– ¿Mefistófeles?
– Tampoco. Es un tipo relamido, con astucias de picapleitos. Una especie de abogado marrullero… Además, nunca me fío de los que sonríen demasiado.
– ¿Y el que aparece en Los Karamazov ?
Corso puso gesto de estar oliendo col rancia.
– Mezquino. Vulgar como un funcionario de uñas sucias… -se detuvo a meditar un poco-. Supongo que prefiero al ángel caído de Milton -la miró, interesado-. Es lo que pretendías que dijera.
Sonreía, enigmática. Sus pulgares continuaban colgados en los bolsillos de los tejanos ceñidos a las caderas; nunca había visto nadie que los llevara como ella. Hacían falta aquellas piernas largas, por supuesto: las de una jovencita haciendo autoestop a un lado de la carretera, con la mochila en la cuneta y toda la luz del mundo en los malditos ojos verdes.
– ¿Cómo te imaginas a Lucifer? -preguntó la chica.
– Ni idea… -el cazador de libros reflexionó antes de concluir en una mueca de indiferencia-. Taciturno y silencioso, supongo. Aburrido -la mueca se le tornaba ácida-. En el trono de un salón desierto; el centro de un reino desolado y frío, monótono, donde nunca pasa nada.
Se lo quedó mirando, en silencio.
– Me sorprendes, Corso -dijo al fin. Parecía admirada.
– No veo por qué. Cualquiera puede leer a Milton. Incluso yo.
La vio moverse despacio alrededor de la cama, en semicírculo, manteniendo siempre la misma distancia, hasta interponerse entre él y la lámpara que iluminaba la habitación. Casual o premeditado, el movimiento la situó de forma que su sombra se proyectara sobre los fragmentos de Las Nueve Puertas esparcidos sobre la colcha.
– Acabas de mencionar el precio -tenía ahora el rostro en penumbra, silueteado en la pantalla de luz-. Orgullo, libertad… Conocimiento. Siempre hay que pagar por todo, al principio o al final. Incluso por el valor, ¿no crees?… ¿No te parece necesario mucho valor para enfrentarse a Dios?
Sus palabras sonaban quedas, un susurro en el silencio que invadía la habitación filtrándose bajo la puerta y por las rendijas de la ventana; incluso el rumor del tráfico pareció apagarse afuera, en la calle. Corso miraba alternativamente ambas siluetas: una de sombra, estilizada sobre la colcha y los fragmentos del libro. En pie la otra, penumbra corpórea ante la fuente de luz. Y en aquel momento se preguntó cuál de las dos era más real.
– Con todos estos arcángeles -añadió ella, o su sombra. Había desdén y rencor en la frase; incluso un eco de aire expulsado de los pulmones, suspiro despectivo y derrotado-. Guapos, perfectos. Disciplinados como nazis.
No parecía tan joven, en aquel momento. Cargaba consigo un cansancio viejo de siglos: oscura herencia, culpas ajenas que él, sorprendido y confuso, no era capaz de identificar. Después de todo, se dijo, tal vez no fuese real ninguna de las dos: ni la sombra en la colcha ni la silueta que se perfilaba en el contraluz de la lámpara.
– Hay un cuadro en el Prado, ¿recuerdas, Corso?… Hombres con navajas frente a jinetes que les dan sablazos. Siempre tuve una certeza: el ángel caído, al rebelarse, tenía la misma mirada, idénticos ojos extraviados que esos infelices de las navajas. El valor de la desesperación.
Se había movido un poco mientras hablaba; apenas unos centímetros, mas al hacerlo su sombra avanzó, acercándose a la de Corso como si tuviera voluntad propia.
– ¿Qué sabes tú de eso? -preguntó él.
– Más de lo que quisiera.
La sombra cubría todos los fragmentos del libro y casi tocaba la de Corso. Retrocedió éste por instinto, dejando una porción de luz interpuesta entre ambas, en la cama.
– Imagínatelo -dijo ella con el mismo tono absorto-. Solitario en su palacio vacío, el más hermoso de los ángeles caídos urde sus trampas… Se esmera, concienzudo, en una rutina que desprecia; pero que le permite al menos disimular su desconsuelo. Su fracaso… -la risa de la chica sonó queda, sin alegría, igual que si viniera de muy lejos-. Tiene nostalgia del cielo.
Las sombras ya estaban juntas, casi fundidas entre los fragmentos arrebatados a la chimenea de la Quinta da Soledade. La chica y Corso allí, sobre la colcha, entre las nueve puertas del reino de otras sombras, o tal vez se tratase de las mismas. Papel chamuscado, claves incompletas, misterio velado varias veces: por el impresor, el tiempo y el fuego. Enrique Taillefer giraba, los pies en el vacío, al extremo del cordón de seda de su batín; Victor Fargas flotaba boca abajo en las aguas sucias del estanque. Aristide Torchia ardía en Campo dei Fiori gritando el nombre del padre sin mirar al cielo sino a la tierra, bajo sus pies. Y el viejo Dumas escribía, sentado en la cumbre del mundo, mientras allí mismo, en París, muy cerca de donde Corso se hallaba en aquel instante, otra sombra, la de un cardenal cuya biblioteca contenía demasiados volúmenes sobre el diablo, anudaba los lazos del misterio en el revés de la intriga.
La chica, o su silueta recortada en contraluz, se movió hacia el cazador de libros. Sólo un poco, un paso; suficiente para que la sombra de éste desapareciera por completo bajo la suya.
– Peor fue el caso de quienes lo siguieron -Corso tardó en comprender a quiénes se refería ella-. Los que arrastró en su caída: soldados, mensajeros, servidores de oficio y vocación. Mercenarios a veces, como tú mismo… Muchos ni siquiera se plantearon que era optar entre la sumisión o la libertad, entre el bando del Creador y el bando de los hombres: por rutina, por la absurda lealtad de los soldados fieles, siguieron a su jefe en la rebelión y en la derrota.
– Como los Diez Mil de Jenofonte-se burló Corso.
Ella guardó silencio un instante. Parecía sorprendida por la exactitud de lo que acababa de oír.
– Quizá -murmuró al fin- dispersos por el mundo, solitarios, todavía esperan que su jefe los devuelva a casa.
El cazador de libros se inclinaba en busca de un cigarrillo, y al hacerlo recobró su sombra. Entonces encendió la luz de otra lámpara en la mesita de noche, y la silueta oscura de la joven se desvaneció al iluminarse sus facciones. Los ojos claros estaban fijos en él. De nuevo parecía muy joven.
– Conmovedor -dijo Corso-. Todos esos viejos soldados buscando el mar.
La vio parpadear lo mismo que si ahora, con el rostro iluminado, no comprendiera bien de qué le estaba hablando. Tampoco había ya sombra en la cama: los fragmentos del libro eran simples trozos de papel chamuscado; bastaría abrir la ventana para que la corriente del aire los arrastrase en desorden.
Ella sonreía. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El café de Madrid, el tren, aquella mañana en Sintra… La batalla perdida, la anábasis de las legiones vencidas: eran muy pocos años para recordar tantas cosas. Sonreía a la manera de una chiquilla a un tiempo maliciosa e inocente, con leves rastros de fatiga bajo los párpados. Soñolienta y cálida.
Tragó saliva Corso. Una parte de sí mismo se acercaba a ella para arrebatar la camiseta blanca sobre la piel morena, deslizar hasta abajo la cremallera de sus tejanos y tumbarla en la cama, entre los despojos del libro que convocaba las sombras. Para sumirse en aquella carne tibia y ajustar cuentas con Dios y Lucifer, con el tiempo inexorable, con sus propios fantasmas, con la muerte y con la vida. Pero se limitó a encender el cigarrillo y expulsar el humo en silencio. Ella se lo quedó mirando largo rato a la espera de algo: un gesto, una palabra. Luego dijo buenas noches y fue hacia la puerta. Entonces, justo en el umbral, la vio girarse hacia él y alzar despacio una mano, vuelta la palma hacia adentro y dos dedos, índice y corazón, unidos en dirección a lo alto. Y su sonrisa se perfiló tierna y cómplice a un tiempo, ingenua y sabia. Como un ángel perdido que señalara con nostalgia el cielo.
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