Janet Evanovich - Corazon Congelado

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«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quería ser una princesa intergaláctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misión bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de próstata, acusado de contrabando de cigarrillos. ¿Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicarán todavía más después de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre cómo hacerse lesbiana.
Quizá la vida de Stephanie sería más fácil ¿y menos divertida¿ si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empeñara en acompañarla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el increíblemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasión…

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Bob se escondió debajo del escritorio de Connie y Vinnie se metió en su despacho y cerró la puerta con pestillo. Algún tiempo atrás, y tras una breve consulta con su rabo, Vinnie había aceptado contratar a Joyce como agente de detenciones. Su pilila todavía seguía encantada de haber tomado esa decisión, pero el resto de Vinnie no sabía qué hacer con Joyce.

– Vinnie, picha floja, te he visto encerrarte en el despacho. Sal ahora mismo de ahí -gritó Joyce.

– Qué agradable verte de tan buen humor -dijo Lula.

– Un perro ha vuelto a hacer sus cosas en mi césped. Es la segunda vez esta semana.

– Supongo que eso es lo que cabe esperar cuando una se busca los ligues en la perrera.

– No me busques, gorda.

Lula entrecerró los ojos.

– ¿A quién has llamado gorda? Si me vuelves a llamar gorda te arreglo la cara.

– Gorda, culona, grasienta, sebosa…

Lula se tiró encima de Joyce y las dos rodaron por el suelo, arañándose y pegándose. Bob permaneció firme debajo de la mesa. Vinnie escondido en su despacho. Y Connie brujuleó alrededor de ellas, esperó la oportunidad y le pegó a Joyce una descarga en el culo con su pistola eléctrica. Joyce soltó un alarido y se quedó inerte.

– Es la primera vez que utilizo una cosa de éstas -dijo Connie-. Tienen su gracia.

Bob salió a rastras de debajo del escritorio para echarle una mirada a Joyce.

– ¿Cuánto tiempo llevas cuidando a Bob? -preguntó Lula, levantándose del suelo.

– Se quedó anoche en casa.

– ¿Crees que lo del jardín de Joyce sería como tamaño Bob?

– Todo es posible.

– ¿Cómo de posible? ¿Un diez por ciento de posibilidades? ¿Un cincuenta por ciento de posibilidades?

Bajamos la mirada hacia Joyce. Empezaba a parpadear y Connie le dio otra descarga de su pistola eléctrica.

– Es que odio usar el recoge-caca… -dije.

– Ja! -dijo Lula con un ataque de risa-. ¡Lo sabía!

Connie le dio a Bob un donut de la caja que tenía en la mesa.

– ¡Qué perrito más bueno!

Tres

– Puesto que Bob es un perrito tan bueno y yo estoy de tan buen humor, voy a ayudarte a encontrar a Eddie DeChooch -dijo Lula.

Tenía el pelo de punta donde Joyce se lo había estirado y había perdido un botón de la camisa. Llevarla conmigo probablemente reforzaría mi seguridad, ya que parecía verdaderamente salvaje y peligrosa.

Joyce seguía en el suelo, pero tenía un ojo abierto y los dedos le temblaban. Sería mejor que Lula, Bob y yo nos fuéramos antes de que Joyce abriera el otro ojo.

– ¿Y a ti qué te parece? -quiso saber Lula una vez que estuvimos los tres en el coche de camino a la calle Front-. ¿Te parece que estoy gorda?

Lula no parecía tener demasiada grasa. Se la veía sólida. Sólida como una bratwurst. Pero era una bratwurst enorme.

– No exactamente gorda -dije-. Eres más bien grande.

– Y tampoco tengo ni un gramo de celulitis de ésa.

Eso era cierto. Una bratwurst no tiene celulitis.

Conduje en dirección oeste, hacia Hamilton, acercándome al río, a la calle Front. Lula iba de copiloto, en el asiento delantero, y Bob iba detrás con la cabeza fuera de la ventana, los ojos entrecerrados y las orejas agitándose al viento. El sol brillaba y al aire sólo le faltaban un par de grados para ser primaveral. Si no hubiera sido por Loretta Ricci habría pasado de buscar a Eddie DeChooch y me habría escapado a la costa. El hecho de que tenía que pagar el plazo del coche me estimuló para enfilar el CR-V en dirección a Ace Pavers.

En Ace Pavers se dedicaban al asfalto y eran fáciles de localizar. La oficina era pequeña. El garaje, enorme. Una apisonadora gigantesca estaba encadenada bajo la tejabana contigua al garaje junto a otros varios artefactos renegridos por el alquitrán.

Aparqué en la calle, encerré a Bob en el coche, y Lula y yo nos dirigimos a la oficina. Esperaba encontrarme con un director administrativo. Lo que me encontré fue a Ronald DeChooch jugando a las cartas con otros tres tíos. Tenían todos cuarenta y tantos años y vestían en plan cómodo, con pantalones de sport y niquis de punto con tres botones. No parecían ejecutivos, pero tampoco parecían trabajadores. Parecían esos chicos listos que salen en la televisión por cable. Bien por la televisión; ahora en Nueva Jersey sabían vestirse.

Jugaban a las cartas en una mesa destartalada, sentados en sillas plegables de metal. Encima de la mesa había un montón de dinero y ninguno pareció alegrarse de vernos a Lula y a mí. DeChooch era una versión joven y más alta de su tío, con algunos kilos de más repartidos de manera proporcionada. Dejó las cartas boca abajo sobre la mesa y se levantó. -¿Puedo ayudarlas, señoras?

Me presenté y le dije que estaba buscando a Eddie. Todos los de la mesa sonrieron.

– Ese DeChooch -dijo uno de los hombres- es increíble. He oído que os dejó a las dos sentadas en el salón mientras él se escapaba por la ventana.

Aquello le proporcionó unas sonoras carcajadas.

Si conocierais a Choochy habríais sabido que teníais que vigilar las ventanas -dijo Ronald-. En sus buenos tiempos saltó por muchas ventanas. Una vez le pillaron en el dormitorio de Florence Selzer. El marido de Flo, Joey el Trapo, llegó a casa y pilló a Choochy saliendo por la ventana y le pegó un tiro en el… ¿cómo lo llaman, glútamus máximus?

Un tipo grandón con una enorme barriga se tambaleó en la silla.

– Posteriormente, Joey desapareció.

– ¿Ah, sí? -dijo Lula-. ¿Qué le pasó? El tipo grande levantó las palmas.

– Nadie lo sabe. Uno de esos misterios sin resolver.

Ya. Probablemente fue el parachoques de un SUV, como Jimmy Hoffa.

– Bueno, ¿y alguno de ustedes ha visto a Choochy? ¿Alguien sabe dónde puede estar?

– Podías probar en su club social -dijo Ronald.

Todos sabíamos que no iría a su club social. Puse una de mis tarjetas encima de la mesa.

– Por si a alguno de ustedes se le ocurre algo.

Ronald sonrió.

– A mí ya se me está ocurriendo algo.

¡Puaj!

– Ese Ronald es un baboso -dijo Lula cuando nos metimos en el coche-. Y te miraba como si fueras su almuerzo.

Tuve un estremecimiento involuntario y nos fuimos de allí.

A lo mejor mi madre y Morelli tenían razón. A lo mejor debería buscar otro tipo de trabajo. O a lo mejor no debía trabajar en nada. A lo mejor tendría que casarme con Morelli y hacerme ama de casa, como mi perfecta hermana Valerie. Podría tener un par de niños y pasarme la vida coloreando en sus cuadernos de dibujo y contándoles cuentos de trenecitos de vapor y de ositos.

– Podría ser divertido -le dije a Lula-. Me gustan los trenecitos de vapor.

– Por supuesto -dijo Lula-. ¿De qué coño estás hablando?

– De cuentos infantiles. ¿No recuerdas el del trenecito de vapor?

– Yo no tenía libros de pequeña. Y si hubiera tenido alguno no habría sido sobre trenecitos de vapor…, habría sido sobre una cucharilla de crack.

Crucé Broad Street y volví a meterme en el Burg. Quería hablar con Angela Marguchi y tal vez echarle un vistazo a la casa de Eddie. Por lo general podía contar con la colaboración de los familiares y amigos del fugitivo para que me ayudaran a atraparle. En el caso de Eddie me daba la impresión de que no iba a ser así. Sus amigos y familiares no tenían mentalidad de chivatos.

Aparqué delante de la casa de Angela y le dije a Bob que sólo tardaría un minuto. Lula y yo estábamos a mitad de camino de la puerta de Angela cuando Bob se puso a ladrar en el coche. A Bob no le gustaba que le dejaran solo. Y sabía que lo del minuto no era del todo cierto.

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