Lisa See - La Trama China

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La trama china explora el fascinante y emocionante mundo de las regiones más remotas de China, donde la lealtad, la codicia y el amor se enfrentan con aterradoras consecuencias.
La detective china Liu Hu-lan y su prometido, el abogado estadounidense David Stark, se ven enfrentados a una asombrosa trama de violencia y conspiración cuando una vieja amiga -de una aldea del interior de China- le pide a Hu-lan que descubra la verdad sobre el sospechoso suicidio de su hija.
El caso resulta alarmantemente personal por partida doble, ya que involucra el propio pasado de la detective y el siniestro secreto de una fábrica estadounidense de juguetes ligada al bufete de David.
Una subyugadora novela de intriga, con una ambientación generosa en matices y enriquecida con la complejidad de las relaciones entre dos culturas diferentes.

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– ¡Papá! ¡Gracias a Dios! Estaba esperando que vinieras, tengo buenas noticias. Le he comunicado a Tartan que no pienso vender, que nos quedamos con la empresa. Pueden intentar una OPA hostil, pero le he dicho a Miles que podemos ganar.

Henry se cubrió la cara con las manos.

– Papá ¿te encuentras bien? Ven, siéntate.

Doug se adelantó, pero Henry le detuvo con un ademán. Doug frunció el ceño y después se encogió de hombros, como diciendo “con este hombre nunca se sabe”.

– Se ha acabado, Doug -dijo el anciano.

– Es lo que intento decirte, papá. Ya está. La negativa a Tartan es definitiva.

No es tan fácil como parece -dijo Miles, apretando los dientes-. Knight ha ido demasiado lejos para echarse atrás.

El rostro demacrado de Doug cambió de color.

– No le hagas caso, papá. Lo tengo todo controlado. He cometido errores y espero que me perdones, pero anoche me di cuenta de que había sido un imbécil. Amy me ayudó, me hizo comprender que era nuestra empresa. Tú y el abuelo luchasteis por ella y no podemos venderla. Ahora lo entiendo.

Henry, con su cuerpo correoso que ahora parecía tan frágil, miraba a su hijo sin comprender. De repente se sentó a la mesa. Los demás siguieron su ejemplo. Henry meneó la cabeza.

– No puedo hacer esto -dijo a David.

– David, ¿qué pasa? -preguntó Miles, adoptando su pose profesional-. Teníamos un acuerdo sobre la mesa. Estaba prácticamente acordado. Seguimos adelante, y de repente todo se va al traste. ¿Por qué? Que me zurzan si lo entiendo. Pero estoy aquí porque Randall desea olvidar el follón de ayer. Supongo que has venido porque has hecho entrar en razones al señor Knight. Bueno, pues acabemos con esto y vámonos a casa.

– Te olvidas de que ya no trabajo para ti -contestó David.

– Me pasé de la raya -admitió Miles-. Tal como dijiste, no puedo despedirte sin una votación de todos los socios.

– Cuestión de semántica. Dimito. ¿Estás satisfecho?

Miles arrugó la frente mientras asimilaba las palabras.

– Te pido disculpas -dijo-. Lo pasado, pasado está, manos a la obra.

Cogió el montón de contratos y los dejó delante de Henry. El anciano acarició los papeles.

– Si firmo todo habrá acabado.

Miró a David esperando una respuesta. David valoró las palabras. ¿Podía dejar que lo ocurrido quedara impune por el bien del anciano? Un año atrás no se lo hubiera planteado. Habría tenido claro cuál era su deber. El castigo con todo el peso de la ley, sin circunstancias atenuantes ni clemencia. Pero después de volver a encontrar a Hu-lan, había cambiado. A veces un bien mayor significaba mirar hacia otro lado. ¿Cómo lo llamaba Hu-lan? ¿La política de un ojo abierto y el otro cerrado? La frase de Henry implicaba también una pregunta, y al observar los rostros de la habitación, vio los crímenes y secretos que no se solucionarían por una serie de firmas.

– No, Henry, no habrá acabado -contestó David.

– Papá -interrumpió Doug impaciente-, acabo de decirte que podemos quedarnos con la empresa. Quiero que así sea, quiero conservarla para que mis hijos…

– Cállate, Doug -ordenó su padre-. ¿David?

Ahora todos tenían puesta su atención en él. David se dio cuenta de que tenía en sus manos el poder para destruir vidas con tanta facilidad y tal vez con mayor crueldad que si empuñara una pistola. Pero ya se habían perdido demasiadas vidas. Miró alrededor. En ese lugar tan civilizado, con sus bellos cuadros en las paredes, aire acondicionado y una carísima mesa de madera noble, se habían provocado muchas formas de violencia. Él no llevaba arma, pero sabia que Lo sí, y supuso que también Hu-lan. Si ocurría algo, estaban preparados. Pensó en la conducta de Hu-lan en la granja de Tsai. El método era chino, pero había presentado los hechos como habría hecho cualquier fiscal. Y era lo que él debía hacer ahora.

– Hace tres semanas fue asesinada una muchacha no lejos de aquí -explicó-. Parecía un suicidio, pero fue un asesinato. Ahora sabemos que su muerte no tuvo nada que ver con Knight International, pero al principio parecía relacionada. Después de enterarme de la muerte de la chica, cené con un amigo, Keith Baxter, que también fue asesinado. Me sentí responsable por razones que no vienen al caso.

– ¿es necesario oír todo esto? -preguntó Miles, apartando su sillón de la mesa.

– Quédate donde estás -ordenó David. Lo cruzó la habitación, se situó de espaldas a la puerta y se desabrochó la chaqueta, de forma que todos pudieran ver su pistola-. Aquí hay demasiados abogados -continuó David con un tono sereno-, demasiadas traiciones. Creo que les interesa escucharme, principalmente a ti, Miles. Lo siguiente te concierne.

Miles no se movió. La atmósfera de la habitación se tensó.

– En el funeral de Keith escuché, pero no comprendí las palabras -siguió David-. Miles, tú eres un hombre inteligente, y nos la jugaste a todos simplemente diciendo la verdad. ¿Recuerdas tus comentarios sobre la última vez que habías visto a Keith? Era algo como: “Keith me enseñó los documentos. Había visto los problemas y los errores”. Te pavoneaste de ello delante de la familia de Keith, de sus amigos y de los socios. Y nadie entendió a qué te referías, ¿no es así?

Miles no contestó, pero al frialdad de sus ojos azules decía a todos que David estaba en lo cierto.

– Keith te mostró los fraudes financieros y no hiciste nada. Sabías la clase de negocio que esa gente se llevaba entre manos, y tampoco hiciste nada. Querías que este asunto siguiera adelante al precio que fuera. Eso suponía -dijo dirigiéndose a todos- renunciar a la ética profesional, mentir al gobierno, mentir a su cliente, mentir a sus socios. En nuestro oficio está considerado la peor infracción, pero no es nada comparado con arrebatar una vida. ¿Recuerdas cuando te dije que la hermana de Keith me consideraba culpable de su muerte? Me contestaste que cómo podía saber lo que había pasado si ni siquiera estaba allí. ¡Tú sí estabas! Mataste a Keith Baxter y me contrataste pensando que, como me sentía culpable, no vería la verdad, y acertaste.

– No maté a Keith -dijo Miles-. ¿Cómo iba a…?

– No es asunto mí probarlo -contestó David-. Pero seguro que a la policía de Los Ángeles le interesará examinar tu coche, si es que todavía lo tienes. Lo demás es circunstancial, pero recuerda que hace años me enseñaste cómo convencer con pruebas circunstanciales. No es necesario ver al conejo para saber que ha estado en la nieva, basta con ver sus huellas. Bueno, pues tú has dejado un montón de huellas, las suficientes para que te condenen, y más aún si se añade un móvil.

Miles hizo una mueca de desdén.

– No tengo ningún móvil -dijo.

– Al principio ése era el problema. No lo encontraba, como tampoco vi otras cosas evidentes. Sabes, ésa era la clave. La evidencia. ¿Qué sabía de ti? Fuiste siempre un trepador. Tranquilo pero trepador. Las partidas de golf con Miles. Los estrenos con los ejecutivos de los estudios. Las obras de caridad de Mary Elisabeth. Siempre quisiste ser actor.

Miles conocía los mismos trucos de abogado que David. Sostener la mirada. Si mira arriba trata de recordar, si mira a la izquierda miente. Miles mantuvo los ojos fijos en David, pero no podía controlar lo que le sucedía involuntariamente: se había ruborizado, por frustración, vergüenza y finalmente por rabia.

Miles se puso en pie.

– ¡No maté a Keith! -Miró alrededor, buscando a alguien que le creyera-. Lo demás…

– Lo demás, sólo podía ocurrir si te convertías en el socio secreto de…

– Joder.

Doug Knight pronunció la palabra sin alterarse, pero todo el mundo lo había subestimado durante tanto tiempo, incluso los que estaban en esa sala y sabían la verdad sobre él, que nadie le prestó atención. Nadie, salvo Miles Stout, que creyó percibir en su tono un atisbo de lástima. Miles miró al hombre que había pronunciado ese exabrupto, abrió los ojos de par en par e instintivamente levantó las manos para protegerse. Pero el escudo no era más que carne y hueso y no pudo evitar la bala disparada por Doug, que entró en el cráneo de Miles justo encima del ojo izquierdo y salió por la nuca. El cadáver de Miles chocó contra la pared y cayó al suelo.

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