Raymond Chandler - El largo adios

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Obra de madurez de Raymond Chandler, EL LARGO ADIÓS (1953) discurre a través de una compleja trama que se urde en torno a Terry Lennox millonario consorte y veterano de guerra con el que Marlowe simpatiza a primera vista y su acaudalada mujer. El detective no sólo encarna aquí, una vez más, una honradez y rectitud que, por raras, lindan con la extravagancia, sino que a lo largo del libro, tanto él como el resto de personajes que se imbrican en la acción, son matizados con una sensibilidad que hace que la novela trascienda de forma indudable de las convenciones del género.

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– ¿Leyó el Journal ? -preguntó tímidamente y cortó sin esperar la respuesta.

Cuando llegó, comenzó a protestar por los escalones que tuvo que subir y dijo que le gustaría tomar una taza de café. Fui a la cocina a prepararlo y mientras tanto Ohls estuvo dando vueltas por todos lados como si se sintiera en su casa.

– Vive en un lugar muy solitario -dijo-. ¿Qué hay detrás de la colina de espaldas a la casa?

– Otra calle. ¿Por qué?

– Por preguntar, no más. Sus árboles necesitan ser podados.

Llevé el café al living y Ohls se sentó y empezó a tomarlo. Encendió uno de mis cigarrillos, dio una o dos pipadas y en seguida lo apagó.

– He llegado a un punto en que no me importa la materia prima -dijo-. Tal vez sea a causa de los anuncios de televisión. Le hacen odiar todo lo que tratan de vender. ¡Dios, deben pensar que el público es medio idiota! Cada vez que un imbécil con chaqueta blanca y un estetoscopio colgado del cuello muestra un tubo de dentífrico o un paquete de cigarrillos o una botella de cerveza o un frasco de champú o alguna cajita con alguna cosa que hace que un luchador gordo huela como las lilas de la montaña, siempre lo anoto para no comprarlo nunca. ¡Diablos, no compraría el producto aunque me gustara!… ¿Leyó el Journal ?

– Un amigo me informó bajo cuerda. Un cronista.

– ¿Así que tiene amigos? -preguntó, como si la noticia lo asombrara-. ¿No le dijo cómo consiguieron el material?

– No. Y en este Estado no tiene por qué decírselo a nadie.

– Springer está que salta de furia. Lawford, el representante del Fiscal de Distrito, que esta mañana se llevó la carta, asegura que se la entregó directamente a su jefe, pero tengo mis dudas. Lo que ha publicado el Journal parece una reproducción exacta del original.

Seguí sorbiendo el café y no dije nada.

– Se lo tiene merecido -prosiguió Ohls-. Springer debió haberla entregado él mismo. Personalmente no creo que Lawford haya dejado escapar nada. El también es un político. -Me miró fijamente.

– ¿Para qué ha venido, Bernie? Usted no me tiene simpatía. En una época fuimos amigos… en la medida en que se puede ser amigo de un policía duro e inflexible. Pero aquella amistad se ha perdido un poco.

Ohls se, inclinó hacia adelante y sonrió… con sonrisa algo cruel.

– A ningún policía le agrada que un ciudadano privado realice a espaldas suyas un trabajo policial. Si usted me hubiera informado de la relación que existía entre Wade y la mujer de Lennox, yo habría podido descubrir algo. Si me hubiera hablado de la relación que existía entre la señora Wade y Terry Lennox la habría tenido a ella en la palma de la mano… y viva. Si hubiera hablado claro desde el principio, Wade podría estar vivo todavía. Sin mencionar a Lennox. Usted se figura que ha actuado con mucha inteligencia, ¿no?

– ¿Qué quiere que le diga?

– Nada. Es demasiado tarde. Ya le dije una vez que aquel que se cree muy vivo no engaña a nadie sino a sí mismo. Se lo dije en forma clara y directa. Pero usted no me llevó el apunte. Creo que en este momento daría una muestra de inteligencia si se fuera de la ciudad. Nadie lo quiere aquí, y cuando hay un par de tipos que no le tienen simpatía a alguien, no se quedan cruzados de brazos.

– No soy tan importante, Bernie. Dejemos de pelearnos y discutir. Hasta la muerte de Wade, usted ni siquiera se interesó o intervino en el caso. Después de su muerte el asunto no le importó mucho a usted, ni al Investigador, ni al Fiscal del Distrito ni a nadie. Puede ser que me haya equivocado en algunas cosas. Pero la verdad salió a relucir. Usted hubiera podido tener en sus manos a la señora Wade ayer por la tarde… pero ¿con qué?

– Con lo que usted nos hubiera contado respecto de ella.

– ¿Yo? ¿Con el trabajo policial que hice a espaldas suyas?

Ohls se puso de pie bruscamente. Tenía la cara roja.

– Muy bien, como usted quiera. Pero ella estaría viva ahora. La hubiéramos podido detener bajo sospecha. Usted quería que muriera.

– Lo único que yo quería es que se examinara a conciencia, que se mirara a sí misma larga y profundamente. Lo que haría después era cosa suya. Yo quise rehabilitar a un hombre inocente. No me importó un comino cómo conseguí hacerlo y ahora tampoco me importa. Si me necesita para algo estaré a su disposición cuando guste.

– Ya habrá quien se encargue de usted, amigo. No tendré que molestarme. Usted cree que no es bastante importante como para que se preocupen por su persona. Claro que no lo es, si vemos en usted al inofensivo detective llamado Marlowe. Pero la cosa es diferente si usted personifica al tipo a quien le advirtieron que no se metiera en nada y que les dio públicamente, en un diario, una bofetada en la cara. Eso hiere el orgullo de la gente.

– Esto es lastimoso -dije-. Sólo de pensarlo, sangro internamente, para usar sus propias palabras.

Ohls se dirigió hacia la puerta y la abrió. Se detuvo al pie de la escalera contemplando los escalones de madera roja, los árboles que cubrían la colina situada al otro lado del camino y el suave declive al final de la calle.

– Un lugar agradable y tranquilo -dijo-. Suficientemente tranquilo.

Bajó las escaleras, subió al coche y partió. Los policías nunca dicen adiós. Siempre esperan verlo a uno de nuevo en la fila.

Capítulo XLVII

Al día siguiente, durante corto tiempo, las cosas parecieron adquirir animación. El Fiscal de Distrito, Springer, llamó temprano a una conferencia de prensa y entregó una declaración. Pertenecía a esa clase de hombres grandotes, ampulosos, de cejas negras y cabello prematuramente gris, que siempre se desempeñan en política en forma brillante.

“He leído el documento que pretende ser una confesión de la infortunada e infeliz mujer que se mató recientemente, documento que puede ser o no auténtico, pero que si lo es, resulta evidente que se trata del producto de una mente desequilibrada. Estoy dispuesto a suponer que el Journal publicó el documento de buena fe, pese a sus muchos absurdos e inconsistencias que no me molestaré en enumerar. Si Eileen Wade escribió esas palabras, y mi oficina, junto con el personal de mi respetable colega el alguacil Petersen, pronto determinarán si lo hizo o no, entonces tengo que decirles a ustedes que no las escribió con la cabeza despejada ni con mano firme. ¡Imaginen el shock, la desesperación, la terrible soledad que debe haber seguido a aquel espantoso desastre! Y ahora ella se ha reunido con él en la amargura de la muerte. ¿Se gana algo con turbar las cenizas de los muertos? ¿Algo, amigos míos, fuera de la venta de algunos ejemplares de un periódico desesperado por aumentar su circulación? Nada, amigos, nada. Dejémoslo como está. Como Ofelia en aquella gran obra maestra dramática llamada Hamlet , del inmortal William Shakespeare, Eileen Wade tomó su trago amargo con una diferencia. Mis enemigos políticos querrían sacar partido de esa diferencia, pero mis amigos y votantes no quedarán decepcionados. Ellos saben que esta oficina siempre prefirió el cumplimiento de la ley en forma sabia y madura, la justicia atemperada por la misericordia, un gobierno conservador, sólido y estable. Ignoro lo que apoya el Journal y no me importa mucho tampoco. Dejemos que el público esclarecido juzgue por sí mismo.”

El Journal publicó aquel ridículo discurso en su primera edición (era un diario matutino) y Henry Sherman, el jefe de redacción, escribió un comentario firmado como respuesta a Springer.

“El Fiscal de Distrito, señor Springer, estuvo en buena forma esta mañana. Es un hombre de rostro agradable y habla con rica voz de barítono que es un placer escuchar. No nos fastidió con ninguna clase de hechos. Cada vez que el señor Springer se moleste en requerir la autenticidad de los documentos presentados a él como pruebas, el Journal se sentirá muy feliz en hacerlo. Nosotros no creemos que el señor Springer vaya a iniciar acción alguna para reabrir casos que oficialmente han sido dados por finiquitados con su sanción o bajo su dirección, del mismo modo que no esperamos que el señor Springer se pare de cabeza sobre la torre del palacio municipal. Para usar la fraseología tan adecuadamente empleada por el señor Springer, ¿se ganará algo removiendo las cenizas de los muertos? O, tal como el Journal diría con menos elegancia, ¿algo va a ganarse descubriendo quién cometió un asesinato cuando el asesino ya está muerto? Nada, por supuesto, sino justicia y verdad.

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