Jodi Compton - 37 horas

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La regla básica en la investigación de casos de desaparecidos es recopilar toda la información y los indicios posibles en las primeras 36 horas tras el suceso, cuando la memoria de los testigos no está contaminada y las pistas todavía pueden ser fiables.
Sarah Pribek, una detective de la policía de Minneapolis especializada en este tipo de casos, conoce bien esta circunstancia. Cuando descubre que su marido, Shiloh, lleva desaparecido 48 horas y se pone a investigar, salen a la luz mu chas cosas que no sabía de él.

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La cafetera comenzó a emitir sus gorgoteos característicos. A esas alturas ya sabía que sería imposible convencerlo. Cuando Shiloh decidía algo, se le hacía muy cuesta arriba cambiar de idea. Sirvió un buen tazón para soportar el trayecto y me lo tendió.

Una vez en el dormitorio, recogí mi bolsa de viaje de debajo de la cama y revisé el equipaje. Una muda de ropa, algo para dormir, algo para abrigarme si se daba hacer un paseo. Era todo lo que necesitaba, pero cuando la levanté tentativamente, y aprecié la concavidad de su superficie, me di cuenta de que apenas había llenado un tercio de su capacidad. Resultaba ridículo.

Oí que Shiloh se arrodillaba a mi lado en el suelo del dormitorio. Me apartó algunos cabellos de la nuca y me besó.

Fue una cosa rápida. A decir verdad ni siquiera llegamos a desnudarnos del todo.

Muchas cosas habían cambiado en nuestras vidas en el año que estaba terminando: la muerte de Kamareia, la destinación de Shiloh a Virginia, su carrera que a saber dónde lo llevaría después. Supongo que, como yo, sentía que nuestro mundo podía perder su equilibrio. Había sido el primero en hablar de matrimonio, en la misma conversación durante la cual me informó que había pasado las pruebas de la segunda fase y había conseguido una plaza en Quantico.

La propuesta de Shiloh pretendía solidificar al menos una parte de un mundo que se estaba volviendo demasiado fluido. Yo lo comprendí y creí que al considerar el matrimonio estábamos cavando muy hondo en algo que más bien convenía tratar con prudencia.

Sin embargo, acepté y nos casamos igualmente. Desde luego, nunca he sido lo que se llama prudente.

– Esto es por si te quedas más de lo previsto y no podemos despedirnos -dijo, con la respiración aún agitada.

– Sí, adiós -respondí, apartándome el pelo de los ojos.

Shiloh me acompañó a la calle y quitó el hielo del parabrisas del Nova mientras yo acomodaba mi bolsa de viaje en el asiento del acompañante.

– Te llamaré si no puedo llegar a tiempo para llevarte al aeropuerto -le dije cuando se acercó a mí-. Pero seguro que llego. -Abrí la portezuela y le di un beso en la mejilla.

Antes de que pudiera partir, Shiloh tomó mi rostro entre sus manos y me besó en la frente.

– Ve con cuidado -me recomendó.

– Claro que sí.

– Así lo espero. Sé cómo conduces. No me hagas sufrir.

– Me portaré bien -le prometí-. Nos vemos.

La lluvia helada que había caído sobre la ciudad también había afectado a la parte sur del estado. Hube de aflojar la marcha debido a las placas de hielo de la carretera, aunque estaban medio fundidas debido al paso de los vehículos rodados. Puse la radio. El pronóstico meteorológico anunciaba más lluvias en la parte sur de Minnesota, con descenso de la temperatura y heladas nocturnas. Pero por entonces yo ya habría llegado a mi destino. Hacia mediodía, crucé la frontera del condado de Blue Earth.

Por una de esas peculiaridades de la geografía que hacen desesperar a los que acaban de llegar a una zona, Manicato era la sede del condado de Blue Earth, mientras que la ciudad de Blue Earth, cerca de la frontera con Iowa, era la sede del condado de Faribault.

Blue Earth era donde vivía y campaba a sus anchas Roy- ce Stewart, el asesino de Kamareia Brown. Mejor no pensar en ello.

La hermana y el cuñado de Genevieve vivían en una casa rural al sur de Mankato; de hecho, apenas tenían una hectárea de terreno, y no se dedicaban a la agricultura. Era la primera vez que iba a su casa, aunque había conocido a Deborah Lowe durante los días que siguieron a la muerte de Kamareia. Había venido a la ciudad y nos había ayudado a disponerlo todo, echando sobre sus hombros muchas de las pesadas cargas que le correspondían a su hermana.

Su familia, de origen italiano y croata, había llegado a Saint Paul dos generaciones atrás. Los padres de Genevieve pertenecían a la clase obrera y habían sido dirigentes sindicales. Habían enviado a cuatro de sus cinco hijos a la universidad y a otro al seminario. Cuando Genevieve se graduó como policía, los padres aceptaron su carrera del mismo modo que habían aceptado el matrimonio con un negro, del que nacería su nieta mestiza.

Me había enterado de que Deborah había flirteado con la idea de hacerse monja en su adolescencia. Cuando le preguntaron por qué había abandonado su propósito, se limitó a contestar: «Hombres».

Se había graduado de maestra. Empezó en Saint Paul y luego cambió de estado para llevar un tipo de vida que su familia había abandonado hacía casi un siglo.

Ella y Doug Lowe no eran campesinos, pero tenían un huerto y un gallinero que les permitían reducir los gastos y completar sus sueldos de maestros.

Deborah fue quien oyó el ruido del motor y fue la primera en salir a recibirme mientras retiraba mi bolsa del interior del coche, aparcado junto a uno de los manzanos del porche.

Llevaba los cabellos un poco más cortos que Genevieve y era también algo más delgada, pero en lo restante se parecían mucho. Ambas tenían los ojos y el cabello oscuros -Deborah lo llevaba recogido en una coleta- y la tez morena. Deborah bajó la escalera del pórtico seguida de un perro, un corgi de color caramelo con manchas blancas, que ladraba constantemente aunque sin la menor convicción. El animal se detuvo al final de la escalera, satisfecho, para observar desde una posición segura el comportamiento del intruso.

Cuando llegó a mi lado, Deborah me dio un fuerte abrazo, que me pilló por sorpresa, con sus brazos musculosos.

– Gracias por venir -me dijo, separándose de mí.

– ¿Cómo está? -pregunté, refiriéndome a Genevieve. En ese preciso instante mi compañera apareció en lo alto de la pequeña escalera y nos miró.

Se había dejado crecer su corta melena negra o, más probablemente, había abandonado el cuidado de sus cabellos desde la muerte de su hija. Los kilos de más que tenía en relación a su hermana no eran grasa, sino músculos trabajados concienzudamente en el gimnasio. Su físico me recordaba las rotundas formas de los ponis que se emplean en las minas de carbón.

Me colgué la bolsa al hombro y me dirigí al porche junto a Deborah. Genevieve me sostuvo la mirada mientras subía los escalones.

Me había imaginado que nos daríamos un fuerte abrazo, pero permaneció tan rígida entre mis brazos como yo había permanecido en los de Deborah.

Desde la habitación del frente llegaban hasta nosotras los sonidos de un partido de baloncesto transmitido por la televisión. Doug, el marido de Deborah, me estrechó una mano en señal de bienvenida, pero no se levantó de su cómodo asiento.

Deborah me condujo al vestíbulo.

– Puedes dejar tu bolsa allí -dijo señalando el interior de una habitación disponible.

Dentro había dos camas gemelas. El edredón de una de ellas estaba ligeramente revuelto, como si alguien se hubiera acostado allí en mitad del día, y deduje que me tocaba compartir la habitación de Genevieve.

Puse la bolsa a los pies de la otra cama. Sobre el tocador, en un marco de peltre a la antigua usanza, había una fotografía de Kamareia cuando tenía unos dieciséis años y que me contemplaba con sus ojos color avellana. Sonreía, reía casi, mientras intentaba retener al escurridizo corgi de los Lowe con la correa. El perro quería escapar, y Kam lo retenía mientras le sacaban la fotografía. Por eso se mostraba tan risueña.

Había visto la misma foto en casa de Genevieve. Me pregunté si ésta la había traído consigo o si los Lowe tenían una copia.

– ¿Quieres algo para beber? -me preguntó Deb desde el umbral-. Tenemos Coca-Cola, agua mineral. Cerveza, si no es demasiado temprano para ti. -Era casi la una de la tarde.

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