Giré en Olden Avenue y me dirigí a casa. Estaba a punto de cruzar Greenwood cuando Eddie DeChooch pasó por delante de mí en su Cadillac blanco, en dirección contraria.
Hice un giro de ciento ochenta grados en el cruce. La hora punta se acercaba y había mucho tráfico en la carretera. Una docena de personas se lanzó sobre sus bocinas y me hicieron gestos con las manos. Me metí como pude en la corriente del tráfico e intenté no perder de vista a Eddie. Iba unos diez coches detrás de el. Le vi salirse por State Street en dirección al centro de la c iudad. Cuando me llegó el momento de girar, le había perdido.
Llegué a casa diez minutos antes de que llegara Joe.
– ¿Qué significan esas flores en el descansillo? -quiso saber.
– Me las ha mandado Ronald DeChooch. Y no tengo ganas de hablar de eso.
Morelli se quedó mirándome un instante.
– ¿Voy a tener que pegarle un tiro?
– Actúa movido por el delirio de que nos sentimos atraídos el uno por el otro.
– Muchos de nosotros actuamos movidos por ese delirio.
Bob se acercó galopando a Morelli y se apretó contra él para llamar su atención. Morelli le dio un abrazo y un restregón por todo el cuerpo. Perro afortunado.
– Hoy he visto a Eddie DeChooch -dije.
– ¿Y?
– Se me volvió a escapar.
Morelli sonrió.
– Famosa cazarrecompensas pierde vejete… dos veces.
¡En realidad ya iban tres veces!
Morelli acortó el espacio que había entre nosotros y me puso los brazos alrededor.
– ¿Necesitas consuelo?
– ¿En qué estás pensando?
– ¿Cuánto tiempo tenemos?
Solté un suspiro.
– No el suficiente.
Dios no permita que llegue cinco minutos tarde a cenar. Los espaguetis estarían pasados. El asado se habría secado. Y todo sería culpa mía. Yo habría estropeado la cena. Una vez más. Y lo que es peor, mi hermana perfecta, Valerie, nunca ha estropeado una cena. Mi hermana tuvo la sensatez de irse a vivir a miles de kilómetros. Ella es así de perfecta.
Mi madre nos abrió la puerta a Joe y a mí. Bob se coló con las orejas al viento y los ojos brillantes.
– Qué mono -dijo la abuela-. Es un encanto.
– Pon el pastel encima del frigorífico -dijo mi madre-. Y ¿dónde está el asado? No dejéis que se acerque al asado.
Mi padre ya estaba sentado a la mesa, sin quitarle el ojo al asado, eligiendo su trozo favorito de carne.
– Bueno, y ¿qué pasa con la boda? -preguntó la abuela cuando estuvimos todos sentados y sirviéndonos la comida-. He estado en el salón de belleza y las chicas querían saber la fecha. Y querían saber si ya teníamos alquilado el salón de banquetes. Marilyn Biaggi intentó alquilar el cuartel de bomberos para la fiesta de su hija Carolyn y ya estaba ocupado todo el año.
Mi madre echó una mirada furtiva a mi dedo anular. Un dedo anular sin anillo. Mi madre apretó los labios y cortó la carne en trozos pequeños.
– Estamos pensando la fecha -dije-, pero todavía no hemos decidido nada.
Mentirosa, mentirosa, cara de mariposa. Nunca hemos hablado de fechas. Hemos evitado el tema como si fuera la peste negra. Morelli me pasó un brazo por encima de los hombros.
– Steph ha sugerido que pasemos de la boda y nos vayamos a vivir juntos, pero no sé si es una idea muy buena.
Morelli tampoco se quedaba corto a la hora de contar mentiras, y a veces tenía un sentido del humor repugnante.
Mi madre inspiró profundamente y apuñaló un trozo de carne con tal fuerza que el tenedor resonó contra el plato.
– He oído que eso es lo moderno -dijo la abuela-. Yo no le veo nada malo. Si quisiera enrollarme con un hombre, sencillamente lo haría. ¿Qué significa un estúpido trozo de papel? De hecho, me habría liado con Eddie DeChooch, pero no le funciona el pene.
– Cristo bendito -dijo mi padre.
– No es que sólo me interesen los hombres por su pene -añadió la abuela-. Lo que pasa es que Eddie y yo sólo nos sentíamos atraídos físicamente. A la hora de hablar no teníamos mucho que decirnos.
Mi madre hacía gestos como si se estuviera apuñalando en el pecho.
– Mátame y ya está -dijo-. Sería lo más fácil.
– Es la retirada -nos susurró la abuela a Joe y a mí.
– ¡No es la retirada! -aulló mi madre-. ¡Eres tú! ¡Tú me vuelves loca! -señaló con el dedo a mi padre-. ¡Y tú me vuelves loca! ¡Y tú también! -dijo mirándome furibunda-. Todos me volvéis loca. Por una sola vez me gustaría cenar sin conversaciones sobre órganos reproductores, alienígenas, ni disparos. Y quiero que haya nietos sentados en esta mesa. Los quiero aquí el año que viene y quiero que sean legales. ¿Creéis que me voy a quedar aquí para siempre? Me moriré muy pronto y entonces os arrepentiréis.
Todos nos quedamos boquiabiertos y paralizados. Nadie dijo ni pío durante sesenta segundos enteros.
– Nos vamos a casar en agosto -farfullé-. La tercera semana de agosto. Queríamos daros una sorpresa.
La cara de mi madre se iluminó.
– ¿De veras? ¿La tercera semana de agosto?
No. Era una mentira descarada. No sé de dónde salió. Sencillamente me salió de la boca. Lo cierto es que mi compromiso había sido bastante confuso, teniendo en cuenta que la proposición de matrimonio se hizo en un momento en el que era difícil distinguir entre el deseo de pasar el resto de nuestras vidas juntos y el deseo de practicar sexo con cierta regularidad. Dado que el impulso sexual de Morelli hace que el mío parezca insignificante, generalmente él suele estar con mayor frecuencia a favor del matrimonio que yo. Supongo que lo más acertado sería decir que estábamos prometidos para estar prometidos. Y ése es un terreno muy cómodo para los dos, porque es lo bastante impreciso para absolvernos a Morelli y a mí de una discusión seria sobre el matrimonio. Una discusión seria sobre el matrimonio acaba siempre con gritos y portazos.
– ¿Has ido a mirar vestidos? -preguntó la abuela-. No nos queda mucho tiempo para agosto. Necesitas un vestido de novia. Y además están las flores y el banquete. Y tienes que reservar la iglesia. ¿Has preguntado ya en la iglesia?
La abuela saltó de su silla.
– Tengo que llamar a Betty Szajack y a Marjorie Swit.
– ¡No, espera! -dije-. Todavía no es oficial.
– ¿Qué quieres decir con que… no es oficial? -preguntó mi madre.
– Hay mucha gente que no lo sabe.
Por ejemplo, Joe.
– ¿Y la abuela de Joe? -preguntó mi abuela-. ¿Lo sabe ella? No me gustaría que la abuela de Joe se enfadara. Sabe echar el mal de ojo.
– Nadie sabe echar el mal de ojo -dijo mi madre-. El mal de ojo no existe.
Al mismo tiempo que lo decía pude apreciar que se esforzaba por no hacerse la señal de la cruz.
– Y, además -dije yo-, no quiero una gran boda con vestido de novia y todo eso. Quiero… una barbacoa.
No podía ni creer que hubiera dicho aquello. Por si fuera poco haber anunciado la fecha de mi boda, ahora resultaba que la tenía perfectamente planeada. ¡Una barbacoa! ¡Dios! Era como si no tuviera control de mi boca.
Miré a Joe y vocalicé «¡ socorro!» sin sonido.
Joe me echó un brazo por encima de los hombros y sonrió. El mensaje silencioso era: «Cariño, en esto te has metido tú solita».
– Bueno, es un alivio verte por fin felizmente casada -dijo mi madre-. Mis dos niñas… felizmente casadas.
– Eso me recuerda una cosa -le dijo la abuela a mi madre-. Valerie llamó anoche cuando fuiste a la tienda. Dijo algo de hacer un viaje, pero no me enteré muy bien de lo que decía a causa de todos los gritos que se oían por detrás.
– ¿Quién gritaba?
– Me imagino que sería la televisión. Valerie y Steven nunca gritan. Son la pareja perfecta. Y las niñas son dos perfectas damitas.
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