– ¿Por qué no me ha llamado?
– Imagino que pensaría que bastaba con hablar conmigo.
– Qué cosa tan rara. ¿Esa amistad es un hombre?
– Sí.
Oí el ruido de un plato al romperse y mi madre colgó el teléfono.
Había dejado la nevera encima del mostrador de la cocina. Ojeé su contenido y lo que vi no me hizo muy feliz. El hielo se estaba derritiendo y el corazón no tenía muy buena pinta. Sólo podía hacer una cosa. Congelar aquel puñetero cacharro.
Con mucho cuidado, lo recogí con las manos y lo metí en una bolsa de plástico. Tuve un par de arcadas, pero no poté, y me sentí muy orgullosa por ello. Después lo metí en el congelador.
En el contestador había dos mensajes de Joe. En los dos decía «Llámame».
No era algo que me apeteciera hacer. Me haría preguntas que yo no deseaba contestar. Sobre todo después de que el intercambio del corazón de cerdo hubiera sido un fiasco. Dentro de mi cabeza había una irritante vocecilla que repetía en un susurro: Si hubieras llamado a la policía las cosas podrían haber salido mejor.
¿Y qué sería de la abuela? Aún estaba con Eddie DeChooch. Con el loco y deprimido Eddie DeChooch.
¡A la mierda! Marqué el número de Joe.
– Necesito que me ayudes -dije-. Pero no puedes ser policía.
– Tal vez deberías deletrearme eso que has dicho.
– Te voy a contar una cosa, pero tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie y que no lo convertirás en asunto oficial de la policía.
– No puedo hacerlo.
– Tienes que hacerlo.
– ¿De qué se trata?
– Eddie DeChooch ha secuestrado a mi abuela.
– Sin ánimo de ofender, DeChooch tendrá suerte si sobrevive.
– Me vendría bien algo de compañía. ¿Puedes venir a pasar la noche aquí?
Joe y Bob llegaban media hora después. Bob recorrió el apartamento olisqueando los asientos de las sillas y husmeando en las papeleras, y acabó instalándose delante de la puerta del frigorífico.
– Está a dieta -dijo Morelli-. Hoy hemos ido al veterinario para que le pusiera una inyección y me ha dicho que está demasiado gordo -encendió la televisión y sintonizó un partido de los Rangers-. ¿Quieres contarme qué pasa?
Rompí a llorar.
– DeChooch tiene a la abuela en su poder y yo lo he jodido todo. Ahora estoy asustada. No he sabido nada más de él. ¿Y si ha matado a la abuela? -sollozaba de manera incontrolable. Con unos sollozos desmesurados y estúpidos que me hacían moquear y me ponían la cara hinchada y churretosa.
Morelli me rodeó con los brazos.
– ¿Cómo lo has jodido todo?
– Tenía el corazón en la nevera y un guardia de seguridad me detuvo y DeChooch dijo que no quería seguir con el trato.
– ¿El corazón?
Señalé la cocina.
– Está en el congelador.
Morelli me soltó y se dirigió al congelador. Oí cómo abría la puerta. Pasó un momento.
– Tienes razón -dijo-. Aquí hay un corazón.
La puerta del congelador se cerró con un bufido.
– Es un corazón de cerdo -le dije.
– Es un alivio.
Le conté toda la historia.
El problema con Morelli es que puede ser un poco complicado de entender. Fue un niño difícil y un adolescente rebelde. Supongo que se ceñía a lo que se esperaba de él. Los hombres Morelli tenían cierta reputación de temerarios. Pero, cuando tenía veintitantos años, Morelli encontró su propio camino. Por eso ahora es difícil saber dónde empieza el nuevo Morelli y dónde acaba el viejo Morelli.
Yo sospechaba que el nuevo Morelli pensaría que la idea de engañar a DeChooch con un corazón de cerdo era una chaladura. Más aún, sospechaba que esto avivaría las llamas de sus temores de que estaba a punto de casarse con Lucy Ricardo, la famosa protagonista de Te quiero Lucy.
– Lo del corazón de cerdo ha sido una idea muy inteligente por tu parte -dijo Morelli.
Casi me caigo del sofá.
– Si me hubieras llamado a mí en lugar de a Ranger, habría acordonado la zona.
– Ahora me doy cuenta -dije-. No quería hacer nada que ahuyentara a DeChooch.
Los dos pegamos un brinco cuando sonó el teléfono.
– Te voy a dar otra oportunidad -dijo DeChooch-. Si la jodes esta vez, adiós a tu abuela.
– ¿Está bien?
– Me está volviendo loco.
– Quiero hablar con ella.
– Podrás hablar con ella cuando me entregues el corazón. Éste es el nuevo plan: lleva el corazón y el teléfono móvil al restaurante de Hamilton Township.
– ¿Al Silver Dollar?
– Sí. Te llamaré mañana a las siete de la tarde.
– ¿Por qué no podemos hacer el intercambio antes?
– Me encantaría hacer el cambio antes, créeme, pero no puedo. ¿El corazón sigue estando en buen estado
– Lo tengo en hielo.
– ¿En cuánto hielo?
– Está congelado.
– Imaginé que tendrías que hacer algo así. Pero asegúrate de que no se le salte algún fragmento. Tuve mucho cuidado al sacarlo. No quiero que ahora tú me lo estropees.
Cortó la comunicación y yo me sentí enferma.
– Agh.
Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.
– No te preocupes por tu abuela. Es como ese Buick del 53. Aterradoramente indestructible. Puede que incluso inmortal.
Negué con la cabeza.
– No es más que una viejecita.
– Me sentiría mucho mejor si lograra creerme eso de verdad -dijo Morelli-. Pero creo que estamos ante una generación de mujeres y de coches que desafían las reglas de la ciencia y de la lógica.
– Estás pensando en tu propia abuela.
– Nunca le he dicho esto a nadie, pero en ocasiones me preocupa que realmente pueda echarle el mal de ojo a la gente. A veces me da un miedo atroz.
Rompí a reír. No pude evitarlo. Morelli siempre se había tomado las amenazas y las predicciones de su abuela con la misma naturalidad.
Me puse la sudadera con el número 35 encima de la camiseta y vimos juntos el partido de los Rangers. Después del partido sacamos a pasear a Bob y nos metimos en la cama.
Crak. Arañazo, aranazo. Crack.
Morelli y yo nos miramos. Bob estaba escarbando, tirando los platos del mostrador de la cocina en busca de migajas.
– Está hambriento -dijo Morelli-. Tal vez deberíamos encerrarle en el dormitorio con nosotros para que no se coma una silla.
Morelli salió de la cama y regresó con Bob. Cerró la puerta con pestillo y volvió a meterse en la cama. Y Bob saltó a la cama junto a nosotros. Anduvo en círculos cinco o seis veces, escarbó en el edredón, dio unas vueltas más, parecía aturdido.
– Es encantador -le dije a Morelli-. De una forma prehistórica.
Bob dio algunas vueltas más y se empotró entre Morelli y yo. Reposó la cabeza en una esquina de la almohada de Morelli, soltó un suspiro de resignación y se durmió al instante.
– Tienes que hacerte con una cama más grande -dijo Morelli.
Y tampoco tenía que preocuparme por el control de natalidad.
Morelli se levantó de la cama al despuntar el alba.
Yo abrí un ojo.
– ¿Qué haces? Apenas ha amanecido.
– No puedo dormir. Bob me está despachurrando. Además, le prometí al veterinario que me ocuparía de que Bob haga algo de ejercicio, así que nos vamos a correr.
– Eso está bien.
– Tú también -dijo Morelli.
– Ni hablar.
– Tengo este perro por tu culppa. O sea que vas a sacar el culo de la cama y a correr con nosotros.
– ¡Ni hablar!
Morelli me agarró de un tobillo y me arrastró fuera de la cama.
– No me obligues a ponerme brusco -dijo.
Los dos, de pie, nos quedamos mirando a Bob. Era el único que seguía en la cama. Aún tenía la cabeza apoyada en la almohada, pero su expresión era de preocupación. Bob no era un tipo de perro madrugador. Y tampoco era un gran deportista.
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