Lisa See - La Telaraña China

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Inspectora Liu, ¿necesito recordarle que China tiene costumbres y rituales para tratar a sus huéspedes? Use su shigu, su experiencia de la vida.
Todos los extranjeros, tanto si se trata de desconocidos o de demonios como este visitante, son potencialmente peligrosos. No demuestre ira ni irritación. Sea humilde, prudente y cortés.
El viceministro apoyó la mano sobre el hombro de la inspectora.
Hágale creer que existe un vínculo entre usted y él. Así hemos tratado a los extranjeros durante siglos. Así tratará usted a este extranjero mientras sea nuestro huésped.”`
En un lago helado de Pekín aparece el cadáver del hijo del embajador norteamericano. La difícil y ardua investigación es asignada a la inspectora Liu Hulan. A miles de kilómetros, un ayudante de la fiscalía de Los Ángeles encuentra en un barco de inmigrantes ilegales el cadáver de un Príncipe Rojo, el hijo de uno de los hombres más influyentes de China…
Una impactante novela de intriga que recrea el conflicto que se produce entre dos países diametralmente opuestos cuando sus gobiernos se ven obligados a colaborar en pie de igualdad.

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Volvieron fuera y se sentaron en el bordillo. Hulan revolvió en su bolso, saco un cuaderno de notas y un bolígrafo y se los entregó a David. El anotó los nombres y números que le había gritado Spencer Lee.-¿Servirá de algo? -pregunto Hulan cuando él terminó.

– Si, si ha dicho la verdad, y creo que lo ha hecho. Por la forma en que ha cantado esos nombres… -Meneó la cabeza al recordar el paseo final de Lee.

Cuando regresaron a la plaza circular, vieron al anciano con la cabeza metida bajo el capó del coche. Hulan quiso ahuyentarlo con una ristra de amenazas, pero en lugar de atemorizarse, el anciano la invitó a comer en una cafetería. El hombre venció la reticencia de la inspectora asegurándole que hacia seis meses que la línea telefónica con Pekin se mostraba caprichosa, que la policía local era corrupta e indiferente, y que podía vigilar la rotonda y el coche desde la cafetería.

El director del Comité de Barrio los condujo a una cafetería al aire libre decorada con banderines y pareados de Año Nuevo. Les presentó a su bisnieta, propietaria y cocinera del sencillo establecimiento. Hulan la acompañó a la cocina y la vigilo mientras preparaba tres cuencos de fideos. Advirtió a la mujer que usara agua hervida para el caldo a fin de evitar que el extranjero enfermara. La mujer cortó y frió rodajas de jengibre, ajo y guindillas en el fondo del wok, echo cerdo en tiras (fresco del día, aseguró a Hulan), luego añadió agua caliente de un termo y unos fideos. En el ultimo momento, la mujer batió unos huevos en un cuenco y los vertió sobre la sopa, donde instantáneamente se disgregaron en pétalos de flor. Una vez hervido todo de nuevo a satisfacción de Hulan, la mujer sirvió la sopa en tres cuencos, echo un poco de aceite de ají caliente por encima y los llevó a la mesa, al aire libre, donde los dos hombres se hallaban sentados junto a un brasero.

David hubiera jurado que no tenia hambre, que jamás volvería a comer, pero el primer sorbo del caldo caliente y fuerte le calentó el cuerpo de inmediato. Durante unos minutos no habló nadie, pues prefirieron degustar los fideos con tranquilidad. Luego el anciano empezó a hablar, criticando a su biznieta por ser mala cocinera y anunciando que, cuando el muriera, seguramente la mujer se moriría de hambre. Hulan aceptó sus palabras como una forma de conversación cortés.

Luego el director del Comité de Barrio empezó a contar recuerdos de la guerra civil y de su participación en ella al modo de los viejos veteranos. El se había encargado de llevar mensajes de un campo a otro. A su mujer la había conocido cuando marchaba de vuelta a Pekin.

– Solo tenia un problema -explicó-. No hablaba mi dialecto. Mis camaradas me dijeron: Eso es bueno. No entenderás sus quejas. Durante treinta y cinco años, así fue. Solo nos preocupaban las palabras del dormitorio que no se pronuncian.

Cuando Hulan tradujo sus palabras a David, éste se sorprendió a sí mismo con una carcajada. Pero pronto su sonrisa se desvaneció. ¿Como puedo reir, pensó sintiéndose culpable, cuando la muerte me rodea? Hulan le apretó el brazo.

– Somos humanos, David -dijo-. Todo lo que podemos hacer es comer, respirar y quizá reírnos un poco. Eso demuestra que seguimos vivos.

Mientras tanto, el director del comité peroraba sobre sus hazañas bélicas. Hulan había oído todas aquellas tonterías muchas veces. Si todos los veteranos que afirmaban haber estado en la Larga Marcha hubieran participado en ella de verdad, todas las aldeas y ciudades de China se hubieran quedado vacías. Luego el anciano rió entre dientes al decir que no había visto una bomba como aquélla en cuarenta años o más. Hulan volvió a prestarle atención.

– Es muy fácil de hacer -decía el anciano-. Cualquier soldado, cualquier campesino puede fabricarla, y es lo bastante mortífera para conseguir la Liberación. Es tan fácil poner en hora el cronóimetro, alejarse y dejar que haga ibam! Por eso le gustaba tanto a Mao.

– ¿De qué está hablando?

– Su bomba me trae muchos recuerdos. Cualquier veterano como yo recordará como se hacían. Solo un veterano como yo puede apreciar el trabajo manual.

– ¿Usaban bombas como esa durante la guerra? -preguntó Hulan.

– Si, a Mao le gustaban. Pero usted habrá visto ya cuál es el problema.

– No, no lo he visto.

– Es poco fiable -dijo el anciano tras de tomar un sorbo de té-.

– Lleva un cronometro, si. Pero la mitad de las veces salta cuando quiere. iBam! Quizá mates a la persona que querías matar. Quizá mates a otra. Quizá no mates a nadie.

David y Hulan se hicieron llevar al centro de Pekín en la parte posterior de una camioneta cargada de grano. La temperatura se situaba por debajo de los cero grados a causa del viento, por lo que se acurrucaron junto a los sacos de arpillera intentando mantener el calor.

– Cuando vuelva a Los Angeles -dijo David-, podré abrir una auténtica investigación. Quizá no pueda pillar al Ave Fénix por lo que ha ocurrido, pero el blanqueo de dinero y la evasión de impuestos deberían ser fáciles de demostrar.

– ¿Crees de verdad que tiene algo que ver con lo de hoy?

– Oh, Hulan, no sé. Yo ya no sé nada.

– El Ave Fénix es una organización relativamente joven -dijo ella con tono pensativo. David la miró inquisitivamente. Ella ladeó la cabeza mientras reflexionaba-. No tiene una historia demasiado larga y sus miembros son jóvenes.

– ¿Y?

– ¿Recuerdas lo que ha dicho el anciano sobre la bomba? Se usaba durante la guerra civil. -David asintió y Hulan añadió-: Quienquiera que la fabricara, tuvo que ser alguien de cierta edad. Tuvo que estar en el ejército con Mao en los años treinta o cuarenta.

– ¿Un viejo ha hecho todo esto?

– Tu sospechabas de Guang hasta esta mañana -dijo Hulan-. Desde luego tiene edad suficiente.

– ¿A quién más conocemos de esa edad? -preguntó David.

– A Zai. A mi padre.

– Venga ya, Hulan. -David se echo a reír pero viendo que ella no le imitaba, volvió a ponerse serio-. Y qué me dices de ese Lee Dawei? Quizá estuviera en el ejército.

– Pero, David, de eso to estoy hablando. El Ave Fénix es una organización joven. Spencer Lee tenia veintitantos años y era el numero dos o tres de la organización. Si la cabeza del dragón tuviera sesenta o setenta años, crees que confiaría hasta tal punto en alguien tan joven?

– No, seguramente Lee Dawei también es un crío.

– Exacto. Eso es lo que me preocupa. Nosotros éramos los objetivos de la bomba.

– Lo sé.

– El anciano nos ha dicho que era fácil de fabricar, pero poco fiable. ¿No sugiere eso que tuvo que ser instalada recientemente?

– Supongo que si. De lo contrario podía estallar cuando no estuviéramos en el coche.

– Creo que la pusieron mientras estábamos en el despacho de Guang.

– Ahora eres tu la que vuelves a Guang? -David parecía sorprendido.

– Lo sé -admitió ella-. Pero quizá nos contó lo de la bilis de oso y Henglai porque sabia que no podríamos usarlo nunca.

– Ah, mierda. -David golpeo uno de los sacos de grano con irritación. Estaba cansado y no pensaba con claridad-. iNo, espera! ¿Qué hay de Peter? Nadie podía instalar la bomba con él esperando en el interior del coche.

Hulan palidecio ante la mención de Peter, pero recobro la compostura y dijo:

– Supón que fue a hacer una llamada por teléfono o a fumarse un cigarrillo.

– Es posible.

– Entonces, ¿por qué no Guang?

– Por varias razones -dijo David, y las enumeró-. Tu dices que la persona ha de tener cierta edad. Guang la tiene, pero estaba con nosotros. ¿De verdad te lo imaginas contratando a alguien para que colocase la bomba? Yo no. Además, no tenia por qué decir una sola palabra sobre la bilis de oso y Henglai. Podróa hater mantenido la boca cerrada y no hubiéramos tenido modo alguno de detener la ejecución. ¿No te das cuenta, Hulan? Quienquiera que deseara vernos muertos, aún deseaba más ver muerto a Spencer Lee.

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