Peter Tremayne - Sufrid, pequeños

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En esta tercera entrega de la serie sobre sor Fidelma de Kildare, Tremayne nos traslada al espacio natural de la monja detective, la Irlanda del siglo VII, regida por sus peculiares leyes brehon y en la que la Iglesia celta permite la convivencia de hombres y mujeres en los monasterios. De hecho, el celibato no era un concepto muy popular por aquellos lares.
En esta ocasión, Fidelma debe esclarecer la más que sospechosa muerte de un reputado erudito, el venerable Dacán, en la abadía de Ross Alitihir; una muerte que puede tener funestas consecuencias e incluso desencadenar una guerra entre los reinos de Laigin y Osraige. Sin embargo, todo parece indicar que hay algo más que una intriga política tras el asunto.
Sor Fidelma deberá luchar contra el tiempo.

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– ¿Y a esta hora un cuerpo tendería a acercarse a la playa más que dirigirse mar adentro? -insistió Fidelma.

– Así sería -admitió el pescador con rapidez.

– Muy bien, podéis marchar -dijo Fidelma y luego alzó la voz-. Ahora, que cada uno vuelva a lo suyo.

El grupito de curiosos empezó a disgregarse, casi con disgusto, obedeciendo su orden.

Cass estaba oteando con suspicacia en la oscuridad de la bahía. Fidelma siguió su mirada. Unas luces brillaban en el barco de guerra.

– ¿Sois diestro con los remos, Cass? -preguntó de repente Fidelma.

El guerrero se giró. Ella no podía ver su expresión en la penumbra.

– Por supuesto… -replicó-. Pero…

– Creo que ya ha llegado el momento de que hagamos una visita al barco de guerra de Laigin.

– ¿Es prudente? ¿Si sor Eisten fue asesinada en ese barco y lanzada al mar…?

– No tenemos ninguna prueba para sospechar eso -replicó Fidelma con calma-. Venga, vamos a buscar un bote.

Se detuvo a oír las campanadas de vísperas.

Cass balanceó la linterna de manera que la luz le dio por un momento en la cara. Estaba cariacontecido.

– Nos perderemos la cena -protestó.

Fidelma dejó ir una risa tenebrosa.

– Estoy segura de que luego encontraremos algo para matar el hambre. Ahora busquemos un bote.

Fidelma se sentó en la popa del bote aguantando la linterna arriba mientras Cass se colocaba entre los remos e iba impulsando la pequeña embarcación por las aguas siseantes y oscuras de la ensenada hacia la gran sombra y las luces centelleantes del barco de guerra de Laigin. Cuando se estaban acercando, Fidelma vio que había varias linternas que iluminaban la cubierta del barco de líneas elegantes. Había señales de hombres que se movían de un lado a otro.

Estaban a unas cuantas yardas cuando se oyó una voz que les daba el alto.

– Responded -murmuró Fidelma, mientras Cass vacilaba junto a los remos.

– ¡Atención, barco de Laigin! -gritó el soldado-. Un dálaigh de los tribunales de los brehons exige subir a bordo.

Durante unos pocos segundos no se oyó nada, hasta que la misma voz que les había dado el alto respondió:

– Subid a bordo y sed bienvenidos.

Cass acercó la pequeña embarcación hasta una escalera de cuerda que ascendía hasta la barandilla del costado. Lanzaron una cuerda para que Cass pudiera amarrar el bote mientras Fidelma subía con agilidad por la escala.

La chica se encontró a una media docena de hombres de mirada dura esperando en la cubierta y observándola sorprendidos.

Oyó a Cass que iba subiendo detrás de ella. Se acercó un hombre de rasgos indistinguibles con los andares ondulantes de un hombre de mar y se quedó mirando a Fidelma y a Cass. Luego clavó los ojos en Cass.

– ¿Qué queréis, dálaigh? - preguntó con rudeza.

Fidelma bufó irritada.

– Es a mí a quien deberíais dirigiros -soltó-. Yo soy sor Fidelma de Kildare, dálaigh del tribunal de los brehons.

El hombre se giró mostrando un asombro que enseguida ocultó.

– ¿De Kildare, eh? ¿Representáis a Laigin?

– No. Soy de la comunidad de Kildare, pero en este caso represento al reino de Muman en este asunto.

El marino arrastró un poco los pies.

– Hermana, no quisiera parecer poco hospitalario, pero esto es un barco de guerra del reino de Laigin, que cumple las órdenes de ese reino. Yo no creo que tengáis nada que hacer aquí.

– Entonces, permitidme que os recuerde las leyes del mar -replicó Fidelma lentamente, con medido énfasis. Hubiera deseado conocerlas mejor, pero suponía que el marino aún sabría menos que ella-. Primero, soy una dálaigh que investiga un asesinato. Segundo, vuestro barco, aunque sea un barco de Laigin, tiene echada el ancla en una bahía de Muman. No ha pedido el permiso ni la hospitalidad de Muman.

– Estáis equivocada, hermana -dijo el hombre con un tono triunfante que no ocultó-. Echamos aquí el ancla con el permiso de Salbach, jefe de los Corco Loígde.

Fidelma se alegró de que la luz de las linternas no le diera de lleno en la cara. Tragó saliva absolutamente asombrada. ¿Era cierto que Salbach había dado permiso al barco de Laigin para intimidar a la abadía de Ros Ailithir? ¿Qué significaba aquello? Desde luego, no lo descubriría si se viera obligada a marcharse con el rabo entre las piernas. Valía la pena echarse un farol. ¿Qué era lo que había dicho el brehon Morann? «Sin un cierto grado de decepción, no se puede concluir ninguna gran empresa.»

– El jefe de los Corco Loígde bien puede haberos dado permiso, pero ese permiso no es legal sin la aprobación del rey de Cashel.

– Cashel está a muchas millas de aquí, hermana -resopló el marino-. De lo que no sabe el rey de Cashel, no puede gobernar.

– Pero yo estoy aquí. Soy la hermana de Colgú, rey de Cashel. Y puedo hablar en nombre de mi hermano.

Se hizo un silencio mientras el hombre digería aquellas palabras. Fidelma oyó que resoplaba lentamente.

– Muy bien, señora -respondió el hombre, con algo más de respeto en la voz-. ¿Qué buscáis aquí?

– Quiero hablar con el capitán de este barco en privado.

– Yo soy el capitán -contestó el hombre-. Acompañadme a popa, a mi camarote.

Fidelma le lanzó una mirada a Cass.

– Esperadme aquí, Cass. No tardaré.

El guerrero no parecía estar contento bajo la luz de las linternas que se balanceaban en la cubierta.

El marino se dirigió hacia la popa del barco y condujo a Fidelma a su camarote bajo cubierta. Era pequeño, estaba atiborrado y tenía el fuerte aroma de un hombre que vive en un espacio reducido, los olores corporales se mezclaban con la peste de las lámparas de aceite y otros que no reconocía. Por un momento lamentó no haber accedido a tratar el asunto en cubierta, pero no quería que los oídos curiosos de los marineros y guerreros oyeran de qué hablaban.

– Señora -la invitó el capitán, mostrándole la única silla que había en el pequeño camarote mientras él se repanchigaba en el extremo de una litera.

Fidelma se acomodó en el asiento de madera.

– Me lleváis ventaja, capitán -empezó a decir Fidelma-. Sabéis cómo me llamo, pero yo no sé vuestro nombre.

El capitán sonrió burlonamente.

– Mugrón. Un nombre muy adecuado para un marino.

Fidelma le respondió con otra sonrisa. El nombre significaba «muchacho de las focas». Luego volvió a pensar en lo que le interesaba.

– Bien, Mugrón, primero quisiera saber cuál es el motivo de vuestra presencia en la ensenada de Ros Ailithir.

Mugrón hizo un gesto con la mano como para señalar el lugar.

– Estoy aquí a petición de mi rey, Fianamail de Laigin.

– Eso no explica nada. ¿Venís en son de paz o de guerra?

– Vine a entregar un mensaje a Brocc, abad de Ros Ailithir, diciéndole que mi rey lo considera responsable de la muerte de su primo, el venerable Dacán.

– Habéis entregado el mensaje. ¿Qué buscáis ahora aquí?

– Espero para asegurarme de que, cuando llegue el momento, Brocc cumplirá con su responsabilidad. A mi rey no le gustaría que desapareciera de Ros Ailithir hasta que se reúna la asamblea del Rey Supremo en Tara. El brehon de mi rey nos ha dicho que esto está contemplado en la ley de embargo. Como he dicho, también tenemos permiso de Salbach para anclar aquí.

Fidelma se dio cuenta, recordando alguna ley medio olvidada, de que, según esto, el barco de Mugrón actuaba legítimamente. En términos legales, el barco estaba anclado al exterior de la abadía para obligar a Brocc a cumplir con su responsabilidad por la muerte de Dacán, aunque su mano no fuera la que en sí misma realizara el acto, y, hasta que no se conocieran pruebas de que no era responsable, el barco podía permanecer allí. La ley iba más allá y daba derecho al abad Noé, el pariente más cercano de Dacán, a llevar a cabo un ayuno ritual contra Brocc hasta que se admitiera su culpabilidad.

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