Lisa See - La Telaraña China

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Inspectora Liu, ¿necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus huéspedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritación. Sea humilde, prudente y cortés.
El viceministro apoyó la mano sobre el hombro de la inspectora.
Hágale creer que existe un vínculo entre usted y él. Así hemos tratado a los extranjeros durante siglos. Así tratará usted a este extranjero mientras sea nuestro huésped.”`
En un lago helado de Pekín aparece el cadáver del hijo del embajador norteamericano. La difícil y ardua investigación es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kilómetros, un ayudante de la fiscalía de Los Ángeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cadáver de un Príncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres más influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos países diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.

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– No -repuso ella, volviéndose para mirarle-. Yo chillaba con los demás. -Volvió a apartar la vista-. Déjame contarte lo que ocurrió en la escuela. Ya oíste lo que dijeron los demás. Llamé cochino asno al maestro Zho. Dije tantas cosas que el maestro Zho se echo a llorar. imagínatelo, un hombre como él, culto, llorando por culpa de una niña de diez años! Pero no me contenté con eso. No paré hasta que el maestro Zho se fue a casa y no volvió nunca más.

David se acercó a su lado.

– Durante todo ese tiempo -dijo ella- nuestra familia estuvo protegida.

– ¿Por qué? -La historia empezaba a acaparar su atención.

– Porque mi padre ocupaba un alto cargo en el gobierno, trabajaba en el Ministerio de Cultura y seguía perteneciendo al circulo intimo de Mao.

David contemplo el jardín junto a Hulan.

– En 1970, cuando yo tenía doce años, mis padres me permitieron por fin ir al campo -prosiguió Hulan-. No puedo expresar como lo deseaba. Quería contribuir a reformar la sociedad, a eliminar la diferencia entre el campo y las ciudades. Quería «aprender de los campesinos». Solo tenía doce años. No comprendía lo que estaba haciendo, pero me dejé llevar por la corriente.

Cuando David y Hulan vivían juntos, el había esperado con ahínco el momento en que ella por fin se abriera ante el. Ahora dijo en voz baja:

– No tienes que decir nada más, Hulan.

Ella irguió la cabeza y lo miró.

– Querías la verdad y yo la estoy contando. Terminé en la Granja de la Tierra Roja. La idea era convertir la tierra yerma en una fértil granja. Todos nos levantábamos antes del amanecer. Arábamos, plantábamos semillas de soja y regábamos cada surco. Cuando llegaba la época de la cosecha, día tras día doblábamos el espinazo y empujábamos las guadañas. Aprendí a tejer cestos, a castrar lechones, a desplumar y destripar patos, a transportar agua a tres kilómetros, a cocinar para cien personas a la vez. Todos comíamos las mismas pésimas raciones: gachas de arroz con verduras en conserva para desayunar, arroz con unas verduras llenas de hebras para comer, arroz y más verduras para cenar, quizá una batata si había suerte.

– Debias de añorar tu casa.

– Todos aprendimos a fingir que no echábamos de menos a nuestras familias, ni los cines, las fiestas para altos funcionarios, la ropa limpia, el agua caliente, ni tampoco a nuestros maestros.

Se acercó a la estufa y la abrió.

– Yo no me contentaba con trabajar doce, catorce y dieciséis horas por dia -prosiguió, echando unos trozos de carbón al fuego-. Quería ser un modelo, como mi tocaya. Así que, por la noche, en lugar de descansar o leer mi Pequeño libro rojo, ayudaba a planear reuniones de lucha. La lucha de clases, incluso en la Granja de la Tierra Roja, era inevitable. Oh, atacábamos a la gente por todo tipo de cosas: llevar una cinta Blanca en el pelo en lugar de una roja, tener una madre o padre o tía tercera que hubiera ido a América en una ocasión, mostrarse reticente en las críticas a los demás, roncar e impedir que durmieran los compañeros de cuarto, tener relaciones sexuales… ah, eso era lo peor! Y te puedo asegurar que fuí inquebrantable en mis críticas. Jamás pasé nada por alto.

– Luego Zai fue a buscarte -dijo David, recordando lo que había contado Nixon.

– Si -asintió ella-. Un día, dos años más tarde, vino a buscarme. Entonces no era el jefe de sección Zai. No, trabajaba en el Ministerio de Cultura con mi padre. Nadie lo diría al verlo ahora, pero en aquella época el tío Zai era muy poderoso, muy fuerte. Mi padre trabajaba a sus ordenes.

Hulan volvió a guardar silencio y se acercó de nuevo a David. Este había comprendido ya que Hulan teniía que acabar su historia, y todo lo que el podía hacer era animarla.

– ¿Cómo cambiaron las cosas?

– En aquellos tiempos no importaba cuánto dinero ni guanxi tuvieras. Cuando te llegaba la hora, venían a por ti. Las masas tenían la responsabilidad de sacar a la luz los malos ejemplos. El presidente Mao confiaba en personas como yo para arrancar las malas hierbas de los campos. Todo esto me lo explicó el tío Zai cuando íbamos en el coche de camino a la estación, y luego cogimos un tren que tardó dos días en llevarnos a Pekín. Cuando llegué a casa, estaba preparada para lo que tenía que hacer.

– ¿Y cuánto tiempo habías estado fuera?

– Dos años. Tenía catorce años y era primavera. -Sus ojos vagaron por el jardín desolado cuando dijo-: En un par de meses, Pekín sería un estallido de color. Los cerezos desbordarían de flores rosadas. En los parques crecían narcisos amarillos. Allá donde abarcaba la vista, solo se veía verde, verde y más verde.

– Pero yo no me daba cuenta de nada. Estaba cegada por el deber y la fortaleza de espíritu.

– ¿Qué ocurrió?

– Tío Zai me trajo hasta aquí. Los vecinos nos esperaban. En aquel momento no me detuve a considerar como sabían que íbamos a llegar. Solo pensé: Ah, están aquí para ayudar en la reunión de lucha. Dos de nuestros vecinos sacaron a mi padre de casa y lo llevaron hasta el centro de un gran círculo. Yo no corrí hacia el, no le besé ni lo abracé. ¿Recuerdas a Spencer Lee en el tribunal, con los ojos fijos en el suelo? Así estaba mi padre, y cada vez que intentaba alzar la cabeza para mirarme, uno de los guardias le golpeaba en la nuca con un palo. La sangre le corría por el cuello, empapando su camisa.

Se ajustó el kimono en torno al cuerpo y empezó a llorar al contar como Zai, el jefe de su padre, había tomado el mando para dirigir la palabra a los vecinos.

– Dijo: «El viejo Liu ha trabajado en el Ministerio de Cultura durante muchos años, pero no ha actuado como lo hubiera hecho un buen revolucionario. No ha pensado en el pueblo. Su posición, contratar y supervisar las producciones cinematográficas, era de confianza. Pero él ha traicionado esa confianza permitiendo que se realicen películas degeneradas e inmorales. Cuando sus camaradas le dijeron que había errado, no realizó una autocrítica ni se corrigió, sino que envió esas películas al campo para corromper a las masas. En el Ministerio de Cultura sabemos que ése no puede ser su único crimen, y os pedimos a vosotros, sus vecinos, y a Liu Hulan, su hija, que ayudéis a este hombre a ver sus crímenes nefandos. Solo mediante la confesión podrá limpiarse a si mismo. Necesitamos vuestra ayuda.»

– Y los vecinos os ayudaron.

– Oh, sí-dijo Hulan, y cambio a un tono estridente-: «Liu mantiene sus orígenes en secreto, «pero algunos recordamos las costumbres decadentes de su familia» -Volvió a cambiar de voz-: Eran terratenientes, la peor clase», dijo otro. «Podemos agradecer todos a nuestro Gran Timonel que ahora estén muertos.» Luego la señora Zhang se adelantó para preguntar: «¿Pero qué hay de Liu?»

– Esa no era la mujer a la que le habían matado el marido?

Desde que perdiera a su marido hacia dos años, explicó Hulan, la senora Zhang se había convertido en la conciencia moral del hutong.

– Puso los brazos en jarras y camino hacia el centro del círculo para colocarse junto a mi padre -dijo Hulan entre lágrimas-. «Vamos a dejar que su egoísmo quede sin castigo?», pregunto. Uno a uno, recito los supuestos crímenes de mi padre. Había encargado unas camisas a Hong Kong durante un viaje de intercambio cultural para el ministerio. Tenía coche y chofer, pero jamás había ayudado a los vecinos llevándoles a algún sitio,!ni siquiera cuando el viejo Bai tenia dolor de muelas y necesitaba ir al dentista! Daba demasiadas fiestas y el ruido (las horribles canciones y el sonido de los instrumentos occidentales procedentes del complejo Liu) insultaban los oídos de todos en el hutong.!Dijo que mi madre era aún peor! «Todos en el barrio han tenido que soportar la vanidad feudal de esa mujer», dijo la señora Zhang a voz en cuello. «Se burla de nosotros con su maquillaje, sus colores vistosos y sus trajes de seda.»

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