Stephanie Meyer - Crepusculo

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Cuando Isabella Swan se muda a Forks, una pequeña localidad del estado de Washington en la que nunca deja de llover, piensa que es lo más aburrido que le podía haber ocurrido en la vida. Pero la vida de Isabella da un giro excitante y aterrador una vez que se encuentra con el misterioso y seductor Edward Cullen. Hasta ese momento, Edward se las ha arreglado para mantener en secreto su identidad vampírica en el seno de la pequeña comunidad donde vive, pero ahora nadie se encuentra a salvo, y sobre todo Isabella…

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El resto de la semana transcurrió sin incidentes. Me acostumbré a la rutina de las clases. Aunque no recordaba todos los nombres, el viernes era capaz de reconocer los rostros de la práctica totalidad de los estudiantes del instituto. En clase de gimnasia los miembros de mi equipo aprendieron a no pasarme el balón y a interponerse delante de mí si el equipo contrario intentaba aprovecharse de mis carencias. Los dejé con sumo gusto.

Edward Cullen no volvió a la escuela.

Todos los días vigilaba la puerta con ansiedad hasta que los Cullen entraban en la cafetería sin él. Entonces podía relajarme y participar en la conversación que, por lo general, versaba sobre una excursión a La Push Ocean Park para dentro de dos semanas, un viaje que organizaba Mike. Me invitaron y accedí a ir, más por ser cortés que por placer. Las playas deben ser calientes y secas.

Cuando llegó el viernes, yo ya entraba con total tranquilidad en clase de Biología sin preocuparme de si Edward estaría allí. Hasta donde sabía, había abandonado la escuela. Intentaba no pensar en ello, pero no conseguía reprimir del todo la preocupación de que fuera la culpable de su ausencia, por muy ridículo que pudiera parecer.

Mi primer fin de semana en Forks pasó sin acontecimientos dignos de mención. Charlie no estaba acostumbrado a quedarse en una casa habitualmente vacía, y lo pasaba en el trabajo. Limpié la casa, avancé en mis deberes y escribí a mi madre varios correos electrónicos de fingida jovialidad. El sábado fui a la biblioteca, pero tenía pocos libros, por lo que no me molesté en hacerme la tarjeta de socio. Pronto tendría que visitar Olympia o Seattle y buscar una buena librería. Me puse a calcular con despreocupación cuánta gasolina consumiría el monovolumen y el resultado me produjo escalofríos.

Durante todo el fin de semana cayó una lluvia fina, silenciosa, por lo que pude dormir bien.

Mucha gente me saludó en el aparcamiento el lunes por la mañana, no recordaba los nombres de todos, pero agité la mano y sonreí a todo el mundo. En clase de Literatura, fiel a su costumbre, Mike se sentó a mi lado. El profesor nos puso un examen sorpresa sobre Cumbres borrascosas. Era fácil, sin complicaciones.

En general, a aquellas alturas me sentía mucho más cómoda de lo que había creído. Más satisfecha de lo que hubiera esperado jamás.

Al salir de la clase, el aire estaba lleno de remolinos blancos. Oí a los compañeros dar gritos de júbilo. El viento me cortó la nariz y las mejillas.

– ¡Vaya! -Exclamó Mike-. Nieva.

Estudié las pelusas de algodón que se amontaban al lado de la acera y, arremolinándose erráticamente, pasaban junto a mi cara.

– ¡Uf!

Nieve. Mi gozo en un pozo. Mike se sorprendió.

– ¿No te gusta la nieve?

– No. Significa que hace demasiado frío incluso para que llueva -obviamente-. Además, pensaba que caía en forma de copos, ya sabes, que cada uno era único y todo eso. Éstos se parecen a los extremos de los bastoncillos de algodón.

– ¿Es que nunca has visto nevar? -me preguntó con incredulidad.

– ¡Sí, por supuesto! -Hice una pausa y añadí-: En la tele.

Mike se rió. Entonces una gran bola húmeda y blanda impactó en su nuca. Nos volvimos para ver de dónde provenía. Sospeché de Eric, que andaba en dirección contraria, en la dirección equivocada para ir a la siguiente clase. Era evidente que Mike pensó lo mismo, ya que se acuclilló y empezó a amontonar aquella papilla blancuzca.

– Te veo en el almuerzo, ¿vale? -continué andando sin dejar de hablar-. Me refugio dentro cuando la gente se empieza a lanzar bolas de nieve.

Mike asintió con la cabeza sin apartar los ojos de la figura de Eric, que emprendía la retirada.

Se pasaron toda la mañana charlando alegremente sobre la nieve. Al parecer era la primera nevada del nuevo año. Mantuve el pico cerrado. Sí, era más seca que la lluvia… hasta que se descongelaba en los calcetines.

Jessica y yo nos dirigimos a la cafetería con mucho cuidado después de la clase de español. Las bolas de nieve volaban por doquier. Por si acaso, llevaba la carpeta en las manos, lista para emplearla como escudo si era menester. Jessica se rió de mí, pero había algo en la expresión de mi rostro que le desaconsejó lanzarme una bola de nieve.

Mike nos alcanzó cuando entramos en la sala; se reía mientras la nieve que tenía en las puntas del su pelo se fundía. Él y Jessica conversaban animadamente sobre la pelea de bolas de nieve; hicimos cola para comprar la comida. Por puro hábito, eché una ojeada hacia la mesa del rincón. Entonces, me quedé petrificada. La ocupaban cinco personas.

Jessica me tomó por el brazo.

– ¡Eh! ¿Bella? ¿Qué quieres?

Bajé la vista, me ardían las orejas. Me recordé a mí misma que no había motivo alguno para sentirme cohibida. No había hecho nada malo.

– ¿Qué le pasa a Bella? -le preguntó Mike a Jessica.

– Nada -contesté-. Hoy sólo quiero un refresco.

Me puse al final de la cola.

– ¿Es que no tienes hambre? -preguntó Jessica.

– La verdad es que estoy un poco mareada -dije, con la vista aún clavada en el suelo.

Aguardé a que tomaran la comida y los seguí a una mesa sin apartar los ojos de mis pies.

Bebí el refresco a pequeños sorbos. Tenía un nudo en el estómago. Mike me preguntó dos veces, con una preocupación innecesaria, cómo me encontraba. Le respondí que no era nada, pero especulé con la posibilidad de fingir un poco y escaparme a la enfermería durante la próxima clase.

Ridículo. No tenía por qué huir.

Decidí permitirme una única miradita a la mesa de la familia Cullen. Si me observaba con furia, pasaría de la clase de Biología, ya que era una cobarde.

Mantuve el rostro inclinado hacia el suelo y miré de reojo a través de las pestañas. Alcé levemente la cabeza.

Se reían. Edward, Jasper y Emmett tenían el pelo totalmente empapado por la nieve. Alice y Rosalie retrocedieron cuando Emmett se sacudió el pelo chorreante para salpicarlas. Disfrutaban del día nevado como los demás, aunque ellos parecían salidos de la escena de una película, y los demás no.

Pero, aparte de la alegría y los juegos, algo era diferente, y no lograba identificar qué. Estudié a Edward con cuidado. Decidí que su tez estaba menos pálida, tal vez un poco colorada por la pelea con bolas de nieve, y que las ojeras eran menos acusadas, pero había algo más. Lo examinaba, intentando aislar ese cambio, sin apartar la vista de él.

– Bella, ¿a quién miras? -interrumpió Jessica, siguiendo la trayectoria de mi mirada.

En ese preciso momento, los ojos de Edward centellearon al encontrarse con los míos.

Ladeé la cabeza para que el pelo me ocultara el rostro, aunque estuve segura de que, cuando nuestras miradas se cruzaron, sus ojos no parecían tan duros ni hostiles como la última vez que le vi. Simplemente tenían un punto de curiosidad y, de nuevo, cierta insatisfacción.

– Edward Cullen te está mirando -me murmuró Jessica al oído, y se rió.

– No parece enojado, ¿verdad? -tuve que preguntar.

– No -dijo, confusa por la pregunta-. ¿Debería estarlo?

– Creo que no soy de su agrado -le confesé. Aún me sentía mareada, por lo que apoyé la cabeza sobre el brazo.

– A los Cullen no les gusta nadie… Bueno, tampoco se fijan en nadie lo bastante para les guste, pero te sigue mirando.

– No le mires -susurré.

Jessica se rió con disimulo, pero desvió la vista. Alcé la cabeza lo suficiente para cerciorarme de que lo había hecho. Estaba dispuesta a emplear la fuerza si era necesario.

Mike nos interrumpió en ese momento; estaba planificando una épica batalla de nieve en el aparcamiento y nos preguntó si deseábamos participar. Jessica asintió con entusiasmo. La forma en que miraba a Mike dejaba pocas dudas, asentiría a cualquier cosa que él sugiriera. Me callé. Iba a tener que esconderme en el gimnasio hasta que el aparcamiento estuviera vacío.

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