Janet Evanovich - Corazon Congelado

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«Durante mi infancia mis aspiraciones eran sencillas: quería ser una princesa intergaláctica.»
La cazarrecompensas Stephanie Plum tiene una misión bastante simple: todo lo que tiene que hacer es llevar a los tribunales a un viejecito sordo, casi ciego y con problemas de próstata, acusado de contrabando de cigarrillos. ¿Es culpa suya si se le escurre continuamente de entre las manos?
Las cosas se complicarán todavía más después de que dos de sus amigos desaparezcan misteriosamente tras ser atacados por una jubilada enloquecida y de que su perfecta hermana Valerie le pida consejos sobre cómo hacerse lesbiana.
Quizá la vida de Stephanie sería más fácil ¿y menos divertida¿ si no estuviera tratando de huir de su propia boda, si su abuela no se empeñara en acompañarla en una Harley Davidson y, por supuesto, si el increíblemente sexy Ranger no le ofreciera su ayuda a cambio de una perfecta noche de pasión…

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– No lo quiero.

– Vale. Vete al infierno -colgué y le saqué la lengua al teléfono. Agarré el bolso y la gabardina, y salí del apartamento y bajé las escaleras como una furia.

La deñora DeGuzman estaba en el vestíbulo. La señora DeGuzman es de las Filipinas y no habla una palabra de inglés.

– Humillante -le dije a la señora DeGuzman.

La señora DeGuzman sonrió y asintió con la cabeza como uno de esos perros que lleva la gente en la ventanilla trasera del coche.

Me metí en el CR-V y me quedé allí sentada, pensando cosas del tipo: Prepárate a morir, DeChooch. Y: Se acabó la señorit la amable, esto es la guerra. Pero resulta que no se me ocurría dónde encontrar a DeChooch, así que hice una pequeña excursión a la pastelería.

Eran cerca de las cinco cuando regresé al apartamento. Abrí la puerta y ahogué un alarido. Había un hombre en mi sala de estar. Tuve que mirar dos veces para darme cuenta de que era Ranger. Estaba sentado en una silla, con aspecto relajado, mirándome intensamente.

– Me has colgado el teléfono -dijo-. No me vuelvas a colgar el teléfono.

Su voz era tranquila pero, como siempre, su autoridad era incontestable. Llevaba pantalones negros de vestir, un jersey negro ligero de manga larga remangado hasta los codos y mocasines negros caros. Tenía el pelo muy corto. Yo estaba acostumbrada a verle con la ropa de faena de los cuerpos especiales y con pelo largo, y no le había reconocido de inmediato. Supongo que de eso se trataba.

– ¿Vas disfrazado? -le pregunté.

Me miró sin responder.

– ¿Qué llevas en la bolsa?

– Un bollo de canela de emergencia. ¿Qué haces aquí?

– He pensado que podíamos hacer un trato. ¿Hasta qué punto te interesa atrapar a DeChooch?

Ay, madre.

– ¿En qué estás pensando?

– Tú encuentra a DeChooch. Si necesitas ayuda para traerle, me llamas. Si yo logro atraparle, pasas una noche conmigo.

El corazón me dejó de latir. Ranger y yo llevamos años jugando a ese juego, pero nunca lo habíamos expresado con tanta claridad hasta ahora.

– Estoy medio comprometida con Morelli -dije.

Ranger sonrió.

Mierda.

Se oyó el ruido de una llave entrando en la cerradura de la puerta principal y ésta se abrió de par en par. Morelli entró a grandes zancadas y él y Ranger se saludaron con un gesto de cabeza.

– ¿Se ha acabado el partido? -le pregunté a Morelli. Él me lanzó una mirada asesina.

– Se acabó el partido y se acabó el trabajo de niñera. No quiero ni volver a ver a ese tío.

– ¿Dónde está?

Morelli se giró para mirar. El Porreta no estaba.

– ¡Joder! -dijo Morelli.

Volvió a salir al descansillo y metió a El Porreta en el apartamento arrastrándolo del cuello de la camisa, el equivalente policial de Trenton a una gata madre que recoge a un cachorro extraviado del cogote.

– Colega -dijo El Porreta.

Ranger se levantó y me pasó una tarjeta en la que había escrito un nombre y una dirección.

– La dueña del Cadíllac blanco -dijo.

Se colocó una chaqueta de cuero y se fue. Don Sociable. Morelli sentó a El Porreta en una silla delante de la televisión, le señaló con el dedo y le dijo que se estuviera quieto. Miré a Morelli y levanté las cejas.

– Con Bob funciona -dijo Morelli. Encendió la televisión y me hizo un gesto para que le siguiera al dormitorio-. Tenemos que hablar.

Hubo un tiempo en que la idea de entrar en un dormitorio con Morelli me daba un miedo de muerte. Ahora lo que hace es ponerme los pezones duros.

– ¿Qué pasa? -le dije cerrando la puerta.

– El Porreta me ha dicho que hoy has elegido un vestido de novia.

Cerré los ojos y me dejé caer de espaldas en la cama.

– ¡Es verdad! Me he dejado convencer -gruñí-. Mi madre y mi abuela se presentaron aquí y, de repente, me estaba probando un vestido en la tienda de Tina.

– Si nos fuéramos a casar me lo dirías, ¿verdad? Quiero decir que no aparecerías en la puerta de mi casa un día por las buenas, vestida de novia, y me dirías que teníamos que estar en la iglesia antes de que pasara una hora.

Me incorporé y le miré con los ojos entrecerrados.

– No hace falta ponerse susceptible por eso.

– Los hombres no nos ponemos susceptibles. Los hombres nos cabreamos. Las mujeres se ponen susceptibles.

Me levanté de la cama de un salto.

– ¡Es típico de ti hacer un comentario tan sexista como ése!

– A ver si te enteras -dijo Morelli-. Soy italiano. Tengo que hacer comentarios sexistas.

– Esto no va a salir bien.

– Bizcochito, será mejor que aclares las cosas antes de que tu madre reciba la factura de la Visa por ese vestido.

– Bueno, ¿y tú qué quieres hacer? ¿Quieres casarte?

– Claro que sí. Vamos a casarnos ahora mismo -echó la mano hacia atrás y cerró el pestillo del dormitorio-. Quítate la ropa.

– ¿Qué?

Morelli me tumbó en la cama y se echó encima de mí.

– El matrimonio es un estado mental.

– En mi familia no.

Me levantó la camiseta y miró lo que había debajo.

– ¡Quieto! ¡Espera un minuto! -le dije-. ¡No puedo hacerlo con El Porreta en el cuarto de al lado!

– El Porreta está viendo la tele.

Su mano me cubrió el hueso púbico, hizo algo mágico con el dedo índice, los ojos se me nublaron y un poco de baba me resbaló por la comisura de la boca.

– La puerta está cerrada, ¿verdad?

– Verdad -dijo Morelli. Me había bajado los pantalones hasta las rodillas.

– Tendrías que vigilar.

– ¿Vigilar qué?

– A El Porreta. Comprobar que no esté escuchando junto a la puerta.

– No me importa que esté escuchando junto a la puerta.

– A mí sí.

Morelli suspiró y se separó de mí.

– Tenía que haberme enamorado de Joyce Barnhardt. Ella habría invitado a El Porreta a mirar -abrió un poco la puerta y echó un vistazo. Entonces la abrió del todo-. ¡Mierda!

Me levanté y me subí los pantalones

– ¿Qué? ¿Qué?

Morelli ya había salido de la habitación y estaba recorriendo la casa, abriendo y cerrando puertas.

– El Porreta se ha ido.

– ¿Cómo puede haberse ido?

Morelli se detuvo y se encaró a mí.

– ¿Nos importa algo?

¡Si!

Otro suspiro.

– Sólo hemos estado un par de minutos en el dormitorio. No puede haber ido muy lejos. Voy a buscarle.

Crucé la habitación hasta la ventana y miré al aparcamiento. Se estaba yendo un coche. Era difícil verlo debajo de la lluvia, pero me pareció que era el de Ziggy y Benny. Un coche oscuro, de tamaño medio y fabricación norteamericana. Cogí el bolso, cerré la puerta y corrí por el pasillo. Alcancé a Morelli en el vestíbulo. Salimos por las puertas del aparcamiento y nos quedamos parados. Ni rastro de El Porreta. Ya ni se veía el coche oscuro.

– Me parece que puede estar con Ziggy y Benny -dije-. Podíamos probar en su club social.

No se me ocurría a qué otro sitio podrían llevar a El Porreta. Suponía que no se lo llevarían a su casa.

– Ziggy, Benny y DeChooch son socios del de Dominó de la calle Mulberry -dijo Morelli mientras ambos subíamos a su camioneta-. ¿Por qué crees que El Porreta puede estar con Benny y Ziggy?

– Me ha parecido ver su coche saliendo del aparcamiento. Y tengo la sensación de que Dougie y DeChooch y Benny y Ziggy están todos metidos en algo que empezó con un negocio de cigarrillos.

Atravesamos el Burg zigzagueando hasta llegar a la calle Mulberry y, como era de esperar, el coche azul oscuro de Benny estaba aparcado delante del club social de Dominó. Me apeé y puse una mano sobre el capó. Estaba caliente.

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