Maan Meyers - El policía honrado

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Aparece un cadáver en el principal depósito de agua potable de Nueva York. Corre el año 1808, y John Tonneman, ya sexagenario, empieza a plantearse la jubilación. Sin embargo el hallazgo de dicho cadáver y, posteriormente, de un cráneo enterrado treinta años atrás, junto con la súbita desaparición de su hijo mayor, arrastran a John a una nueva investigación.

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– He revisado los libros.

Sonriendo, Peter miró a su padre por encima del canto del vaso.

– ¿Qué ocurre, padre? ¿Ya no confías en Tedioso?

– Han sido magistralmente falsificados.

La arrogante sonrisa de Tonneman hijo se hizo aún más amplia.

– Te lo advertí. Siempre he dicho que yo era la persona adecuada para ese trabajo.

John Tonneman metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó un folio doblado. Lo desdobló despacio y se lo tendió a su hijo con brusquedad.

– Por desgracia, también ha dejado una nota para explicar que eres tú quien se ha dedicado a robar dinero y falsificar las cuentas.

La sonrisa de Peter se desvaneció.

– Oh, no, papá. Maldita sea.

– Esa boca…

Los dos Tonneman miraron a Mariana. Ninguno sabía cómo explicarle la gravedad del asunto. Peter estaba a punto de llorar.

– ¿Qué voy a hacer, papá? ¿Qué voy a hacer?

Mariana corrió hacia su hijo y, estrechándolo entre sus brazos, dijo lo único que se le ocurrió:

– Dignidad, Peter. Siempre dignidad.

SIDRA SELECTA PARA EMBOTELLAR SE VENDE A BORDO DEL BALANDRO EXPERIMENT - фото 25

SIDRA SELECTA PARA EMBOTELLAR

SE VENDE A BORDO DEL BALANDRO EXPERIMENT, ATRACADO EN ORILLA ESTE DE BURLING SLIP. EXCELENTE SIDRA EN BARRIL, PREPARADA PARA SER EMBOTELLADA. PREGUNTAD A BORDO POR CAP. JONATHON GRISWOLD.

New-York Herald

Enero de 1808

11 Sábado 30 de enero Por la mañana John Tonneman fulminó a su hijo con la - фото 26

11

Sábado, 30 de enero. Por la mañana

John Tonneman fulminó a su hijo con la mirada.

– ¿Dónde demonios has estado? Peter negó con la cabeza. Todo danzaba alrededor, y los pensamientos se le arremolinaban. ¿Dónde?

Exactamente una semana atrás, en medio de una repentina tormenta de nieve, mientras cabalgaba por el camino prácticamente inexistente del sur hacia Princeton, Peter Tonneman creyó oír el ulular de una lechuza por encima del susurro del viento.

– ¿Con este temporal? -había murmurado, borracho, por debajo de la bufanda- ¡Buenos días, lechuza de las nieves! No te veo. ¿Me ves tú? ¿Cómo voy a verte? Con tu plumaje blanco moteado de marrón te confundes con el follaje. Hoo, hoo, hoo.

Al instante el ululato del embriagado joven se convirtió en un temible grito. Su caballo resbaló y se tambaleó.

– ¿Qué diablos…?

Sólo el hecho de avanzar despacio salvó a Peter de precipitarse por el barranco que había a los pies de la yegua, además de la fuerza bruta del animal, que relinchó frenético y clavó los cascos en la nieve, que le cubría hasta los estribos. Peter se inclinó para acariciar el cuello de su montura y buscó la cantimplora en las alforjas.

La nieve se arremolinaba en torno a él, y los helados y afilados fragmentos le cortaban el rostro. Sujetándose con fuerza el sombrero de castor, bebió un largo trago de la pequeña cantimplora de cuero; demasiado largo para la pequeña cantimplora, porque la vació. Últimamente le ocurría con mucha frecuencia.

Una señal. Su madre le había enseñado que el mundo era un lugar místico. Escapar de la muerte de ese modo era sin duda un augurio. Había convertido su vida en un fracaso, pero la providencia lo había salvado. ¿Con qué objeto?

Después de la disputa con Tedioso y las amenazas que equivalían a su perdición, Peter había comprendido que no tenía nada que hacer en Nueva York. Su tío Ben, de Princeton, tal vez podría ayudarlo ofreciéndole un puesto en su periódico. La única certeza que tenía era que había vuelto a deshonrar a su familia.

De nuevo oyó el grito; esta vez supo que no era de lechuza u otra ave. Peter guardó la cantimplora en la alforja. Ophelia relinchó, exhalando vaho que se confundió con la nieve. Echó hacia atrás las orejas y golpeó el suelo con los cascos hasta abrirse un espacio delante de ella.

En alguna parte más abajo sonó otro grito. No provenía de una lechuza. El joven Tonneman se cubrió los ojos con la mano derecha y se asomó al barranco.

Volvió a oír el chillido y creyó ver movimiento unos diez metros más abajo. ¿Se movía algo contra el fondo blanco?

– ¿Hay alguien ahí abajo? -exclamó, haciendo bocina con las manos.

El viento rugió, y sus palabras se perdieron. Tal vez se había equivocado.

– ¡Socorro! -replicó una débil voz.

De nuevo percibió movimiento en el mismo lugar. Distinguió una pequeña figura negra, muy difuminada tras la nieve que se arremolinaba. Una mujer, pensó. Trataba de encontrar algo donde aferrarse en la resbaladiza pendiente del barranco. Frenética, tendía las manos en busca de un punto de apoyo. Finalmente alcanzó una rama y se asió de ella.

Peter desmontó y tropezó con una roca oculta bajo la nieve. Profiriendo una maldición, ató las riendas de Ophelia a un escuálido abeto cercano. Sentía unos deseos irresistibles de beber, pero no era el momento. Además, la cantimplora estaba vacía. Recorrió con firmes pisadas el resbaladizo sendero hacia la oscura silueta. La mujer lo observó descender con el rostro tan blanco como la nieve.

– Deme la mano -indicó al acercarse a ella.

La mujer tenía el rostro pequeño y pálido, y los labios morados. Con la cabeza descubierta, los congelados mechones de su cabello oscuro le azotaban la cara. Peter se aferró a una rama.

– La mano -repitió, tendiéndole la suya.

Sus manos se rozaron brevemente. A continuación volvieron a tocarse, y esta vez él no la soltó, sujetándola con tal fuerza que la mujer gritó de dolor. La pequeña mano enguantada parecía esculpida en hielo. Peter tiró hacia sí.

– El coche -jadeó ella-. La nieve… resbaló… cayó… rodando… -Temblaba toda ella- Los niños.

Santo cielo, pensó Peter. La diligencia procedente de Filadelfia.

– No hable. No malgaste sus energías -aconsejó, percatándose de que era apenas una niña.

Cogidos de la mano ascendieron con dificultad por la empinada cuesta, resbalando y deteniéndose para recuperar el aliento. La furia de la tormenta convirtió el aire en un velo de nieve. De repente apareció ante ellos la noble cabeza de Ophelia , manchas blancas sobre fondo negro. Peter Tonneman la asió de las crines y las riendas y, arrastrando consigo a la joven, subió el último tramo del barranco.

Ophelia relinchó y azotó la nieve con la cola. Sólo entonces Peter examinó bien a la mujer. Menuda y pálida como un fantasma, tenía los ojos azules y el cabello oscuro. La ropa de luto que llevaba estaba rígida. Tiritando, se acurrucó contra el hombre, quien la estrechó entre sus brazos, sintiéndose por una vez fuerte y orgulloso, enternecido por el lamentable estado de la joven. ¿Para eso lo había salvado la Providencia?

– Mi hijo…

La mujer se desmayó en los brazos de Peter. Éste quedó perplejo. ¿Se había perdido el niño en la nieve? Paseó la mirada por el lugar. Era una locura demorarse allí. No lograría encontrar nada en toda aquella extensión blanca.

A pesar de haber prestado poca atención a las enseñanzas de su padre, Peter sabía que la joven había sufrido una conmoción. Además de la terrible palidez, tenía el rostro húmedo, y el olor agridulce que desprendía hendía el aire frío. Sudaba copiosamente, y los latidos de su corazón eran débiles.

Peter la envolvió en su capa azul y la levantó en brazos. Ophelia no se alteró cuando montó con su carga.

Pese a que cada minuto era crucial, se obligó a rodear el barranco con la esperanza de encontrar otra señal de vida; tal vez del niño desaparecido. Pero no había ninguna. Impaciente por guarecerse de la tormenta, Ophelia tiraba de las riendas. Finalmente, helado y cegado por la nieve, Tonneman cedió ante el sentido común de la yegua y regresó de mala gana por donde había venido, en dirección a Hoboken. Limpió la nieve y el sudor helado del rostro de la joven, se quitó el sombrero de castor y se lo puso. La posada de Rawls era la más cercana. La llevaría allí.

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