El capitán tendió una mano callosa, fuerte y bronceada al joven monje con el fin de sujetarlo cuando estuvo a punto de perder el equilibrio, y fray Eadulf lo obsequió con una tímida sonrisa en señal de agradecimiento antes de marcharse. Según se alejaba, Stuf observó divertido sus torpes andares. Una semana más, pensó, y el joven religioso se convertiría con toda probabilidad en un marinero bastante digno. El trabajo duro no tardaría en poner sus músculos de nuevo en forma, pues no le cabía duda alguna de que se habían vuelto flácidos a fuerza de pasar un año tras otro entregado a la oración en claustros oscuros, sin ningún contacto con el sol. Aquel monje tenía planta de guerrero, y esta idea hizo que Stuf sacudiese la cabeza en un gesto reprobatorio: el cristianismo estaba convirtiendo a los guerreros sajones en mujercitas.
El viejo capitán había transportado cargamentos de todo tipo a lo largo de aquella costa, pero era la primera vez que navegaba con una partida de cristianos. Se trataba de unos pasajeros curiosos, por el aliento de Woden. Stuf no ocultaba que prefería adorar a las deidades antiguas, que eran los dioses de sus mayores. De hecho, su propio país de Sajonia estaba empezando a permitir con desgana que los que hablaban del Dios sin nombre cuyo Hijo recibía el de Cristo entrasen en su reino para predicar. Stuf hubiese preferido que el rey de Sajonia siguiese prohibiéndoles enseñar en su territorio. No soportaba a los cristianos ni sus enseñanzas. Cuando le llegase la hora, prefería presentarse en la Sala de los Héroes empuñando su espada, gritando el nombre sagrado de Woden, como habían hecho antes que él sus ancestros, a gimotear el nombre de un dios extranjero en la lengua estrafalaria de los romanos antes de expirar de manera pacífica en el lecho. No era digno de un guerrero sajón pasar a la otra vida de esa manera. De hecho, a un sajón le estaba vedada cualquier vida ultraterrenal si no acudía a la Sala de los Héroes espada en mano.
Por lo que Stuf tenía entendido, el tal Cristo era concebido como un Dios de la paz, de los esclavos y los ancianos. Sin duda era preferible un dios varonil o uno belicoso, como lo eran Tiw o Woden, Thunor, Freyr o Seaxnat, que castigaban a sus enemigos, favorecían a los guerreros y asesinaban a los débiles. Sin embargo, él era ante todo un hombre de negocios, dueño de una embarcación, y el oro de los cristianos era tan bueno como el de cualquiera; así que no era asunto de su incumbencia que su cargamento estuviese constituido por un grupo de religiosos de Cristo.
Se dio la vuelta, de espaldas al viento, y escupió por encima de la borda, al tiempo que levantaba sus ojos sin color, aunque no carentes de brillo, a la enorme vela que se extendía sobre él. Había llegado el momento de arriarla y poner a los treinta y ocho esclavos que manejaban los remos a empujar hacia la costa. Recorrió los veinticinco metros de la nave en dirección a la popa, gritando órdenes a diestro y siniestro.
El hermano Eadulf se abrió paso también hacia la popa para encontrarse con sus compañeros, media docena de hombres que se hallaban tumbados en jergones de paja. Se dirigió a uno de ellos, un hombre de aspecto jovial y cabello gris.
– Hemos divisado Witebia, hermano Wighard -anunció-. Según el capitán, desembarcaremos en una hora. ¿Debo comunicarlo a su ilustrísima?
El hombre regordete sacudió la cabeza.
– Su ilustrísima aún no se encuentra bien -respondió afligido.
Fray Eadulf le dirigió una mirada de preocupación.
– En ese caso, deberíamos llevarlo a proa. Allí el aire le devolverá la salud.
El hermano Wighard volvió a sacudir la cabeza de manera enérgica.
– Sé que habéis estudiado las artes de la medicina, Eadulf; pero curas como ésa pueden llegar a ser mortales, hermano. No interrumpáis por el momento el descanso de su ilustrísima.
Eadulf dudó unos instantes, sopesando de un lado sus conocimientos y creencias y de otro el hecho de que Wighard no era alguien a quien pudiera ignorarse. Era el secretario de Deusdedit, arzobispo de Canterbury, y en ese caso el mismo Deusdedit constituía el objeto de su conversación.
El arzobispo era un hombre anciano. Había sido ordenado por Eugenio I, obispo de Roma y padre de la Iglesia universal, que le había encomendado la tarea de dirigir la misión de Roma en el reino anglosajón de Britania. Nadie podía conversar con él sin el previo consentimiento de Wighard. Los rasgos de querubín de su secretario escondían una mente fría y calculadora, y una ambición tan aguda como la espada más afilada, por lo que Eadulf había podido descubrir durante los pocos días que había vivido en contacto con el monje de Kent. Wighard mostraba un celo extremado con respecto a su posición como secretario y confidente del arzobispo.
Deusdedit tenía el honor de ser el primer sajón en ocupar el cargo que Agustín había inaugurado en Canterbury, cuando llegó de Roma con el propósito de convertir a los paganos sajones al culto de Cristo hacía escasamente setenta años. El puesto de jefe de los misioneros de Roma en tierras de los anglosajones estaba reservado para religiosos romanos. Sin embargo, Deusdedit, nacido en Sajonia occidental, donde recibió el nombre de Frithuwine, había demostrado con creces su erudición, paciencia y entusiasmo hacia la doctrina de Roma. Había sido bautizado en la nueva fe con el nombre de aquel que ha sido entregado ( deditus) a Dios ( Deus). El santo padre no mostró ningún inconveniente en nombrarlo su portavoz en los reinos anglosajones, así que Deusdedit llevaba ya nueve años guiando los pasos de los cristianos que confiaban en la autoridad espiritual de Roma.
No obstante, la salud de Deusdedit no había sido precisamente buena desde el inicio del viaje, y el arzobispo se había visto obligado a pasar la mayor parte del tiempo aislado de los demás, atendido sólo por su secretario Wighard.
Eadulf vaciló ante Wighard: se preguntaba si no debería ser más enérgico a la hora de ofrecer sus conocimientos de medicina; pero acabó por encogerse de hombros:
– ¿Haréis saber al menos a su ilustrísima que no tardaremos en desembarcar? -preguntó.
Wighard lo tranquilizó con un gesto.
– Se lo diré. Avisadme, Eadulf, si divisáis algún indicio de que en la playa se ha preparado una recepción.
El hermano Eadulf inclinó la cabeza. La vela ya estaba arriada y asegurada, y los quejumbrosos remeros halaban los largos remos de madera para impulsar la suave embarcación. Eadulf permaneció algunos instantes inmerso en la actividad que se estaba desarrollando a bordo mientras la nave parecía planear sobre las aguas en dirección a la costa. Se sorprendió pensando que ése era precisamente el tipo de barco en que sus ancestros debían de haber cruzado, tiempo atrás, el vasto mar con el fin de asaltar y conquistar la fértil isla de Britania.
Los supervisores recorrían las filas de esclavos mientras éstos gruñían y se afanaban con los remos, y los animaban a golpe de látigo o profiriendo gritos cargados de imprecaciones. De vez en cuando se oía un agudo grito de dolor cuando la lengua de un látigo entraba en contacto con la piel sin protección de algún esclavo. Eadulf observaba a los marineros corriendo de un lado a otro, a causa de sus incontables ocupaciones, con una envidia mal contenida. Se conmovió al caer en la cuenta de lo que estaba pensando.
No tenía derecho a envidiar a nadie, ya que fue él quien dio la espalda al cargo hereditario de gerefa, o magistrado, de las tierras del jefe de Seaxmund's Ham cuando alcanzó la edad de veintiún años. En aquel momento abjuró de los dioses del South Folk, en el reino de Anglia Oriental, para seguir al nuevo Dios cuyo credo les había llegado de Irlanda. Lo convenció, siendo joven y entusiasta, un irlandés que, aunque hablaba un sajón terrible, consiguió hacerse entender lo suficiente para lograr su propósito. Su nombre era Fursa, y no sólo le enseñó a leer y escribir en su sajón nativo, lengua que Eadulf no había visto por escrito con anterioridad, sino que también lo inició en el conocimiento de las lenguas latina e irlandesa, y lo convirtió a la doctrina de Cristo, el Hijo de aquel Dios sin nombre.
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