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Stephanie Meyer: Crepusculo

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Cuando Isabella Swan se muda a Forks, una pequeña localidad del estado de Washington en la que nunca deja de llover, piensa que es lo más aburrido que le podía haber ocurrido en la vida. Pero la vida de Isabella da un giro excitante y aterrador una vez que se encuentra con el misterioso y seductor Edward Cullen. Hasta ese momento, Edward se las ha arreglado para mantener en secreto su identidad vampírica en el seno de la pequeña comunidad donde vive, pero ahora nadie se encuentra a salvo, y sobre todo Isabella…

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– Oye, ¿le clavaste un lápiz a Edward Cullen, o qué? Jamás lo había visto comportarse de ese modo.

Tierra, trágame, pensé. Al menos no era la única persona que lo había notado y, al parecer, aquél no era el comportamiento habitual de Edward Cullen. Decidí hacerme la tonta.

– ¿Te refieres al chico que se sentaba a mi lado en Biología? pregunté sin malicia.

– Sí -respondió-. Tenía cara de dolor o algo parecido. -No lo sé -le respondí-. No he hablado con él. -Es un tipo raro -Mike se demoró a mi lado en lugar de dirigirse al vestuario-. Si hubiera tenido la suerte de sentarme a tu lado, yo sí hubiera hablado contigo.

Le sonreí antes de cruzar la puerta del vestuario de las chicas. Era amable y estaba claramente interesado, pero eso no bastó para disminuir mi enfado.

El entrenador Clapp, el profesor de Educación física, me consiguió un uniforme, pero no me obligó a vestirlo para la clase de aquel día. En Phoenix, sólo teníamos que asistir dos años a Educación física. Aquí era una asignatura obligatoria los cuatro años. Forks era mi infierno personal en la tierra en el más literal de los sentidos.

Contemplé los cuatro partidillos de voleibol que se jugaban de forma simultánea. Me dieron náuseas al verlos y recordar los muchos golpes que había dado, y recibido, cuando jugaba al voleibol.

Al fin sonó la campana que indicaba el final de las clases. Me dirigí lentamente a la oficina para entregar el comprobante con las firmas. Había dejado de llover, pero el viento era más frío y soplaba con fuerza. Me envolví con mis propios brazos para protegerme.

Estuve a punto de dar media vuelta e irme cuando entré en la cálida oficina. Edward Cullen se encontraba de pie, enfrente del escritorio. Lo reconocí de nuevo por el desgreñado pelo castaño dorado. Al parecer, no me había oído entrar. Me apoyé contra la pared del fondo, a la espera de que la recepcionista pudiera atenderme.

Estaba discutiendo con ella con voz profunda y agradable. Intentaba cambiar la clase de Biología de la sexta hora a otra hora, a cualquier otra.

No me podía creer que eso fuera por mi culpa. Debía de ser otra cosa, algo que había sucedido antes de que yo entrara en el laboratorio de Biología. La causa de su aspecto contrariado debía de ser otro lío totalmente diferente. Era imposible que aquel desconocido sintiera una aversión tan intensa y repentina hacia mí.

La puerta se abrió de nuevo y una súbita corriente de viento helado hizo susurrar los papeles que había sobre la mesa y me alborotó los cabellos sobre la cara. La recién llegada se limitó a andar hasta el escritorio, depositó una nota sobre el cesto de papeles y salió, pero Edward Cullen se envaró y se giró -su agraciado rostro parecía ridículo- para traspasarme con sus penetrantes ojos llenos de odio. Durante un instante sentí un estremecimiento de verdadero pánico, hasta se me erizó el vello de los brazos. La mirada no duró más de un segundo, pero me heló la sangre en las venas más que el gélido viento. Se giró hacia la recepcionista y rápidamente dijo con voz aterciopelada:

– Bueno, no importa. Ya veo que es imposible. Muchas gracias por su ayuda.

Giró sobre sí mismo sin mirarme y desapareció por la puerta.

Me dirigí con timidez hacia el escritorio -por una vez con el rostro lívido en lugar de colorado- y le entregué el comprobante de asistencia con todas las firmas.

– ¿Cómo te ha ido el primer día, cielo? -me preguntó de de forma maternal.

– Bien -mentí con voz débil.

No pareció muy convencida.

LIBRO ABIERTO

El día siguiente fue mejor… y peor.

Fue mejor porque no llovió, aunque persistió la nubosidad densa y oscura; y más fácil, porque sabía qué podía esperar del día. Mike se acercó para sentarse a mi lado durante la clase de Lengua y me acompañó hasta la clase siguiente mientras Eric, el que parecía miembro de un club de ajedrez, lo fulminaba con la mirada. Me sentí halagada. Nadie me observaba tanto como el día anterior. Durante el almuerzo me senté con un gran grupo que incluía a Mike, Eric, Jessica y otros cuantos cuyos nombres y caras ya recordaba. Empecé a sentirme como si flotara en el agua en vez de ahogarme.

Fue peor porque estaba agotada. El ulular del viento alrededor de la casa no me había dejado dormir. También fue peor porque el Sr. Varner me llamó en la clase de Trigonometría, aun cuando no había levantado la mano, y di una respuesta equivocada. Rayó en lo espantoso porque tuve que jugar al voleibol y la única vez que no me aparté de la trayectoria de la pelota y la golpeé, ésta impactó en la cabeza de un compañero de equipo. Y fue peor porque Edward Cullen no apareció por la escuela, ni por la mañana ni por la tarde.

Que llegara la hora del almuerzo -y con ella las coléricas miradas de Cullen- me estuvo aterrorizando durante toda la mañana. Por un lado, deseaba plantarle cara y exigirle una explicación. Mientras permanecía insomne en la cama llegué a imaginar incluso lo que le diría, pero me conocía demasiado bien para creer que de verdad tendría el coraje de hacerlo. En comparación conmigo, el león cobardica de El mago de Oz era Terminator.

Sin embargo, cuando entré en la cafetería junto a Jessica -intenté contenerme y no recorrer la sala con la mirada para buscarle, aunque fracasé estrepitosamente- vi a sus cuatro hermanos, por llamarlos de alguna manera, sentados en la misma mesa, pero él no los acompañaba.

Mike nos interceptó en el camino y nos desvió hacia su mesa. Jessica parecía eufórica por la atención, y sus amigas pronto se reunieron con nosotros. Pero estaba incomodísima mientras escuchaba su despreocupada conversación, a la espera de que él acudiese. Deseaba que se limitara a ignorarme cuando llegara, y demostrar de ese modo que mis suposiciones eran infundadas.

Pero no llegó, y me fui poniendo más y más tensa conforme pasaba el tiempo.

Cuando al final del almuerzo no se presentó, me dirigí hacia la clase de Biología con más confianza. Mike, que empezaba a asumir todas las características de los perros golden retriever, me siguió fielmente de camino a clase. Contuve el aliento en la puerta, pero Edward Cullen tampoco estaba en el aula. Suspiré y me dirigí a mi asiento. Mike me siguió sin dejar de hablarme de un próximo viaje a la playa y se quedó junto a mi mesa hasta que sonó el timbre. Entonces me sonrió apesadumbrado y se fue a sentar al lado de una chica con un aparato ortopédico en los dientes y una horrenda permanente. Al parecer, iba a tener que hacer algo con Mike, y no iba a ser fácil. La diplomacia resultaba vital en un pueblecito como éste, donde todos vivían pegados los unos a los otros. Tener tacto no era lo mío, y carecía de experiencia a la hora de tratar con chicos que fueran más amables de la cuenta.

El tener la mesa para mí sola y la ausencia de Edward supuso un gran alivio. Me lo repetí hasta la saciedad, pero no lograba quitarme de la cabeza la sospecha de que yo era el motivo de su ausencia. Resultaba ridículo y egotista creer que yo fuera capaz de afectar tanto a alguien. Era imposible. Y aun así la posibilidad de que fuera cierto no dejaba de inquietarme.

Cuando al fin concluyeron las clases y hubo desaparecido mi sonrojo por el incidente del partido de voleibol, me enfundé los vaqueros y un jersey azul marino y me apresuré a salir del vestuario, feliz de esquivar por el momento a mi amigo, el golden retriever. Me dirigí a toda prisa al aparcamiento, ahora atestado de estudiantes que salían a la carrera. Me subí al coche y busqué en mi bolsa para cerciorarme de que tenía todo lo necesario.

La noche pasada había descubierto que Charlie era incapaz de cocinar otra cosa que huevos fritos y beicon, por lo que le pedí que me dejara encargarme de las comidas mientras durara mi estancia. El se mostró dispuesto a cederme las llaves de la sala de banquetes. También me percaté de que no había comida en casa, por lo que preparé la lista de la compra, tomé el dinero de un jarrón del aparador que llevaba la etiqueta «dinero para la comida» y ahora iba de camino hacia el supermercado Thriftway.

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