– Le entregasteis un mensaje a Brocc cuando llegasteis. ¿Era el apad oficial, la notificación de este acto?
– Así es -admitió Mugrón-. Se hizo de acuerdo a las instrucciones del brehon de mi rey.
Fidelma apretó los labios enojada.
Tenía que haberse dado cuenta antes de la situación cuando vio el haz de ramas retorcidas de mimbre y álamo temblón colgando de la puerta de la abadía. Esto era el signo de un embargo contra un superior monástico. Hacía mucho tiempo que había tenido acceso al texto conocido como Di Chetharsh-licht Athgabála, que establecía los complejos rituales y leyes sobre el embargo. Lo que recordaba era que le estaba permitido equivocarse tres veces respecto a la ley sin recibir una amonestación, porque era muy complicada. Admitía que su primer error había sido no recordar la ley del embargo.
El rostro curtido del marino se arrugó con cinismo al percibir la expresión en la cara de Fidelma.
– Para el rey de Laigin, la ley está por encima de todas las cosas, señora -dijo con un suave énfasis.
– Es de la ley de lo que quiero hablar con vos, ahora que sé el motivo que os ha traído a este lugar -replicó Fidelma.
– ¿Qué sabrá de leyes un simple marino como yo? -continuó Mugrón-. Hago lo que me dicen.
– Habéis admitido que estáis aquí como un instrumento de la ley, instruido por el brehon de vuestro rey -respondió rápidamente Fidelma-. Ya conocéis bastante de la ley.
Mugrón abrió bien los ojos al ver que Fidelma no se dejaba intimidar y luego sonrió burlonamente.
– Muy bien. ¿De qué queréis hablar?
– Una hermana de la fe ha sido lanzada al agua cerca de vuestro barco hace un rato. Estaba muerta.
– Uno de mis hombres me informó del incidente -admitió Mugrón-, Sucedió justo antes del anochecer. Dos pescadores rescataron el cuerpo entre sus redes. Lo llevaron hasta la orilla.
– Al parecer, tenéis una buena guardia en el barco. ¿Algún hombre de vuestra tripulación vio algo sospechoso? ¿Ninguna señal de que el cuerpo fuera lanzado al agua desde las rocas de aquel cabo?
– Nosotros no vimos nada. No tenemos nada que ver con la costa, salvo que, con el consentimiento de Salbach, compramos carne fresca y verduras a algunos hombres del lugar.
– ¿Y la hermana no estuvo nunca a bordo de este barco?
El rostro de Mugrón se ruborizó preocupado.
– Sor Eisten no estuvo a bordo de este barco -soltó-. ¡Quien lo afirme es un mentiroso!
Fidelma sintió que había cierta alteración en aquella respuesta.
– ¿Y cómo sabéis que se llamaba Eisten? Yo no lo he mencionado -dijo con voz férrea.
Mugrón parpadeó.
– Vos…
Lo interrumpió con un gesto.
– No juguéis conmigo, Mugrón. ¿Cómo sabíais su nombre? Quiero la verdad.
– Muy bien, toda la verdad. Pero no deseo poner en peligro ni mi vida ni mi barco. Que quede entre nosotros por ahora.
– No hay peligro mientras sea la verdad -afirmó Fidelma.
Mugrón se levantó, fue hacia la puerta del camarote y llamó a alguien, Midnat. Regresó a su asiento y un hombre anciano y barbudo entró al cabo de un rato y se llevó los nudillos a la frente. Era de rostro curtido y adusto y su cabello se mostraba sucio y grisáceo.
– Decid a la hermana vuestro nombre y vuestro cargo en este barco. Luego explicadle lo que os sucedió hoy cuando fuisteis a la playa.
El anciano se giró hacia Fidelma e inclinó la cabeza moviendo los labios de su boca desdentada.
– Soy Midnat, señora. Soy el cocinero de este barco. Hoy fui hasta la playa para comprar verduras frescas y avena para la tripulación.
– ¿A qué hora fue eso?
– Justo cuando sonaba la campana de la abadía llamando para la comida de mediodía.
– Decidle a sor Fidelma lo que sucedió -interrumpió Mugrón-. Exactamente como me lo contasteis a mí.
El viejo le lanzó una mirada sorprendido.
– ¿Lo de…?
– Venga, hombre -soltó Mugrón-. Explicadle todo.
El viejo levantó una mano y se la pasó por la boca y la barbilla.
– Bueno, yo me volvía para mi bote. Ya había comprado las verduras, ¿sabéis? Así que me iba de regreso… y, para mi sorpresa, esta hermana me llama y me pregunta si mi capitán estaría preparado para llevarse a dos pasajeros.
– ¿Dijo dos pasajeros? -preguntó Fidelma-. ¿Qué dijo exactamente?
– Esto: «Eh, marinero, ¿venís del barco?», dijo. Yo asentí. «¿Cuánto cobraría vuestro capitán por dos pasajes para ir a Britania o Galia?» Entonces me di cuenta de que me había tomado por alguien del barco franco de allá. El gran mercante. Y ofrecía, según ella, dos screpall por los pasajes.
– ¿La hermana ofreció esas valiosas monedas de plata?
Midnat asintió con énfasis.
– Yo le digo: «Bien que lo haría, hermana, pero yo sólo soy el cocinero del barco de guerra de Laigin. Para un pasaje fuera de esta tierra, tenéis que poneros en contacto con un marinero del mercante franco que está anclado al otro lado de la ensenada». Acababa de decir esto, cuando retrocede con una mano en la boca y los ojos bien abiertos, como si yo fuera la encarnación del diablo. Y se gira y se va corriendo.
El hombre hizo una pausa y esperó, observando el rostro de Fidelma.
– ¿Eso es todo? -dijo Fidelma contrariada.
– Fue suficiente -confirmó Midnat.
– ¿Desapareció y no la volvisteis a ver?
– Se fue corriendo por la playa. Yo me volví a mi barco. Luego, al cabo de un rato, justo a la caída del crepúsculo hay un tumulto. Yo me voy a cubierta para ver de qué se trata. No muy lejos, veo a un par de pescadores del lugar sacando un cuerpo del agua. Es la misma hermana que me ofreció el dinero por los pasajes.
Fidelma levantó la vista con agudeza.
– Era el atardecer, casi oscuro. ¿Cómo podéis estar seguro de que era la misma hermana?
– Había luz suficiente -dijo el viejo cocinero- y el cuerpo de la hermana llevaba una curiosa cruz alrededor del cuello. Lo bastante llamativa para saber que no había visto otra que la que llevaba la hermana que quería pasaje para Britania o Galia.
Podía ser cierto, pensó Fidelma. La cruz romana de Eisten resultaba muy llamativa en estas tierras. Pero decidió asegurarse.
– ¿Curiosa? ¿En qué sentido?
– Es una cruz sin círculo.
– Ah, ¿queréis decir una cruz romana? -insistió Fidelma.
– No sé. Si vos decís que lo es… -replicó el hombre. Pero es grande y adornada con algunas joyas incrustadas que tienen un valor semejante al del rescate de un rey.
No resultaba sorprendente que el viejo marinero se equivocara y tomara las piedras semi preciosas por joyas de gran riqueza. La identificación, aunque poco sustancial, era suficiente para convencerla de lo que había dicho el hombre.
– Eso es todo, Midnat -dijo Mugrón despidiendo al marinero.
El viejo cocinero se tocó la frente con los nudillos como para saludar y se fue del camarote.
– ¿Bien? -preguntó Mugrón- ¿Os satisface este testimonio?
– No, en absoluto -contestó Fidelma con calma-. Porque todavía no me habéis explicado cómo sabéis el nombre de la desafortunada mujer.
Mugrón se encogió de hombros.
– Bueno, no hay mayor secreto en eso. Os he dicho que teníamos permiso de Salbach para anclar aquí y continuar nuestro embargo contra Brocc de Ros Ailithir.
Fidelma asintió con la cabeza.
– Cuando llegamos aquí hace algo más de una semana, seguimos las instrucciones del brehon de nuestro rey y fuimos directos a la fortaleza de Salbach en Cuan Dóir para pedirle permiso de anclar aquí.
– ¿Y? -interrumpió Fidelma, que no entendía por dónde iba Mugrón.
– En Cuan Dóir me presentaron a sor Eisten. Cuando Midnat vino a describirme a esa hermana, con su extraño crucifijo, diciendo que era la misma hermana que buscaba pasaje, recordé el crucifijo y su nombre.
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