Elaine estaba en su pórtico. Tenía un abrigo de lana gruesa tirado alrededor de su cuerpo corto, y un rictus beligerante en su boca.
Diesel pasó un brazo a través de mis hombros.
– Bien, compañera, vamos a hablar con Elaine.
Elaine se ciñó más la chaqueta cuándo nos acercamos.
– Viejo tonto loco, -dijo ella-. No sabe cuando detenerse.
– ¿Lo vio usted? -preguntó Diesel.
– No. Oí el chasquido de la electricidad, y supe que estaba aquí. Cuando llegué al pórtico, se había ido. Es propio de él atacar en Navidad, por lo demás. El hombre es el mal puro.
– No es una buena idea que usted se quede aquí, -dijo Diesel-. ¿Tiene algún otro lugar adónde ir? ¿Quiere que le encuentre una casa segura?
Elaine levantó su barbilla una fracción de pulgada.
– No dejaré mi casa. Tengo galletas que hacer. Y alguien tiene que mantener los comederos para pájaros llenos en el patio trasero. Las aves cuentan con ello. He estado cuidando de Sandor desde que mi marido murió, hace quince años, y nunca he tenido que recurrir ni una sola vez a una casa segura.
– Sandor siempre fue capaz de protegerla. Ahora que su poder le falla usted tiene que ser más cuidadosa, -dijo Diesel.
Elaine se mordió el labio inferior.
– Tendrá que perdonarme. Tengo que regresar a mi cocción.
Elaine se retiró a su casa, y Diesel y yo abandonamos el pórtico. El fuego del garaje casi se había extinguido, y alguien, que sospeché era la Sra. Paterson, intentaba despegar a Santa de la acera con una espátula de barbacoa.
Mi teléfono sonó en mi bolso.
– Si es tu hermana otra vez, lanzo tu teléfono al río, -dijo Diesel.
Saqué el teléfono de mi bolso y apreté el botón de apagado. Supe que era mi hermana. Y había una remota posibilidad de que Diesel hablase en serio sobre lanzar mi teléfono al río.
– ¿Ahora qué? -Pregunté a Diesel.
– Lester sabe donde está la fábrica.
– Olvídalo. No vuelvo a la oficina de empleo.
Diesel me sonrió.
– ¿Qué pasa? ¿Al grande y malo cazador de recompensas le da miedo la gente pequeña?
– Esos elfos falsos estaban locos. ¡Y fueron perversos!
Diesel me agitó el pelo.
– No te preocupes. No les dejaré ser malos contigo.
Fantástico.
* * * * *
Diesel se estacionó a media cuadra de la oficina de empleo y nos quedamos mudos contemplando a los vehículos de emergencia delante de nosotros. Un camión de bomberos, una ambulancia, y cuatro coches patrullas. Las ventanas y la puerta principal de la oficina estaban destrozadas, y una silla carbonizada había sido sacada a la acera.
Abandonamos el coche y caminamos hacia una pareja de polis a los que reconocí. Carl Costanza y Big Dog. Se balanceaban en sus talones, con las manos descansando en sus cinturones de servicio, contemplando el daño con la clase de entusiasmo por lo general reservado para mirar la hierba crecer.
– ¿Qué pasó? -Pregunté.
– Fuego. Disturbio. Lo habitual. Está bastante feo allí dentro, -dijo Carl.
– ¿Cuerpos?
– Galletas. Galletas hechas pedazos por todas partes.
Big Dog tenía una oreja de elfo en su mano. La levantó y miró.
– Y estas cosas.
– Es una oreja de elfo, -dije.
– Sí. Estas orejas son todo lo que quedan de esos pequeños infelices.
– ¿Se quemaron? -Pregunté.
– No. Corrieron, -dijo Carl-. ¿Quién habría pensado que esos tipos pequeños podían correr tan rápido? No pude agarrar ni a uno solo. Llegamos a la escena, y ellos salieron como cucarachas cuando enciendes la luz.
– ¿Cómo comenzó el fuego?
Carl se encogió de hombros y alzó la vista hacia Diesel.
– ¿Quién es?
– Diesel.
– ¿Joe sabe de él?
– Diesel no es de la ciudad. -Evasiva-. Trabajamos juntos.
No había nada más que saber sobre la oficina de empleo, así que dejamos a Carl y Big Dog y volvimos al coche. El sol brillaba en algún lugar aparte de Trenton. Las farolas estaban encendidas. Y la temperatura había caído en diez grados. Mis pies estaban mojados por calarse en dos incendios y mi nariz estaba entumecida, congelada como una paleta de helado.
– Llévame a casa, -dije a Diesel-. Estoy acabada.
– ¿Qué? ¿Ninguna compra? ¿Ninguna feliz Navidad? ¿Vas a dejar que tu hermana te deje fuera en la carrera por los regalos?
– Iré de compras mañana. Juro que lo haré.
* * * * *
Diesel detuvo el Jag en mi estacionamiento del edificio y salió del coche.
– No es necesario que me acompañes hasta la puerta, -dije-. Imagino que quieres regresar a la búsqueda de Ring.
– ¡No! He acabado por el día. Pensé que comeríamos algo y luego nos relajaríamos delante de la TV.
Me quedé momentáneamente muda. No era la tarde que yo había planeado en mi mente. Iba a pararme bajo una ducha caliente hasta que estuviera toda arrugada. Luego iba a hacerme un emparedado de mantequilla de maní y de malvavisco. Me gustan la mantequilla de maní y el malvavisco porque eso combina el plato principal con el postre y no implica potes. Tal vez miraría un poco de televisión después de la comida. Y si tenía suerte la vería con Morelli.
– Parece grandioso, -dije-, pero tengo planes para esta noche. Tal vez otro día.
– ¿Cuáles son tus planes?
– Veré a Morelli.
– ¿Estás segura?
– Sí, -no. No estaba segura. Calculé que la posibilidad era aproximadamente del cincuenta por ciento-. Y quiero darme una ducha.
– Oye, puedes ducharte mientras hago la cena.
– ¿Sabes cocinar?
– No, -dijo-. Puedo marcar.
– De acuerdo, esto es lo que pasa, no me encuentro enteramente a gusto contigo en mi apartamento.
– Pensé que te estabas acostumbrando a lo de Super Diesel.
El viejo Sr. Feinstein pasó arrastrando los pies por delante de nosotros camino a su coche.
– Oye, [11] chicky, -me dijo-. ¿Cómo va eso? ¿Necesitas ayuda? Este tipo parece sospechoso.
– Estoy bien, -dije al Sr. Feinstein-. Gracias por la oferta, en todo caso.
– Mira eso, -dije a Diesel-. Pareces sospechoso.
– Soy un minino, -dijo Diesel-. Aún no te he hecho insinuaciones amorosas. Bien, tal vez un poco en broma, pero nada serio. No te he agarrado… así. -Oprimió sus dedos alrededor de las solapas de mi chaqueta y me tiró hacia él-. Y no te he besado… así. -Y me besó.
Mis dedos se rizaron en mis zapatos. Y el calor partió por mi estómago y encabezó hacia el sur.
Maldita sea.
Él rompió el beso y me sonrió.
– ¿No es como si hubiera hecho algo así, verdad?
Lo empujé con las dos manos por el pecho, pero él no se movió, así que di un paso hacia atrás.
– No habrá besos, ni perderemos el tiempo, ni nada.
Seguro.
Hice un gesto de resignación, giré, y entré en el edificio. Diesel me siguió, y esperamos en silencio el ascensor. Las puertas se abrieron, y la Sra. Bestler me sonrió. La Sra. Bestler es por poco la persona más vieja que he visto alguna vez. Vive sola en el tercer piso, y le gusta jugar al ascensorista cuando está aburrida.
– Subiendo, -señaló.
– Primer piso, -dije.
Las puertas del ascensor se cerraron, y Sra. Bestler recitó, “bolsos de Señoras, taller de Santa, los mejores vestidos”. Ella me miró y sacudió su dedo.
– Sólo quedan tres días para hacer compras.
– Lo sé. ¡Lo sé! -Dije-. Iré de compras mañana. Juro, que iré.
Diesel y yo salimos del ascensor, y la Sra. Bestler empezó a cantar, “comienza a parecerse mucho a la Navidad” cuando bajamos por el pasillo.
– Apuesto que tal vez tiene en verdad ochenta, -dijo Diesel, abriendo mi puerta.
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