Gastón Leroux - El Fantasma de la Opera

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El Fantasma de la Opera: краткое содержание, описание и аннотация

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El fantasma de la Ópera no solamente es la obra más famosa de Gaston Leroux, sino también la que ha logrado más perdurabilidad e interés, sobre todo por dos elementos muy especiales: el aspecto visual de la novela, que la predisponía a las futuras adaptaciones cinematográficas, y -la música, determinada por el ambiente de la Ópera de Paris, donde se desarrollan las correrías del fantasma. La historia, una mezcla de La Dama de las Camelias y los ambientes góticos de Nuestra Señora de Paris, relata los amores del vizconde Raoul de Chagny y la cantante Chistine Daaé, y su rapto por Erik, el Fantasma de la Ópera, quien mora en los subsuelos de ese enorme edificio, el teatro más grande del mundo, con sus más de 2.000 puertas y su lago subterráneo, construido por el famoso arquitecto Garnier. Una novela a la que la arquitectura y la música harán mantener siempre su interés, con un héroe al mismo tiempo diabólico y vulnerable, fiel heredero del romanticismo.

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Empezábamos literalmente a morir de calor, de hambre, de sed…, sobre todo de sed… Finalmente vi al señor de Chagny incorporarse sobre un codo y enseñarme un punto en el horizonte… ¡Acababa de descubrir el oasis!

Sí, allá, muy lejos, en pleno desierto, un oasis… un oasis con agua… agua limpia como el cristal… agua que reflejaba al árbol de hierro… ¡Ah! Aquello era sin duda un efecto del espejismo… lo reconocí en seguida…, el más terrible… Nadie había podido resistirlo, nadie… Me esforcé por conservar toda mi razón… y por no desear el agua… porque sabía que si deseaba el agua que reflejaba el árbol de hierro y, si tras desear el agua, tropezaba con el espejo, sólo habría una cosa que hacer: colgarme del árbol de hierro…

Por eso grité al señor de Chagny:

– Es un espejismo!… ¡Es un espejismo!… ¡No crea en el agua!… ¡Es otro truco del espejo!…

Entonces, me envió -como se dice- a paseo con mi truco del espejo, mis resortes, mis puertas giratorias y mi palacio de espejismos… Afirmó airado que yo era loco o ciego para imaginar que toda aquella agua que corría allá lejos, entre tantos árboles hermosos no era agua de verdad… ¡El desierto era verdad! ¡Y la selva también!… A él no se le engañaba fácilmente… Había viajado demasiado…, y por todos los países.

Se arrastró diciendo:

– ¡Agua! ¡Agua!

Llevaba la boca abierta como si bebiera…

También yo tenía la boca abierta como si bebiera…

No sólo la veíamos, sino que ¡la oíamos!… La oíamos correr…, gotear… ¿Comprenden ustedes la palabra gotear? ¡Es una palabra que se oye con la lengua!… La lengua se sale de la boca para escucharla mejor.

Por último, fue intolerable ya para nosotros oír la lluvia, y no llovía. ¡Aquello era una invención demoníaca!… Pensar que sabía cómo lo hacía Erik: llenaba de piedrecitas una caja muy estrecha y muy larga, cortada a intervalos por divisiones de madera y de metal. Las piedrecitas, al caer, topaban contra las divisiones y rebotaban unas en otras, produciendo ruidos entrecortados que parecían el repiqueteo de una lluvia de tormenta.

Había que ver cómo el señor de Chagny y yo estirábamos la lengua, arrastrándonos hacia la orilla…, nuestros ojos y nuestros oídos estaban llenos de agua, pero nuestra lengua tan seca como suela de zapato…

Al llegar al espejo, el señor Chagny lo lamió… yo también lamí el espejo…

¡Estaba ardiendo!

Entonces, nos dejemos rodar por el suelo, presa de una cruel desesperación. El señor de Chagny acercó a su sien la última pistola que quedaba cargada, y yo busqué a mis pies el lazo del Pendjab.

Sabía por qué había vuelto a aparecer en aquel tercer decorado el árbol de hierro…

¡El árbol de hierro me esperaba!

Pero, al mirar el lazo de Pendjab, vi algo que me hizo estremecer de forma tan violenta que el señor de Chagny se detuvo en su movimiento de suicidio. Murmuraba ya un «Adiós Christine».

Le había cogido del brazo. Después le quité la pistola…, y me arrastré de rodillas hacia lo que había visto.

Acababa de descubrir, junto al lazo de Pendjab, en la ranura del parqué, un clavo de cabeza negra cuya finalidad no ignoraba…

¡Por fin había encontrado el resorte! ¡El resorte que iba a poner en juego la puerta!… ¡Que iba a darnos la libertad!… ¡Que iba a entregarnos a Erik!

Palpé el clavo… Miré al señor de Chagny con una expresión radiante… El clavo de cabeza negra cedía a mi presión…

Y entonces…

No se abrió una puerta en la pared, sino una trampilla en el suelo.

Inmediatamente entró aire fresco desde aquel agujero negro. Nos inclinamos sobre el recuadro de sombra como sobre una fuente límpida. Con el mentón en la sombra fresca, la bebimos.

Nos inclinábamos cada vez más por encima de la trampilla. ¿Que podía haber en aquel agujero, en aquella fosa que acababa de abrir misteriosamente su puerta.

¿Quién sabe si no había agua allí?…

Agua para beber…

Alargué los brazos en las tinieblas y encontré una piedra, y otra…, una escalera… una escalera negra que bajaba a la cueva.

¡El vizconde se disponía ya a tirarse por el agujero!

Allí, aunque no encontráramos agua, podríamos escapar a los deslumbrantes efectos de aquellos horribles espejos.

Pero detuve al vizconde, pues temía una nueva treta del monstruo, y con mi linterna sorda encendida bajé el primero…

La escalera de caracol se sumergía en espesas tinieblas y giraba sobre sí misma. ¡Qué bien se estaba en la escalera y en las tinieblas!

Aquella frescura provenía menos del sistema de ventilación instalado por Erik que de la misma frescura de la tierra, que debía de estar saturada de agua al nivel en el que nos encontrábamos… ¡Además, el Lago no podía estar muy lejos…

Pronto nos encontramos al final de la escalera… nuestros ojos empezaban a hacerse a las tinieblas y a distinguir a nuestro alrededor formas…, formas redondas…, sobre las cuales dirigía el haz luminoso de mi linterna.

¡Toneles!…

¡Estábamos en la bodega de Erik!

Allí debía guardar el vino y quizás el agua potable…

Yo sabía que Erik era amante de los buenos vinos… ¡Ah, sí, allí había mucho para beber!…

El señor de Chagny acariciaba las formas redondas y repetía incansablemente:

– ¡Toneles! ¡Toneles! ¡Cuántos toneles!

De hecho, había bastantes de ellos alineados simétricamente en dos filas, entre las que nos encontrábamos…

Se trataba de pequeños toneles y me imaginé que Erik los había escogido de aquel tamaño dada su facilidad de transporte hacia la mansión del Lago.

Examinamos uno tras otro, buscando alguno con una espita que diera señales de haber sido utilizado alguna vez.

Pero todos los toneles estaban herméticamente cerrados.

Entonces, tras levantar uno para comprobar si estaba lleno, nos pusimos de rodillas y con la hoja de un cuchillito que llevaba conmigo intenté hacer saltar el tapón.

En aquel momento me pareció oír, como si viniera de muy lejos, una especie de canto monótono cuyo ritmo me era conocido, ya que lo había oído con frecuencia en las calles de París:

– ¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

Mi mano quedó inmóvil sobre el tapón… El señor de Chagny también había oído. Me dijo:

– Es curioso. Es como si el tonel cantara…

El canto volvió a empezar, más lejano…

– ¡Toneles! ¡Toneles! ¿Tiene usted toneles para vender?

– ¡Oh! -exclamó el vizconde-, le aseguro que el canto se pierde en el tonel.

Nos levantamos y miramos detrás del tonel…

– ¡Es dentro -exclamaba el señor de Chagny-. ¡Es dentro! Pero ya no oíamos nada… Y nos vimos obligados a atribuir

aquello a nuestro mal estado y a la alteración de nuestros sentidos. Volvimos al tapón del tonel. El señor de Chagny puso las dos

manos juntas encima y, en un último esfuerzo, hizo saltar el tapón. -¿Qué es esto? ¡No es agua! -exclamó inmediatamente el vizconde.

El vizconde había acercado sus dos manos llenas a mi linterna… Me incliné sobre las manos del vizconde…, e inmediatamente lancé la linterna tan lejos de nosotros que se rompió y se apagó…, y se perdió para siempre.

Lo que acababa de ver en las manos del señor de Chagny… ¡era pólvora!

XXVI ¿HABRÁ QUE GIRAR AL ESCORPIÓN? ¿HABRÁ QUE GIRAR AL SALTAMONTES?

Fin del relato del Persa

Así, al bajar al fondo de la fosa, había llegado al fin de mi temible pensamiento. ¡El miserable no me había engañado con sus vagas amenazas a muchos seres humanos! Al margen de la humanidad, se había construido una guarida de fiera subterránea, totalmente decidido a volarlo todo con él y provocando una gran catástrofe, si los que vivían a la luz del día venían a molestarle en el antro en el que había refugiado su monstruosa fealdad.

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