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Nelson DeMille: Conjura de silencio

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Nelson DeMille Conjura de silencio

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En una tranquila y solitaria playa, Bud y Jill deciden filmar sus adúlteras aventuras amorosas sin sospechar que se están convirtiendo en testigos de excepción de un hecho que conmocionará al mundo: un terrible estallido ilumina súbitamente el cielo. Doscientas treinta personas acaban de morir a bordo del vuelo 800 de la TWA, y el vídeo de los dos amantes puede ser la única prueba que demuestre lo que realmente ha ocurrido.Cinco años después, para John Corey y su mujer Kate Mayfield, miembros de la Fuerza Antiterrorista Federal, el caso no está aún cerrado. La sospecha de que se está encubriendo la verdad hace que retomen las investigaciones y que examinen las teorías que el gobierno se había encargado de probar como falsas. Su pesquisas les llevarán hasta el vídeo de los amantes, una prueba que compromete la versión oficial de la CIA y del FBI.

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– Sí. ¿Entiendes por qué el tío la borró, y por qué Jill nunca se presentó con la copia?

– Sí… no debió de ser fácil para ella mostrártela a ti.

– Intenté facilitarle las cosas. Cuando tienes sexo y asesinato en la misma cinta de vídeo, el asesinato es más importante. Ella lo sabía.

– Bueno, nosotros sabemos eso en teoría. Pero si eres tú quien aparece en la cinta de vídeo… en fin, no podía creer que se tratara de la misma mujer.

– La gente es muy compleja.

– Tú no lo eres. Eso es lo que me gusta de ti.

– Gracias.

Kate permaneció en silencio unos segundos y luego me preguntó:

– ¿Crees que mañana habrá problemas?

– No creo. -Le conté algunas de las cosas que Dom me había dicho-. El Departamento de Policía de Nueva York derrota al FBI en esta clase de partidos locales.

– ¿Y qué se supone que debo hacer como agente del FBI? ¿Quedarme allí con expresión desconcertada? -preguntó Kate.

– Haz lo que creas que debes hacer, y si piensas que tienes que marcharte, entonces márchate. Lo entenderé.

Kate se quedó mirando el techo y luego dijo:

– ¿Por qué me habré casado con un policía?

– Eh, ¿por qué me habré casado con una abogada del FBI?

Ella se quedó callada un momento y luego se echó a reír.

– Haces que la vida sea interesante -dijo-. ¿Es mi pistola la que está debajo de las sábanas o eres tú?

– Cariño, es mi pistola especial de policía, calibre 38 con cañón de veinte centímetros.

CAPÍTULO 53

Me instalé en la entrada del hotel que daba a Central Park South y miré hacia la calle. Eran las 8.11 y no había señales de los coches patrulla.

Miré hacia el interior del vestíbulo a través de los cristales de las puertas y vi a Kate y Jill cerca de la entrada del Oak Bar, esperando a que yo les diese la señal de que podían salir. El agente Álvarez estaba con ellas.

Al otro lado de la calle había una fila de bonitos taxis esperando a los clientes. El portero me preguntó:

– ¿Llamo a un taxi, señor? ¿O está esperando un coche?

– Estoy esperando un caballo.

– Sí, señor.

Era un hermoso día y me di cuenta de que no disfrutaba del sol y el aire fresco desde la mañana del domingo.

Ahora eran las 8.13 y los coches de policía de Midtown North deberían haber estado aquí si se hubiesen dado prisa. Éste es el momento más delicado en una recogida, entre la seguridad del lugar donde estabas escondido y la calle donde estás esperando a que lleguen a recogerte.

A las 8.15 aparecieron por la manzana tres coches de policía sin luces ni sirenas. Le hice una seña a Kate, luego bajé del bordillo y levanté la mano. El coche que marchaba delante encendió brevemente las luces y aceleró, luego se detuvo delante de mí. Los otros dos coches frenaron un segundo más tarde. Les mostré mis credenciales a los dos policías que ocupaban el primer coche y les dije:

– World Trade Center, Torre Norte, según las instrucciones, sin luces ni sirenas. Formación abierta. Sin demasiada prisa, pero nos esperan a las ocho y media. -Y añadí-: Mantengan los ojos abiertos por si tenemos compañía y no se detengan por nada que no sea un semáforo.

Ambos asintieron y la oficial que ocupaba el asiento trasero dijo:

– Estamos informados.

– Bien.

Kate, Jill y el agente Álvarez ya estaban en la acera y yo le dije a Jill:

– Su coche ha llegado, señora.

– Nunca he viajado en un coche de policía -dijo con una sonrisa.

No quise decirle: «Se acostumbrará», y le dije:

– Como ya hemos dicho, todos nos reuniremos en el vestíbulo del Windows on the World. Siempre habrá dos agentes con usted.

– Lo veré allí -dijo Jill. Luego miró a Kate y le dijo-: Y también la veré a usted allí.

Jill, pensé, parecía serena, y esperaba que se mantuviera de ese modo si las cosas se ponían feas. Le hice una seña a Álvarez y acompañó a Jill al asiento trasero del coche del medio, luego regresó a donde estaba yo.

Kate y yo nos miramos. No había mucho que decir, de modo que nos besamos y ella dijo:

– Te veré después.

Luego subió al primer coche.

Yo me quedé en la acera con el agente Álvarez y le pregunté:

– ¿Se siente malvado esta mañana?

Sonrió.

– Sí, señor.

Saqué la cinta de Un hombre y una mujer del bolsillo interior de la chaqueta. Era la cinta sobre la que Jill había grabado la otra, pero no tenía la cubierta. Se la di a Álvarez y le dije:

– Proteja esto con su vida. Y quiero decir su vida.

Guardó la cinta en el enorme bolsillo trasero de su pantalón, que estaba hecho especialmente para llevar su libreta de infracciones.

– ¿Ha oído alguna vez que alguien le robase algo a un policía de Nueva York? -dijo.

Le di una palmada en el hombro.

– Le veré allí -dije.

Subió al asiento trasero del coche del medio, junto a Jill.

Yo ocupé el coche que cerraba la formación. Desde el último vehículo podía ver lo que sucedía y, desde el vehículo que abría la marcha, Kate podía introducir cualquier cambio en los planes si era necesario. Jill, en el coche que marchaba entre ambos, en compañía de Álvarez y otros dos policías, estaba en la posición más protegida.

El policía que viajaba en mi coche era un sargento y dijo unas pocas palabras por su radio portátil. El coche delantero realizó un giro en «U» en Central Park South, una maniobra de la que no mucha gente se libra sin la correspondiente sanción, y nos alejamos en nuestro convoy de tres coches.

– ¿Cuál es la ruta? -le pregunté al sargento.

– Vamos a ir por el West Side, a menos que usted prefiera otro camino -dijo.

– Me parece bien. ¿Entiende que alguien podría intentar jodemos? -le pregunté.

– Sí. Ya pueden intentar jodernos todo lo que quieran.

– ¿Todos los miembros de este operativo conocen la misión?

– Sí.

– Y bien, ¿qué piensa del FBI?

Se echó a reír.

– Sin comentarios -dijo.

– ¿Y qué me dice de la CIA?

– Nunca he conocido a ninguno de esos tíos.

Un hombre afortunado. Me apoyé en el respaldo del asiento y miré el reloj. Eran las 8.21 y, dependiendo del tráfico, llegaríamos dentro de unos diez minutos, lo que estaba bien. De todos modos, Nash y su club de amigos llegarían quince minutos más temprano, pensando que nosotros también lo haríamos. Ya podían esperar sentados junto a sus caffèlattes.

La mayoría de las reuniones son jodidos juegos para destrozarte los nervios, y ésta sería a lo grande.

Nos abrimos camino a través del tráfico y, diez minutos más tarde, nos dirigíamos hacia el sur por la Autopista Joe Di Maggio, conocida también como Duodécima Avenida y, ya que estamos, West Street. Discurría junto al Hudson y era un bonito paseo en un día de sol con tráfico moderado.

Había unos ocho kilómetros hasta el World Trade Center, que pude divisar en la distancia, mucho antes de llegar.

En el bolsillo de la chaqueta llevaba una cinta de un Blockbuster de Un hombre y una mujer, que había puesto dentro del estuche de la cinta de Jill que decía: «Propiedad del Hotel Bayview – Por favor, devolver.» Si los federales tenían cualquier clase de orden cuando llegase allí, podrían hacerla efectiva conmigo, con Kate o Jill, y tratar de llevar la cinta, o a nosotros -o a la cinta y nosotros- a otro lugar. Pero esa orden no era válida con el agente Álvarez, aun cuando sospecharan que era él quien tenía la cinta.

En cualquier caso, no creía que Nash y compañía quisieran montar una escena en un restaurante público donde estarían desayunando cerca de trescientas personas. Pero quizá, si en ese momento estaba en uno de mis estados de ánimo perversos, yo les entregase mi copia de Un hombre y una mujer, la versión completa y sin cortes.

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