Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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Los americanos hicieron sitio a Jake en el jeep de la celebración. Uno de los hombres aún sostenía un botellín de cerveza.

– Así que la guerra ha terminado, ¿no? -le preguntó Jake al soldado americano.

– Había terminado.

18

Se despertó y se encontró con el rostro de Lena flotando sobre el suyo.

– ¿Qué hora es?

Una sonrisa débil.

– Las doce pasadas. -Lena posó una mano en su frente-. Un largo sueño. Erich, ve a buscar al doctor Rosen. Dile que ya se ha despertado.

Se oyó un correteo en un rincón, seguido de la imagen borrosa del niño saliendo de la habitación.

– ¿Cómo lo hiciste? -le preguntó ella-. ¿Puedes hablar?

¿Cómo? Una carrera llena de baches con el jeep, huyendo del enjambre de la Ku'damm, con los faros encendidos y el claxon rugiendo, grupos de bulliciosos soldados estadounidenses con chicas que salían de los bares y seguían bailando en la calle, y después, la nada.

– ¿Dónde está Emil? -preguntó Jake.

– Aquí. Todo va bien. No, no te levantes. Lo dice Rosen. -Volvió a acariciarle la frente-. ¿Quieres que te traiga algo?

Él negó con la cabeza.

– Conseguiste escapar.

Rosen entró con Erich y se sentó en la cama. Sacó de la bolsa una pequeña linterna de mano y exploró los ojos de Jake.

– ¿Cómo se encuentra?

– De maravilla.

Llevó una mano a la nuca de Jake para comprobar el estado del vendaje.

– Los puntos están bien, pero debería verle un médico americano. Las lesiones en la cabeza siempre conllevan cierto riesgo. Incorpórese. ¿Se marea? -Le palpó bajo el vendaje con la otra mano, que dejó libre pasándole la linterna a Erich, quien la guardó con cuidado en la bolsa.

– Mi nuevo ayudante -dijo Rosen, con voz cariñosa-. Y un excelente médico en ciernes.

Jake se inclinó hacia delante mientras Rosen lo examinaba.

– Una leve inflamación, nada grave. De momento. ¿Tienen los americanos algún dispositivo de rayos X? También para el hombro.

Jake bajó la mirada y vio un feo moratón; movió el hombro, tanteando el alcance de la lesión. No estaba dislocado.

– ¿Cómo se lo hizo? -preguntó Rosen.

– Me caí.

Rosen le dirigió una mirada recelosa.

– Una buena caída.

– Dos tramos de escalera. -Entornó los ojos para protegerse de la intensa luz vespertina-. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Me habéis dado algo?

– No. El organismo humano es un buen médico. A veces, cuando soporta demasiado, se apaga para descansar. Erich, ¿quieres comprobar si tiene fiebre?

El chico alargó una mano, posó la palma, seca, en la frente de Jake y lo miró con aire solemne.

– Normal -dijo, al fin, con una voz tan menuda como su mano.

– ¿Lo ven? Un excelente médico en ciernes.

– Sí, y ahora también somnoliento -añadió Lena, cogiéndolo por los hombros-. Ha pasado toda la noche en vela, vigilándote. Para estar seguro.

– Querrás decir que eso es lo que has hecho tú -puntualizó Jake, tras imaginarlo desplomado al lado de ella en la butaca.

– Los dos. Le caes bien -corrigió ella, no sin cierto sarcasmo.

– Gracias -repuso Jake, dirigiéndose a Erich.

El niño, complacido, asintió con gesto grave.

– En fin, vivirá -comentó Rosen, y cogió la bolsa-. Un día en cama, por favor. Mejor prevenir.

– Tú también -apremió Lena al chico-. Es hora de descansar. Venga, le daré un poco de café -le dijo a Rosen. De nuevo ajetreada, ya empezaba a organizarlos, de modo que los demás la siguieron sin protestar-. Y tú… Volveré enseguida -le dijo por último a Jake.

Sin embargo, fue Emil quien le llevó el café y cerró la puerta tras él. Vestía otra vez su ropa, una camisa raída y una chaqueta fina. Rígido, le tendió la taza a Jake procurando evitar su mirada y con movimientos a un tiempo tímidos y espinosos.

– Está acostando al niño -dijo-. ¿Es judío?

– Es un niño -contestó Jake, mirándolo por encima de la taza.

Emil irguió la cabeza, algo irritado; se quitó las gafas y se dispuso a limpiarlas.

– Te veo cambiado.

– Cuatro años. La gente cambia -repuso Jake.

Levantó la mano para mesarse el pelo, cada vez más ralo, luego haciendo un gesto de sorpresa.

– ¿Está roto? -preguntó Emil desviando la mirada hacia el hombro amoratado.

– No.

– Tiene un color espantoso. ¿Duele?

– ¿Y tú te llamas científico? -exclamó Jake con tono ligero-. Sí, duele.

Emil asintió.

– En tal caso, debería darte las gracias.

– No lo hice por ti. También se la habrían llevado a ella.

– Por eso propusiste que intercambiáramos la ropa -concluyó, escéptico-, de modo que gracias. -Agachó la mirada, sin dejar de limpiar las gafas-. Resulta incómodo dar las gracias a un hombre que… -Se detuvo y dejó a un lado el pañuelo-. Qué vueltas da la vida. Encuentras a tu esposa y resulta que no es tu esposa. También debería darte las gracias por eso.

– Oye, Emil…

– No tienes que explicármelo. Lena me lo ha contado. Esto es lo que ocurre ahora en Alemania, supongo. Se oyen muchas historias parecidas. Una mujer sola, el marido probablemente muerto. Un viejo amigo. Comida. No se puede culpar a nadie. Hay que vivir…

¿Era eso lo que le había dicho ella, o tan sólo lo que él quería creer?

– Ella no está aquí por la comida -aclaró Jake.

Emil lo escrutó unos instantes y, luego, mientras se disponía a sentarse en el apoyabrazos de la butaca, desvió la mirada, jugueteando aún con las gafas.

– ¿Qué vais a hacer ahora?

– ¿Contigo? Aún no lo sé.

– ¿No vais a devolverme a Kransberg?

– No hasta que sepa quién fue el primero en sacarte de allí. Podrían volver a intentarlo.

– Entonces, ¿estoy prisionero aquí?

– Podría ser peor. Podrías estar en Moscú.

– ¿Contigo? ¿Con Lena? No puedo quedarme.

– Te atraparán en cuanto pongas un pie en la calle.

– No si estoy con los americanos. ¿Acaso no confías en tu gente?

– No cuando se trata de ti. Tú confiaste en ellos y mira cómo has acabado.

– Sí, confié en ellos. ¿Cómo iba a saberlo? Aquel hombre era… comprensivo. Iba a llevarme hasta ella. A Berlín.

– Donde, aprovechando la estancia, obtendrías ciertos documentos. ¿También te envió Von Braun esa vez?

Emil lo miró, vacilante, y negó con la cabeza.

– Von Braun creía que los habían destruido.

– Pero tú no.

– No, pero mi padre… No podía estar seguro de él. Y, obviamente, tenía razón. El os los entregó.

– No, él no me dio nada. Los cogí yo. El te protegió hasta el final, sólo Dios sabe por qué.

Emil miró al suelo, avergonzado.

– Bueno, eso no cambia nada.

– Para él, sí.

Emil meditó estas últimas palabras y decidió abandonar la cuestión.

– En cualquier caso, ahora ya los tienes.

– Pero Tully no llegó a tenerlos. ¿Por qué? Le hablas de los documentos y después no le dices dónde están.

Emil esbozó el primer atisbo de una sonrisa, transmitiendo una extraña superioridad.

– No tuve que hacerlo. El creía que lo sabía. Dijo que sabía dónde estaban los documentos, todos los documentos. Dónde los tenían los americanos. Dijo que iba a «ayudarme», si puedes creerlo. Dijo que sólo un americano podía tener acceso a ellos, por eso dejé que siguiera creyéndolo. Iba a conseguírmelos -añadió, meneando la cabeza.

– ¿Por pura bondad? -El que había cobrado por partida doble.

– Por dinero, claro está. Accedí. Yo sabía que no estaban allí. No tendría que llegar a pagarle y, si él podía sacarme… Así que fui yo el astuto. Después me entregó a los rusos.

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