Steven Saylor - Cruzar el Rubicón

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«Alea jacta est». César ha cruzado el Rubicón, el pequeño río que separa la provincia gala de la península itálica, y se dirige con sus ejércitos hacia Roma, donde su rival, Pompeyo, está a punto de abandonar la ciudad y dejar a los romanos sin protección ni gobierno. En medio de la creciente confusión, uno de los primos favoritos de Pompeyo aparece muerto en el jardín de Gordiano el Sabueso, el más célebre investigador de Roma, quién no tendrá otra opción de hacerse cargo de unos de los casos más difíciles y comprometidos de su carrera.
Gran conocedor de la naturaleza humana y peculiar páter familias -sus hijos adoptados y esclavos manumisos retratan a un hombre indiferente a los valores tradicionales-, no hay rincón de la ciudad eterna que se resista a la mirada indagadora de Gordiano. Sin embargo, a sus sesenta y un años, en un clima de guerra civil enrarecido por la volatilidad de las alianzas políticas, Gordiano deberá hacer acopio de todas sus fuerzas y demostrar que no ha perdido ni un ápice de su renombrada inteligencia.
Esta es la séptima entrega de la exitosa serie Roma sub rosa, novelas que describen con enorme realismo los últimos años de la república romana a través de las peripecias de Gordiano el Sabueso.

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Finalmente volví a mi dormitorio. Por respeto al muerto, y a la madre del muerto, tenía que ponerme la mejor toga. Llevarla también serviría para indicar a quien me viese que Gordiano se dedicaba a sus asuntos con tanta calma como cualquier otro día. Abrí el baúl y aspiré el olor de las astillas de ciprés esparcidas dentro para impedir que entraran las polillas; no hay nada tan triste como una toga apolillada. La prenda estaba como cuando había vuelto del batán, blanca cual un cordero, bien doblada y atada con cintas.

Llamé a Mopso y a Androcles para que me ayudaran a vestirme. Normalmente es Bethesda la que me ayuda a ponerme la toga; había adquirido tanta habilidad que el proceso no le costaba ningún esfuerzo. Mopso y Androcles me habían ayudado alguna que otra vez, pero aún tenían una idea vaga de lo que había que hacer. Siguiendo mis instrucciones, me pusieron el rectángulo de lana sobre los hombros, me embutieron el pecho y trataron de ordenar la caída de los pliegues. Era como si en la habitación estuviéramos cuatro personas: yo, dos esclavos y una toga rebelde que se empeñaba en fastidiarnos. En cuanto un pliegue estaba bien puesto, se descolocaba otro. Los chicos empezaron a aturullarse y a criticarse. Alcé los ojos al cielo, me armé de paciencia y procuré no gritar.

Por fin estuve listo. Cuando me disponía a salir me encontré con Bethesda, que salía a su vez del cuarto de Diana. Me midió con una fría mirada en vertical, como si yo no tuviera derecho a llevar una toga tan elegante cuando la vida de mi hija estaba destrozada. El suelto cabello le colgaba en mechones y no parecía haber dormido más que yo; aun así, estaba muy hermosa. El tiempo no había menguado el brillo de sus ojos negros. Quizá me leyera el pensamiento. Se detuvo para darme un suave beso y me susurró:

– Ten cuidado, marido.

En el vestíbulo estaba Cicátrix. El musculoso monstruo me esperaba apoyado en la puerta, con los brazos cruzados y rascándose la fea cicatriz que le cruzaba la cara. Me miró con impertinencia y se apartó para dejarme pasar.

Me aclaré la garganta.

– No dejes entrar a nadie mientras estoy fuera -le dije-. Y no aceptes órdenes más que de mi esposa y de mi hija. ¿Lo has entendido?

Asintió con lentitud.

– He entendido que tengo que vigilar esta casa en nombre de mi amo, el Magno. -Me sonrió de un modo inquietante.

Cuando salí a encontrarme con el mensajero, murmuré una plegaria a Minerva para que cuidara de mi familia.

– ¿Adónde vamos? -pregunté al esclavo.

– Allá. -El grandullón señaló el otro lado del Foro, hacia el monte Esquilmo.

Me pareció un poco tonto. Los poderosos suelen preferir a los esclavos analfabetos a la hora de llevar mensajes, y sólo se puede estar seguro de que no los leerán si el esclavo es demasiado torpe para aprender a leer.

La calle estaba tan atestada a primera hora de la mañana como lo había estado la noche anterior. Cruzamos al otro lado, sorteamos literas y carros y llegamos a la Rampa, por la que accederíamos al Foro. El camino estaba tan lleno que la gente andaba hombro con hombro y era imposible que pasara ningún vehículo. El descenso fue lento y tedioso. Estábamos hacinados contra la ladera del Palatino, con la vista del Foro bloqueada por la multitud. La gente empujaba, pisaba, gemía de dolor y barbotaba insultos. Hubo un momento en que se inició una pelea a puñetazos a nuestro lado.

Mientras descendíamos, el Foro quedó definitivamente oculto por el muro trasero de la Casa de las Vestales. Por fin llegamos al final de la pendiente, apretados como ovejas en el redil. Allí la Rampa se estrechaba al girar a la derecha bruscamente, para meterse en el hueco que había entre la Casa de las Vestales y el templo de Cástor y Pólux. El gentío se volvió peligroso. A mis espaldas oí un grito de mujer.

El pánico se extendió por la multitud como una ola de calor asfixiante y empezó la estampida.

Apreté el brazo del mensajero. Este miró hacia atrás, me sonrió como un lelo, me agarró del brazo y tiró de mí, llevándome casi a rastras. Un mar de caras bullía alrededor. Unas hacían muecas de dolor, otras gritaban; algunas tenían la mirada perdida, de miedo, mientras otras parecían mirar al vacío, con aturdimiento. Me golpearon y empujaron por todas partes, con codos y brazos que sacudían en serio. Me sentía tan indefenso como un guijarro en una riada.

Y de repente el estrecho camino salió al espacio abierto del Foro. El mensajero me hizo doblar una esquina. Tropezamos con los escalones del templo de Cástor y Pólux. Me senté, tratando de recuperar el aliento.

– ¡Podrían habernos matado a pisotones! -dijo el grandullón. Por lo visto, compartía con Davo la manía de comentar lo más evidente. La gente salía del estrecho pasaje con aspecto desconcertado, muchos llorando. Finalmente el torrente disminuyó y los rezagados ya no parecían saber nada del pánico que los había precedido.

Tan pronto recuperé el aliento nos pusimos en marcha. El Foro tenía un aire de irrealidad después de la pesadilla de la Rampa. Era como si recorriéramos una sucesión de escenarios teatrales construidos por un lunático furioso. La gente entraba y salía de los templos, portando velas votivas y gritando plegarias a los dioses. Había grupos familiares cuyos miembros se despedían cogiéndose las manos y llorando, arrodillándose juntos para besar el suelo del Foro, mientras los golfillos callejeros, subidos a las paredes, les arrojaban piedras y groserías. La turbamulta enfurecida que se agolpaba ante los bancos tiraba piedras contra puertas herméticamente cerradas. Muchas mujeres vagaban con desesperación entre los puestos del mercado, donde los acaparadores y los aprovechados no habían dejado absolutamente nada. Lo más extraño era que nadie prestaba atención a nadie. Todo el mundo parecía inmerso en la representación de su propia tragedia, una tragedia para la que el pánico de los demás no era más que un decorado.

No todos abandonaban Roma. Del campo llegaban hordas de personas en busca de refugio. César, según un rumor, se hallaba en las afueras, a menos de una hora de camino, encabezando un ejército de galos salvajes a los que había prometido la plena ciudadanía. Por cada romano muerto, un galo enrolado, hasta que toda la población masculina de la ciudad fuera reemplazada por bárbaros leales a César.

En medio de tan caótica agitación me llamó la atención un grupo de magistrados, vestidos con la toga senatorial de borde púrpura. Eran las únicas togas, descontando la mía, que había visto aquel día en el Foro. La comitiva atravesó el Foro a un paso inusualmente rápido, precedida por doce lictores en columna, con las fasces al hombro. Una docena de lictores es una comisión consular. Entre los senadores reconocí a dos cónsules nombrados recientemente, Léntulo y Marcelo. Se mostraban inexpresivos pero con la mirada atenta, como preparados para escabullirse al menor ruido sospechoso.

– ¿A qué vendrá esto? -me pregunté en voz alta.

– Salen del templo de los Lares -dijo el mensajero de Mecia-. Los vi entrar cuando iba hacia tu casa. Celebraban una ceremonia especial. ¿Cómo se llama…? Un «rito de protección», para pedir a los dioses domésticos que cuiden de la ciudad mientras los cónsules están fuera.

– Sólo uno de los dos cónsules puede salir de Roma -le expliqué, recordando que era tonto-. Uno puede salir a encabezar un ejército, pero el otro se queda para gobernar la ciudad.

– Quizá sea así, pero esta vez se van los dos.

Eché un último vistazo a Léntulo y a Marcelo y supe que el muchacho tenía razón. Eran cónsules desde hacía menos de un mes, pero bien podía ser su último paseo oficial por el Foro. De ahí las mandíbulas apretadas, de ahí la mirada atenta y el paso acelerado del cortejo. Los cónsules se marchaban de Roma. El Estado abandonaba al pueblo. Al cabo de unas horas, las que tardaran Léntulo y Marcelo en volver a sus casas y unirse a la desenfrenada multitud que abandonaba Roma, no quedaría ningún gobierno en la ciudad.

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