deseó que nadie se la hubiese robado. Aún seguía allí, por suerte.

Era todo lo demás lo que había cambiado.

Decenas de personas llenaban la calle pese a lo avanzado de la hora. Formaban corrillos tanto en la acera como en la calzada. Algunas personas iban de un corrillo a otro, transmitiendo información como abejas polinizando flores. Paul se acercó al grupo más cercano.

– Dicen que los nazis han incendiado un edificio en Schwabing…

– No, han sido los comunistas…

– Han tomado las comisarías…

– Están formando controles en las calles…

Desconcertado, Paul tomó por el brazo a uno de los hombres y le obligó a darse la vuelta.

– ¿Qué ocurre?

El hombre se retiró un cigarro de la boca y le dedicó una sonrisa torcida y amarillenta. Estaba encantado de encontrar alguien a quien transmitirle las malas noticias.

– ¿No se ha enterado, amigo? Hitler y sus nazis están dando un golpe de estado. Es la hora de la revolución. Por fin veremos cambios.

– ¿Un golpe de estado, dice? ¿Cómo?

– Han entrado por la fuerza en la Burgerbräukeller con cientos de hombres. Mantienen dentro a todo el mundo secuestrado, empezando por el comisario de Baviera.

A Paul le dio un vuelco el corazón.

– ¡Alys!

41

Hasta que empezaron los disparos, Alys sentía que aquélla era su noche.

Tras la discusión con Paul, un regusto amargo se le había instalado en la garganta. Comprendía que estaba ciegamente enamorada de él, ahora lo veía claro. Precisamente por eso tenía más miedo que nunca.

Decidió centrarse en lo que tenía entre manos. Accedió al gran salón de la cervecería, que ya estaba lleno en más de tres cuartas partes. Más de mil personas se apelotonaban en las mesas, y pronto habría otras quinientas, pues no paraba de entrar gente. Banderas de Alemania colgaban de las altas paredes, casi invisibles por el humo del tabaco. Hacía un calor húmedo y asfixiante, por lo que los asistentes traían en jaque a decenas de camareras. Éstas se afanaban entre la gente sosteniendo sobre sus cabezas bandejas con media docena de jarras sin derramar una gota.

Eso sí que es un trabajo duro, pensó Alys, agradeciendo aún más la oportunidad que tenía aquel día al alcance de su mano.

Abriéndose paso a codazos, consiguió un lugar al pie del podio de oradores. Había tres o cuatro fotógrafos más, y uno de ellos se quedó mirándola extrañado y le dio un codazo a sus compañeros.

– ¡Ten cuidado guapa! ¡Acuérdate de quitar el dedo del objetivo!

– Y tú acuérdate de sacarte el tuyo del culo, imbécil. Tienes las uñas negras.

El fotógrafo se miró al instante las puntas de los dedos y se puso rojo como un tomate. Los otros aplaudieron la respuesta de Alys.

– ¡Te está bien empleado, Fritz!

Sonriendo interiormente, Alys se colocó en un lugar desde el que pudiese ver bien. Comprobó la luz e hizo varios cálculos rápidos. Podría obtener una buena instantánea desde allí con un poco de suerte. Comenzaba a animarse. Poner en su sitio a aquel idiota le había servido como revulsivo. Y además, a partir de aquel día las cosas iban a cambiar para mejor. Hablaría con Paul, encararían juntos sus problemas. Y con un trabajo nuevo y estable, en el que se sintiera realizada de verdad, todo podría salir bien.

Siguió inmersa en su agradable ensoñación cuando Gustav von Kahr, comisario de Baviera, subió al escenario. Tomó varias fotos, incluso una que creía que sería bastante interesante, en la que Von Kahr gesticulaba de una forma curiosa.

De repente hubo una conmoción en la parte de atrás del local. Alys estiró el cuello para averiguar lo que sucedía, pero entre las fuertes luces que rodeaban el podio y la muralla de gente que había frente a ella, no consiguió ver nada. El rugido de la multitud, unido al estruendo de mesas y sillas cayendo y decenas de jarras estrellándose contra el suelo era ensordecedor.

Alguien surgió de la multitud junto a Alys, un hombrecillo sudoroso y con el impermeable arrugado. Apartó a un hombre sentado en la mesa más cercana al podio, se subió a la silla que éste ocupaba y de ahí a la mesa.

En ese momento Alys giró la cámara hacia él, captando en un instante la mirada alucinada, el ligero temblor de la mano izquierda, las ropas de tercera clase, el peinado de proxeneta aplastado en la frente, el bigotito cruel, el brazo en alto con la pistola apuntando al techo.

No tuvo miedo, ni dudas. Tan sólo resonaron en el fondo de su cabeza unas palabras que le había dicho August Muntz hacía años:

Hay momentos en la vida de un fotógrafo en los que pasará ante ti una foto, una sola foto, que puede cambiar tu vida y las de quienes te rodean. Ése es el instante decisivo, Alys. Lo verás antes de que ocurra. Cuando eso pase, si es que te ocurre, dispara. No pienses, dispara.

Apretó el botón al mismo tiempo que el otro apretaba el gatillo.

– ¡La revolución nacional ha comenzado! -gritó con voz potente y desagradable el hombrecillo- ¡Seiscientos hombres armados rodean el local! Nadie saldrá de aquí. Y si no hay silencio inmediato, ordenaré que se coloque una ametralladora en la balconada.

La multitud se calló pero Alys no apreció el silencio, ni se alarmó por los camisas pardas que estaban surgiendo por todas partes.

– ¡Declaro depuesto el gobierno de Bavaria! La policía y el ejército se han unido a nuestra bandera, la esvástica, ¡que cuelga ya de cada barracón y comisaría de policía!

Un nuevo griterío enfervorecido resonó por el local. Hubo aplausos tachonados de abucheos y gritos de ¡México, México! y ¡Sudamérica! Tampoco a esto prestó Alys la más mínima atención. Sus oídos aún escuchaban el tiro, sus pupilas aún retenían la imagen del hombrecillo disparando, su mente se había quedado atascada en tres palabras.

El instante decisivo.

Lo he conseguido, pensó.

Apretando la cámara contra el pecho, Alys se sumergió en la multitud. Ahora mismo su única prioridad era salir de allí y llegar a una sala de revelado. No era capaz de recordar exactamente el nombre del que había disparado, aunque su rostro le sonaba mucho… era uno de tantos antisemitas energúmenos que vociferaban en las tabernas.

Ziegler. No, Hitler. Eso es, Hitler. El austríaco chalado.

Alys no creía que un golpe como aquel tuviese la más mínima posibilidad. ¿Quién iba a seguir a un tarado que proclamaba que borraría a los judíos de la faz de la tierra? En las sinagogas se hacían chistes sobre idiotas como Hitler. Y aquella imagen que ella había captado con el sudor goteándole por la frente y la mirada frenética pondría a aquel tipo en su lugar.

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