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Nelson DeMille: Conjura de silencio

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Nelson DeMille Conjura de silencio

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En una tranquila y solitaria playa, Bud y Jill deciden filmar sus adúlteras aventuras amorosas sin sospechar que se están convirtiendo en testigos de excepción de un hecho que conmocionará al mundo: un terrible estallido ilumina súbitamente el cielo. Doscientas treinta personas acaban de morir a bordo del vuelo 800 de la TWA, y el vídeo de los dos amantes puede ser la única prueba que demuestre lo que realmente ha ocurrido.Cinco años después, para John Corey y su mujer Kate Mayfield, miembros de la Fuerza Antiterrorista Federal, el caso no está aún cerrado. La sospecha de que se está encubriendo la verdad hace que retomen las investigaciones y que examinen las teorías que el gobierno se había encargado de probar como falsas. Su pesquisas les llevarán hasta el vídeo de los amantes, una prueba que compromete la versión oficial de la CIA y del FBI.

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– En realidad me siento mucho mejor de lo que me he sentido en estos últimos cinco años -contestó Jill.

– ¿Por qué no bebemos algo para celebrarlo? -sugerí.

Abrí una botella de champán, serví tres copas y brindamos.

– Por la llegada de Kate y porque Jill esté aquí.

– Y por un gran detective -añadió Kate.

– Y por la justicia… por todos aquellos que perdieron la vida… -dijo Jill.

Bebimos en silencio y luego dijo Jill:

– Siento que estoy interfiriendo en lo que debería ser una reunión privada.

Kate contestó rápidamente:

– En absoluto. John y yo ya nos hemos abrazado y besado. Podemos intercambiar historias de guerra más tarde.

– Es muy amable por su parte, pero… -dijo Jill.

Kate la interrumpió:

– No. Debe quedarse. Tengo tantas preguntas que hacerle que no sé por dónde empezar.

– En realidad, no es una historia tan larga -contestó Jill-, y se limita a mí haciendo algo que no debería haber hecho… y no me refiero a tener una aventura amorosa. Quiero decir que tendría que haber sido lo bastante valiente hace cinco años para presentarme ante las autoridades. Si lo hubiese hecho, muchas vidas podrían haberse arruinado, pero muchas más vidas, incluida la mía, hubieran sido mejores.

Kate miró a Jill durante un momento y yo sabía que estaba impresionada con la señora Winslow como lo había estado yo desde que nos habíamos conocido la mañana del domingo.

– A veces no podemos tomar decisiones difíciles cuando debemos hacerlo -dijo Kate-. A veces tomamos esas decisiones después de un intenso debate interior.

– La aparición de su esposo en la puerta de mi casa fue como una señal de que había llegado el momento -contestó Jill. Me miró, sonrió y dijo-: Además, es un hombre muy persuasivo. Pero aún siento que no hice lo que debía.

– Podría haberme dicho que me marchara de su casa, pero no lo hizo -dije-. Y le diré algo más, si hubiese entregado esa cinta hace cinco años, probablemente habría sido destruida. O sea que, en muchos sentidos, a través del azar o el destino, las cosas salieron bien.

Los tres nos quedamos hablando un rato en la sala de estar. A eso se le llama hacer que el testigo se sienta cómodo, ganarse su confianza y convencerlo de que está haciendo lo correcto.

Además esperaba que Kate y Jill congeniasen, y eso parecía estar ocurriendo. Me adelanté a los acontecimientos y preví que Kate sería designada como custodio de Jill Winslow, como solemos decir. Las repercusiones de este caso durarían mucho tiempo y me alegraba comprobar que las dos habían conectado.

En un momento dado, Kate le preguntó a Jill:

– ¿Escogió usted esa camisa para John?

– Sí. No podía abandonar la habitación del hotel y yo sí podía salir, de modo que le compré una camisa.

– Le sienta bien el color coral -dijo Kate-. Resalta su bronceado. John nunca usa nada atrevido ni a la moda. ¿Dónde la compró?

– En Barney's. Tienen unas cosas maravillosas para hombres.

Me sentía excluido de esa conversación, de modo que me levanté y les dije:

– Voy a hablar con el agente que está junto al ascensor. Tardaré una hora. Si queréis, podéis ver la cinta mientras estoy fuera. Está debajo del colchón.

Abandoné la suite y recorrí el pasillo, en dirección a los ascensores.

El policía de uniforme estaba sentado en una de las sillas de respaldo alto en el pequeño vestíbulo de los ascensores leyendo el Daily News. Me presenté, le mostré mi credencial del FBI y mi placa del NYPD.

Me senté en la otra silla y le pregunté:

– ¿Cuándo empezó su servicio?

El joven oficial, cuya placa decía «Alvarez», contestó:

– Hace tres horas. Por cierto ¿quién es ese tal Fanelli? Tiene más influencia que el jefe de policía.

– Es un hombre que intercambia favores. Los favores son la moneda del Departamento de Policía. No puedes coger dinero, de modo que pagas con favores, y recoges favores. Así es como funcionan las cosas, como progresas y como mantienes el culo fuera del agua caliente.

– ¿Sí?

– Deje que se lo explique.

Me quedé sentado allí, con el agente Alvarez, explicándole cómo funciona realmente este mundo.

Al principio pareció aburrido, pero empezó a mostrarse interesado cuando se dio cuenta de que estaba en presencia de un maestro. Después de media hora estaba haciendo preguntas más de prisa de lo que yo podía contestarlas. Pensé que se iba a arrodillar ante mí, pero colocó su silla delante de la mía, de modo que tuve que vigilar los ascensores.

El agente Alvarez estaba obteniendo un gran beneficio de su trabajo no remunerado, pero para ser sincero, yo estaba obteniendo mucho más.

Después de una hora de conversación, me levanté y dije:

– ¿A qué hora lo relevan?

– A medianoche.

– Muy bien, quiero que me haga un favor y esté aquí a las siete y media.

– Habrá otro tío…

– Le quiero a usted.

Le di mi tarjeta y añadí:

– Manténgase alerta y tenga cuidado. Los tíos que pueden salir de esos ascensores no son unos aficionados. Son profesionales entrenados, y para que lo entienda bien, le diré que le dispararán si tienen que hacerlo. Saque el revólver de la pistolera y póngaselo en la cintura, con el periódico sobre el regazo. Si huele problemas, coja el arma. Si tiene que hacerlo, dispare.

El agente Alvarez tenía los ojos abiertos como píalos.

Le di una palmada en el hombro, sonreí y dije:

– No le dispare a ninguno de los huéspedes.

Regresé a la suite, que estaba a oscuras porque Kate y Jill estaban mirando los últimos minutos de la cinta de vídeo.

Fui al bar, me serví un refresco y esperé.

Se encendieron las luces, pero nadie dijo nada.

– ¿Por qué no pedimos la cena al servicio de habitaciones? -sugerí.

Kate, Jill y yo estábamos sentados a la mesa del comedor disfrutando de una cena ligera. No saqué el tema de la cinta de vídeo y ellas tampoco.

Sugerí que nadie comprobase los mensajes de sus teléfonos móviles porque cualquiera que llamase no tenía nada que decir que pudiese cambiar las cosas. De la única persona que necesitaba saber algo era de Dom Fanelli y él llamaría al teléfono de la habitación.

Hablamos sobre todo de Yemen, Tanzania y Old Brookville. Afortunadamente, ninguno tenía diapositivas que mostrar.

Jill estaba muy interesada en la misión de Kate en Tanzania y su trabajo en el atentado contra la embajada. Jill también estaba interesada en mi misión en Yemen y el caso del USS Cole. En nuestro trabajo tendemos a mostrarnos exageradamente modestos, como nos han enseñado, y a estar atentos a los fallos de seguridad, pero esto habitualmente hace que la gente se muestre más interesada. Pensé en contarles la historia de los jinetes de la tribu del desierto que atacó mi Land Rover en el camino a Sana'a, pero aún no tenía un buen final para ella.

Kate parecía realmente interesada en saber acerca de la vida en la Costa Dorada de Long Island, pero Jill dijo, con la misma modestia que nos había caracterizado a Kate y a mí: «No es tan interesante ni glamourosa como podrían pensar. Me cansé de los bailes de beneficencia, las fiestas, la ropa de diseño, el club de campo y las exhibiciones de riqueza. Incluso me cansé de los jugosos cotilleos»

– A mí me encantan los cotilleos y podría acostumbrarme a la riqueza.

Según todas las apariencias externas, se trataba de una agradable conversación durante la cena, pero sobre nosotros pendía el futuro, que comenzaría a las ocho y media de la mañana siguiente.

Aproximadamente a las diez de la noche sonó el teléfono. Levanté el auricular y dije:

– Hola.

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