Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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La casa de Mecia estaba en el barrio de las Carinas, en la parte más baja del Esquilino, y ocupaba una gran parcela que había Pertenecido a la familia de Pompeyo durante generaciones. La finca privada de Pompeyo no estaba muy lejos. La casa de Mecia no era tan grande, daba a una calle tranquila y estaba recién pintada de azul y amarillo. La corona negra que colgaba en la puerta amarilla era una nota discordante.

El esclavo llamó con el pie. Alguien de dentro nos observó por la mirilla y abrió la puerta. Mientras cruzaba el umbral, me preparé para afrontar lo que me esperaba.

Poco más allá del vestíbulo, en el atrio, el cadáver de Numerio Pompeyo yacía en las andas, al sol. Tenía los pies orientados hacia la puerta. El olor de las ramas de encina que lo rodeaban se mezclaba con el denso aroma de incienso que salía de un cazo puesto en un brasero cercano. La luz matutina envolvía su toga blanca y su carne cerúlea en un halo de pálido marfil.

Me obligué a acercarme y mirarle la cara. Alguien había hecho un buen trabajo y había conseguido quitarle la mueca. A veces los embalsamadores rompen una mandíbula o rellenan las mejillas para conseguir el efecto apropiado. Numerio parecía estar sonriendo, como si durmiera en paz. Le habían puesto la toga para que tapara las feas marcas que tenía en el cuello. A pesar de todo, éstas aparecieron en mi memoria y apreté los dientes.

– ¿Tanto cuesta mirarlo?

Levanté los ojos y vi a una matrona romana vestida de negro. Estaba despeinada y sin maquillaje, pero el resplandor marfileño del cielo la favorecía. Por un momento pensé que era la hermana de Numerio, pero me fijé mejor y me dije que tenía que ser su madre.

– Creo que parece estar en paz -dije.

Asintió con la cabeza.

– Pero la expresión de tu cara… Diría que has recordado el aspecto que tenía cuando lo encontraste. Yo no lo vi hasta… hasta que Pompeyo se aseguró de que estaba presentable. Fue muy amable por pensar en los sentimientos de una madre cuando tiene tantas cosas en la cabeza. ¿Tan horrible estaba cuando lo encontró?

Traté de idear una respuesta.

– Tu hijo… Cuanto más viejo me hago y más muertos veo, más me cuesta mirarlos.

Asintió con la cabeza.

– Y veremos muchos más en los próximos días. Pero no me has contestado. Creo que sabes lo que estoy preguntando. ¿Parecía… parecía como si hubiera sufrido mucho? ¿Como si susúltimos pensamientos reflejaran el horror de lo que le estaba pasando?

Sentí cierta picazón en la nuca. ¿Cómo podía contestar a semejante pregunta? Volví a mirar a Numerio para eludir los ojos de la madre. ¿Por qué no podía contentarse con recordarlo tal como lo veía ahora, con los ojos cerrados y una expresión serena?

– He visto las marcas del cuello -susurró-. Y sus manos… casi no pudieron abrirlas. Le imagino con eso alrededor del cuello, tratando de quitárselo. Imagino cómo tuvo que sentirse… qué pensamientos pasaron por su cabeza. Procuro no pensar en ello, pero no puedo evitarlo. -Me miró fijamente. Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, pero no había lágrimas en ellos ahora. Su voz era tranquila. Estaba muy erguida, con las manos cogidas en la cintura-. No temas, no voy a desplomarme sollozando -dijo-. No creo en los tirones de pelo, y menos ante un extraño. Ya no tengo lágrimas. Al menos ninguna que quiera que vea un extraño. -Sonrió con amargura-. Los hombres de esta casa han huido, todos menos los esclavos. Me han dejado sola para enterrar a Numerio.

– ¿Y tu marido?

– Murió hace dos años. Los hombres de esta casa son los dos hermanos menores de Numerio y su tío Mecio; mi hermano vino para hacerse cargo de la casa cuando enviudé. Ahora se han ido todos con Pompeyo y me han dejado sola con esto. Saben que puedo soportarlo. Vieron lo fuerte que era cuando murió mi marido y lo fuerte que he sido desde entonces. Nunca he flaqueado ni retrocedido. Soy famosa por eso. Soy una matrona modelo. Así que ya ves, cuando te pido que me cuentes cómo estaba mi hijo al final (y te lo pregunto a ti porque sucedió en tu casa, porque estabas allí y porque nadie más podría decírmelo), no debes evitar la respuesta por miedo de que rompa a llorar y tengas que aguantar a una mujer presa de la histeria. Debes contestar como si hablaras con un hombre.

Había ido acercándose poco a poco y ahora estaba muy cerca, con la cara alzada hacia la mía. La belleza de su hijo procedía de ella. El cabello despeinado le caía en mechones oscuros y brillantes. La túnica negra subrayaba la carne cremosa del cuello y el rojo suave de las mejillas. Sus ojos verdes me miraban con una intensidad desconcertante. Era imposible pensar en ella como si fuera un hombre.

– Estoy seguro de que el Magno te dijo todo lo que necesitabas saber. Era su obligación, como primo del muchacho y pariente tuyo…

– Pompeyo me contó lo que creyó que yo necesitaba saber. Me dijo que Numerio fue… estrangulado, que lo sorprendieron por detrás, con la guardia baja, sin posibilidad de réplica. Pompeyo dijo que eso significa que fue rápido. Rápido… y no muy doloroso.

No necesariamente, pensé. ¿De verdad quería Mecia que le confirmara sus peores temores? ¿Que le dijera que un hombre estrangulado con garrote, sin posibilidad de huir, podía haber luchado contra lo inevitable durante unos momentos (una eternidad para él, sin duda), antes de sucumbir? ¿De veras quería saber lo que Numerio podía haber pensado y sentido en aquellos últimos momentos de su vida?

– Pompeyo te dijo la verdad.

– Pero no los detalles exactos. Cuando le insistí… Ya sabes cómo es. Cuando el Magno no tiene nada más que decir, no dice nada más. Pero tú estabas allí. Encontraste a mi hijo. Viste…

– Vi a un joven tendido en el patio -la interrumpí-, ante una estatua de Minerva.

– Y el instrumento utilizado para matarlo…

Negué con la cabeza.

– No sigas con esto.

– Dímelo, por favor.

Suspiré.

– Un garrote. Un sencillo instrumento que sólo sirve para matar.

– Pompeyo dice que te lo dejó por si lo necesitabas. Soy incapaz de imaginar el aspecto que tiene un utensilio así.

– Es un palo largo como mi antebrazo, pero más delgado, con un agujero en cada extremo; una cuerda algo más larga se pasa por los agujeros y se sujeta haciéndole un nudo en cada punta.

– ¿Cómo funciona?

– Por favor…

– ¡Dímelo!

– Pasas la cuerda por la cabeza de la víctima y giras el palo, como para hacer un torniquete.

– Pompeyo dijo que aún la tenía alrededor del cuello.

– Hay varias formas de enganchar la cuerda en el palo

para que quede apretada sin que la víctima pueda quitársela. Se tocó el cuello.

– Vi las marcas. Ahora lo entiendo. -Sus ojos relampaguearon-. Cuando lo encontraste con ese instrumento en el cuello, ¿qué aspecto tenía?

Bajé la vista.

– El mismo que ahora.

– No eres capaz de mirarme a la cara cuando lo dices. ¿Puedes mirarlo a él?

Traté de mirar a Numerio, pero no pude.

– Debía de tener un aspecto horrible para causar tal efecto en un hombre de tu experiencia.

– Costaba mucho mirarlo, sí.

Cerró los ojos. Las lágrimas brillaron en sus pestañas. Parpadeó hasta que se desvanecieron.

– Gracias. Tenía que saber cómo murió. Ahora puedo preguntarme por qué y quién fue. Pompeyo dice que te ganas la vida investigando esas cosas.

– Antes sí.

– Pompeyo dice que vas a ayudarnos ahora.

– No me dio elección. -Arqueó las cejas. Al fin y al cabo, la mujer había pedido respuestas francas-. ¿No te explicó el Magno que me obligó a aceptar el trabajo?

– No. Nunca le pregunto por sus métodos. Pero ¿nos ayudarás?

Pensé en Davo y en Diana, y en Cicátrix esperando en mi casa.

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