Peter Tremayne - Absolución Por Asesinato

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Durante el sínodo de Whitby, en el año 664 d.C, la Iglesia romana y la Iglesia celta se encuentran más enfrentadas que nunca. De hecho, estamos ante lo que puede llegar a ser una guerra de religiones en la Europa de las edades oscuras.
En ese ambiente, entre sacerdotes, doctores y reyes, empiezan a aparecer cadáveres brutalmente asesinados.
Entre sospechas y recelos, se encomienda la investigación a una monja de obediencia celta especialista en derecho, sor Fidelma, pero se le asigna como colaborador a un sajón perteneciente a la Iglesia romana, Eadulf, de quien se desconocen las intenciones. Mientras, a las puertas de la abadía la peste hace estragos y se prepara una conspiración contra el rey de Northumbria.

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– Aún os quedan muchas cosas que aprender de este lugar salvaje, hermana Fidelma -empezó a decir.

Sin embargo, la condescendencia que impregnaba su voz desapareció cuando sus ojos toparon con la vehemente mirada de Fidelma:

– Ponedme al corriente, pues.

– Bien -repuso Gwid con aire algo más contrito-. Northumbria fue colonizada, tiempo atrás, por los anglos. Éstos no son diferentes de los sajones que habitan el sur de esta tierra; es decir, que su lengua era la misma y adoraban a las mismas deidades extravagantes hasta que nuestros misioneros comenzaron a predicar la palabra del Dios verdadero. En este lugar se establecieron dos reinos: Bernicia, al norte, y Deira, al sur. Hace sesenta años, los dos reinos se unieron en uno, del que hoy es rey Oswio. Sin embargo, éste permite a su hijo, Alhfrith, que ejerza como reyezuelo de Deira, la provincia meridional. ¿No es así, hermano Taran?

El hermano Taran asintió con un gesto agrio.

– Es una maldición sobre Oswio y su casa -musitó-. El hermano de Oswio, Oswaldo, siendo rey, hizo que los northumbrios invadiesen nuestro país cuando yo no era más que un recién nacido. Asesinaron a mi padre, que era jefe de la tribu Gododdin, y mientras agonizaba mataron a mi madre ante sus ojos. ¡Los odio a todos!

Fidelma levantó una ceja.

– Sin embargo, sois un hermano de Cristo consagrado a la paz, y no debéis abrigar odio alguno en vuestro corazón.

Taran suspiró:

– Tenéis razón, hermana. A veces, nuestro credo se hace riguroso en exceso.

– De cualquier manera -siguió diciendo-, pensaba que Oswio había sido educado en Iona y que respaldaba la liturgia de la Iglesia de Colmcille. ¿Qué razón puede tener su hijo para seguir el rito de Roma y declararse, por tanto, enemigo de nuestra causa?

– Los northumbrios conocen al bendito Colmcille con el nombre de Columba -intervino, pedante, la hermana Gwid-. Así les resulta más fácil pronunciarlo.

Fue, no obstante, Taran quien contestó la pregunta de Fidelma:

– Creo que Alhfrith está enemistado con su padre, que ha vuelto a contraer matrimonio. Teme que lo desherede en favor de Ecgfrith, el hijo de su actual esposa.

Fidelma exhaló un profundo suspiro.

– No logro comprender esa ley de sucesión sajona. Según tengo entendido, aceptan como heredero al primogénito, en lugar de dejar que se designe por libre elección al miembro de la familia que más lo merezca, como hacemos nosotros.

De pronto, la hermana Gwid dejó escapar un grito y señaló al lejano horizonte.

– ¡El mar! ¡Puedo ver el mar! Y ese edificio oscuro que se recorta en el horizonte… debe de ser el monasterio de Streoneshalh.

La hermana detuvo a su caballo y entornó los ojos para ver en la distancia.

– ¿Qué opináis, hermano Taran? Vos conocéis esta parte del país. ¿Nos acercamos al final de nuestro viaje?

El rostro de Taran hizo patente su alivio:

– La hermana Gwid está en lo cierto. Ése es nuestro destino: Streoneshalh, el monasterio de la piadosa Hilda, prima del rey Oswio.

Capítulo II

Una voz ronca y estridente, a todas luces impregnada de angustia, hizo que la abadesa levantase la vista del escritorio en el que había estado examinando una página de vitela iluminada, y frunciese el ceño contrariada por haber sido distraída de su tarea.

Se hallaba sentada en una oscura habitación de piedra, iluminada por varias velas de sebo colocadas en candelabros de bronce que rodeaban los altos muros. Era de día, pero la única ventana, aunque alta, no dejaba entrar demasiada luz. Por lo demás, la estancia era fría y austera a pesar de los tapices de gran colorido que cubrían lo lúgubre de la construcción. Ni siquiera el fuego cuyos rescoldos languidecían en el vasto hogar situado al fondo de la habitación daba mucho calor.

La abadesa permaneció sentada en silencio durante unos instantes. Su amplia frente y sus rasgos angulosos se vieron surcados por profundas arrugas al tiempo que sus cejas se juntaban. Sus ojos, tan negros que se hacía casi imposible distinguir las pupilas, emitieron un fulgor airado mientras ladeaba ligeramente la cabeza para escuchar el grito. Entonces, abriendo el manto de lana ricamente tejido que cubría sus hombros, posó su mano durante un instante sobre el crucifijo finamente labrado en oro que, sostenido por una sarta de diminutas cuentas de marfil, llevaba al cuello. Sus ropajes y ornamentos hacían evidente que se trataba de una mujer pudiente y de posición por derecho propio.

El grito proveniente del otro lado de la puerta de madera no cesaba, así que, reprimiendo un suspiro de disgusto, acabó por levantarse. Aunque su estatura no era mayor que la de cualquiera, había algo en su porte que le confería un aire autoritario, que en ese momento acentuaban sus rasgos marcados por la indignación.

Entonces llamaron precipitadamente a la puerta de roble, que se abrió casi al mismo tiempo, antes de que la abadesa pudiera responder. En el umbral apareció, nerviosa, una mujer vestida con el sencillo hábito marrón propio de una hermana de la orden. Tras ella, un hombre con prendas de mendigo luchaba por liberarse de dos hermanos musculosos. La actitud de la hermana y su rostro encendido delataban su nerviosismo; parecía tener problemas para expresar las palabras que su cabeza buscaba con ahínco.

– ¿Qué significa esto?

La voz de la abadesa era suave, y sin embargo, sus palabras estaban marcadas por un tono duro como el acero.

– Madre abadesa -comenzó a decir con aprensión la hermana. Sin embargo, antes de que pudiese acabar la frase, el pordiosero se puso de nuevo a gritar incoherencias.

– ¡Contestad! -ordenó impaciente la abadesa-. ¿A qué viene este indignante alboroto?

– Madre abadesa, este mendigo exigió veros, y cuando intentamos expulsarlo de la abadía empezó a gritar y a agredir a los hermanos. -Las palabras salieron de su boca atropelladamente, en un solo golpe de voz.

La abadesa apretó los labios en señal de reproche.

– Acercadlo -ordenó.

La hermana se volvió para indicar a los hermanos que hicieran lo que se les mandaba. En ese momento, el mendigo dejó de forcejear.

Se trataba de un hombre delgado, hasta tal punto que más parecía un esqueleto que una persona de carne y hueso. Sus ojos eran grises, casi incoloros, y su cabeza se reducía a un matojo mugriento de pelo castaño. La tensa piel que recubría su demacrada figura estaba amarilla y apergaminada. Vestía harapos, y era evidente que no pertenecía al reino de Northumbria.

– ¿Qué queréis? -le interpeló la abadesa, mirándolo con aversión-. ¿Con qué objeto causáis semejante escándalo en esta casa de contemplación?

– ¿«Queréis»? -repitió lentamente el vagabundo antes de proferir en otro idioma una retahíla de sonidos entrecortados tan frenética que la abadesa acabó por inclinar ligeramente hacia atrás la cabeza mientras hacía lo posible por seguirlo.

– ¿Habláis mi lengua, la lengua de los hijos de Erín? *

Ella asintió con la cabeza al tiempo que su mente traducía. El reino de Northumbria llevaba treinta años aprendiendo de los monjes irlandeses de la isla sagrada de Iona los fundamentos del cristianismo, la erudición y la alfabetización.

– Hablo vuestra lengua con la suficiente destreza -admitió.

El mendigo hizo una pausa para menear la cabeza varias veces de manera muy rápida a modo de asentimiento.

– ¿Sois vos la abadesa Hilda de Streoneshalh?

Ella aspiró impaciente.

– Sí, yo soy Hilda.

– En ese caso, ¡prestad atención, Hilda de Streoneshalh! El aire está preñado de perdición.

La sangre fluirá en esta casa antes de que acabe la semana.

La abadesa dirigió una mirada llena de sorpresa al pordiosero. Le costó algunos segundos recuperarse de su declaración, que él había pronunciado en un tono rotundo, sin ambages. En él no quedaba rastro alguno de la agitación que lo había poseído poco antes. Se mostraba tranquilo, y la miraba con unos ojos que semejaban el gris opaco de un cielo turbio de invierno.

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