Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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– ¿Qué estaba haciendo aquí? ¿Por qué vino a verte? Arqueé una ceja.

– Creía que quizá tú podrías contestar a esa pregunta, Magno. ¿Acaso no lo enviaste?

– Lo envié a la ciudad a llevar unos mensajes, pero no a esta casa.

– Entonces ¿por qué has venido, si no ha sido para buscarlo? Pompeyo hizo una mueca.

– ¿Dónde está ese vino?

Los esclavos aparecieron, Androcles con copas y Mopso con una jarra de cobre. Sirvieron el vino sin dejar de echar miradas furtivas al cadáver. Acompañé a Pompeyo en la primera copa, pero la segunda se la tomó solo, tragándose el contenido sin saborearlo, como si fuera una medicina. Se secó los labios, le dio la copa a Androcles y con un gesto despidió a los esclavos, que se apresuraron a entrar en la casa.

– Por si te interesa -dijo al fin-, vengo de la casa de tu vecino Cicerón. Envié a Numerio por la mañana con un mensaje para él. Según Cicerón, Numerio tenía que verte a ti a continuación. No esperaba encontrarlo aquí, pero creía que tú sabrías adónde había ido después. ¿Qué asunto tenía que tratar contigo, Sabueso?

Negué con la cabeza.

– Fuera lo que fuese, no le dejaron decírmelo.

– Por Plutón, ¿y cómo pudieron entrar y salir de este patio? ¿Crees que alguien pudo saltar por el tejado y luego salir de la misma manera? No me parece posible. El tejado está demasiado alto para que llegue un hombre, y las columnas están demasiado metidas para subir escalándolas. ¡Ni un gorila africano podría haberlo hecho!

– Pero dos hombres juntos sí -dijo Davo-. Uno izaría a otro y luego el de arriba tiraría del de abajo.

– Davo tiene razón -dije-. También podría haberlo hecho un hombre solo con una cuerda lo bastante larga. El ceño de Pompeyo se acentuó.

– Pero ¿quién? ¿Y cómo sabían que estaría aquí?

– Estoy seguro, Magno, de que si preguntas…

– No tengo tiempo. Me voy de Roma esta noche.

– ¿Te vas?

– Partiré hacia el sur antes del alba. Es lo que haría cualquiera con un poco de sentido común o con una pizca de lealtad al Senado. ¿Es posible que no sepas las últimas noticias? ¿Es que nunca sales de tu estudio?

– Estos días, lo menos posible.

Me dirigió una mirada mezcla de cólera y envidia.

– Sabrás que hace seis días César cruzó el río Rubicón con sus tropas y tomó Arímino. Desde entonces ha conquistado Pisauro y Ancona y ha enviado a Marco Antonio a tomar Aretio. ¡Se mueve como un remolino! Ahora dicen que Antonio y César marchan juntos hacia Roma y nos están cercando. La ciudad está indefensa. La legión leal más cercana está en Capua. Si los rumores son ciertos, César estará aquí en unos días, quizá en unas horas.

– Dices que son rumores. Quizá sólo sean eso.

Pompeyo me miró con recelo.

– ¿Qué sabes tú, encerrado aquí en tu patio? Tienes un hijo con César, ¿no? El muchacho que era esclavo de Craso y que afirma que combatió con Catilina. Me han dicho que duerme en la misma tienda que César y que le ayuda a escribir esas memorias pomposas y parciales. ¿Está en contacto contigo, Gordiano?

– Mi hijo Metón es un hombre libre, Magno.

– ¡Es un hombre de César! ¿Y qué clase de hombre eres tú, Sabueso?

– Ha costado muchos años y muchos romanos conquistar las Galias. Más de un ciudadano tiene algún pariente en las legiones de César, pero eso no nos convierte en partidarios suyos. Fíjate en Cicerón… Su hermano Quinto es oficial de César y su protegido Marco Celio ha huido para unirse a él. Aun así, nadie osaría llamar a Cicerón partidario de César. -Me callé antes de señalar que el mismo Pompeyo había estado casado con la hija de César y que fue después de la muerte de Julia cuando sus diferencias se hicieron irreconciliables-. Magno, te serví con lealtad cuando me contrataste para investigar el asesinato de Clodio, ¿no es así?

– Porque te pagué y porque en aquellas circunstancias no había que elegir entre César y yo. ¡Eso no es lealtad! La lealtad surge entre los esclavos y los soldados a partir de los sinsabores, las matanzas y las batallas. Esos son los lazos que mantienen unidos a los hombres. Cicerón dijo que eras el hombre más honrado de Roma. ¡No me extraña que nadie confíe en ti!

Disgustado, Pompeyo se apartó y se arrodilló al lado de su primo. Examinó el cuerpo con mayor detalle que al principio.

– Aquí está su bolsa, con monedas dentro… El asesino no era un ladrón. Y aquí está la daga, en la vaina. Ni siquiera tuvo tiempo de sacarla. Debió de ocurrir como has dicho… El asesino se acercó en silencio y lo sorprendió por detrás. ¡No llegó a ver ni la cara del hombre que lo mató!

La verdad es que Numerio no iba armado con la daga cuando murió; Davo se la había quitado al entrar y había vuelto a ponérsela después de que registráramos el cadáver. No podía explicárselo a Pompeyo. Tenía razón al no confiar en mí.

Pompeyo rozó la cara del muerto con la punta de los dedos y apretó los dientes para alejar el dolor.

– Alguien debió de seguirlo cuando salió de casa de Cicerón -añadió-. Quizá lo seguían desde que salió de mi villa esta mañana, esperando el momento oportuno para atacarlo. Pero ¿quién? ¿Alguien del campamento de César? ¿O uno de mis hombres? Si hay un traidor en mi casa…

Lanzó una mirada furibunda a la estatua de Minerva. La diosa de la sabiduría estaba representada con atuendo de batalla, lista para la guerra, con una lanza en una mano, un escudo en la otra y casco con penacho en la cabeza. En el hombro tenía una lechuza. A sus pies se enroscaba una serpiente. Durante los disturbios clodios había caído del pedestal y se había partido en dos. Me había costado una pequeña fortuna repararla y volver a pintarla. Los colores eran tan vivos que la diosa virgen casi parecía respirar. Nos miraba directamente, pero su expresión era distante, indiferente a aquel drama.

– ¡Tú! -Pompeyo se puso en pie y levantó el puño-. ¿Cómo puedes permitir que suceda algo semejante delante de tus narices? ¡César asegura que desciende de Venus, por eso tú deberías estar de mi parte!

La impiedad de Pompeyo hizo que sus sicarios se removieran con inquietud.

– ¡Y tú! -Se volvió hacia mí-. Te encargo que busques al hombre que lo hizo. Tráeme su nombre. Yo haré que se haga justicia.

Negué con la cabeza, apartando la mirada.

– No, Magno, no puedo.

– ¿Qué quieres decir? Ya has hecho antes esta clase de trabajo.

– Muy poco desde la última vez que trabajé para ti, Magno. Ya no tengo estómago para seguir. Me prometí a mí mismo retirarme de la vida pública si conseguía llegar a los sesenta años. Hace un año de eso.

– Parece que no lo entiendes, Sabueso. No te estoy pidiendo que busques al asesino de Numerio. No te estoy contratando. ¡Te lo ordeno!

– ¿Con qué autoridad?

– ¡Con la que me confiere el consultum ultimum del Senado!

– Pero la ley…

– ¡No me recuerdes la ley a mí, Sabueso! -Pompeyo parecía a punto de sufrir un ataque-. El senatusconsultum ultimum me autoriza a hacer todo lo necesario para proteger el Estado. El asesinato de mi pariente, que trabajaba a mis órdenes, es un crimen contra el Estado. Descubrir a su asesino es necesario para proteger el Estado. ¡El senatusconsultum ultimum me autoriza a requerir tu ayuda, incluso contra tu voluntad!

– Magno, te aseguro que si tuviera las fuerzas y el ingenio de otros tiempos…

– Si necesitas que te guíen como al ciego Tiresias, llama a tu hijo. Está en Roma, ¿no?

– No puedo meter a Eco en esto -dije-. Tiene que cuidar de su propia familia.

– Como quieras. Trabaja solo entonces.

– Pero Magno…

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