Lisa See - La Trama China

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La trama china explora el fascinante y emocionante mundo de las regiones más remotas de China, donde la lealtad, la codicia y el amor se enfrentan con aterradoras consecuencias.
La detective china Liu Hu-lan y su prometido, el abogado estadounidense David Stark, se ven enfrentados a una asombrosa trama de violencia y conspiración cuando una vieja amiga -de una aldea del interior de China- le pide a Hu-lan que descubra la verdad sobre el sospechoso suicidio de su hija.
El caso resulta alarmantemente personal por partida doble, ya que involucra el propio pasado de la detective y el siniestro secreto de una fábrica estadounidense de juguetes ligada al bufete de David.
Una subyugadora novela de intriga, con una ambientación generosa en matices y enriquecida con la complejidad de las relaciones entre dos culturas diferentes.

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¿Seguía siendo Aarón Rodgers una posibilidad? ¿O Sandy Newheart? Estaban llegando al desvío de Knight International. El complejo quedaba escondido detrás de una cuesta, pero David miró en esa dirección y vio que Henry se ponía en guardia. Sus sueños y sus fracasos quedaban detrás de la cuesta, y tan pronto la dejaron atrás Henry volvió a sumirse en la tristeza.

– Lo, dé la vuelta -dijo David.

– ¿Cómo dice, señor Stark?

– Pare y dé la vuelta.

Lo disminuyó la marcha.

– No; continúe, nos vamos a casa -dijo Hu-lan.

El coche aceleró.

– ¡No! ¡Tenemos que dar la vuelta! ¡Por favor! -David puso una mano en el hombro de Lo.

Lo frenó y Hu-lan giró la cabeza para mirar a David. Tenía la tez macilenta y perlada por una fina capa de sudor.

– Ya hemos hecho lo que teníamos que hacer -dijo Hu-lan, al límite de sus fuerzas-. He resuelto el asesinato de Miao-shan, tú has descubierto al culpable de los sobornos, y sospecho que con un interrogatorio en al celda número cinco del Penal Municipal de Pekín, el señor Knight confesará haber matado o pagado a alguien para que matara a tu amigo.

– esto no ha acabado, ¿verdad, Henry? -preguntó David.

– La inspectora tiene razón -contestó el anciano-. Deberíamos volver a Pekín.

David sonrió. Hu-lan no supo descifrar si era una sonrisa de tristeza o de triunfo.

– Volvamos a la fábrica -ordenó David.

– No hay ningún motivo para hacerlo, inspectora Liu -dijo Henry. Ella lo miró. Era un hombre derrotado, pero no sentía lástima por él. Como si le leyera el pensamiento, él añadió-: He cometido grandes errores en mi vida, y uno de los peores fue subestimarla a usted y al señor Stark. Como acaba de decir, estamos cansados y lo mejor es volver a Pekín. Una vez allí, lo confesaré todo. Habrá resuelto el caso y supongo que se convertirá en un héroe… mejor dicho, en una heroína.

Hu-lan se pasó la mano por los ojos. Le dolían y se moría por un poco de hielo en los párpados, una bebida fresca para la garganta seca, sábanas frescas para calmar la piel ardiente y algo, cualquier cosa, que le aliviase el dolor del brazo.

– Tenemos que comprobar los archivos de los ordenadores -presionó David-. Tal vez ya los hayan borrado, pero pienso que deberíamos saber si siguen allí.

Hu-lan se dio por vencida y dijo a Lo que diera la vuelta.

– ¡No! -exclamó Henry-. No hay ningún motivo.

Pero toda la compasión de Hu-lan se había agotado durante la última hora, y siguió mirando al frente sin decir palabra.

El coche tomó la carretera secundaria que conducía a la fábrica. Al pasar por los alegres carteles que representaban a Sam y sus amigos, Henry volvió a su cantinela, a sus confesiones, a los ruegos de volver a Pekín.

– Soy el culpable de todo. Permitía que los empleados vivieran y trabajaran en malas condiciones. ¡Por eso vine a China! Nadie vigilaba y sabía que podía hacerlo. ¿Y esa mujer? David, ¿se acuerda de la mujer que se cayó desde el tejado? Usted tenía razón. La tiraron y lo hice yo. ¿Y el reportero y la sindicalista? Recibieron lo que se merecían.

– ¿Cómo iba a tirar a Xiao Yan si estaba reunido conmigo? ¿Y por qué intentó acusar a su viejo amigo Sun? -preguntó David, mientras Lo se detenía en al entrada del complejo.

El guardia salió y Lo indicó los asientos posteriores. El hombre miró el interior, vio a su jefe y corrió a pulsar el botón para abrir la verja. Lo se dirigió al edificio de administración y aparcó entre un Lexus y un Mercedes, ambos sin chofer a la vista.

Lo y Hu-lan bajaron. Henry parecía desesperado, pero no tenía escapatoria. David vio actividad en las cercanías del almacén. Una grúa cargaba cajas de muñecos en la parte trasera de un camión. Aparte de eso, la explanada árida estaba desierta como siempre, mientras al otro lado de las paredes sin ventanas cientos de mujeres trabajaban en las cadenas de montaje.

– Lo lamento, Henry -dijo David en voz baja.

El anciano abrió los ojos asombrado y una cortina de extrema resignación descendió sobre su rostro.

– Por favor -rogó.

David sopesó la palabra. En ella se resumía toda la vida de Henry. Era una súplica de compasión, perdón y una aceptación de cómo eran las cosas.

– Asumo toda la responsabilidad -añadió Henry-. Deje que cargue con al culpa de todo lo sucedido.

La respuesta de David consistió en abrir la puerta y bajar del coche.

24

David abrió la puerta de cristal del edifico de administración y entraron los cuatro. Al fondo del pasillo estaba el alma de la empresa: el lugar donde casi cien mujeres vestidas con traje chaqueta estaban sentadas en cubículos, delante de pantallas de ordenador o hablando por teléfono. David empujó a Henry al interior de un cubículo. La mujer levantó la vista sorprendida y, al ver a Henry, se puso en pie respetuosamente.

– Abra los archivos, Henry -ordenó David.

– No sé hacerlo.

– Pues dígale a ella que lo haga -dijo, señalando a la mujer.

Henry quiso hablar pero sólo le salió un gruñido.

– Señorita, haga el favor de abrir mis documentos financieros personales -dijo tras aclararse la garganta.

La joven o miró perpleja y se percató de la presencia de Lo y Hu-lan. La mujer tenía mal aspecto; el hombre, corpulento y de expresión adusta, debía de ser algún agente del gobierno. La empleada volvió a dirigirse al propietario de la empresa.

– No tengo acceso a esos documentos, señor, sólo proceso los pedidos de Estados Unidos -dijo en inglés.

– Le dije que esto no serviría de nada -dijo Henry a David.

Éste le dijo a la joven que se levantara y a Henry que se sentara delante de la pantalla.

– Escriba -ordenó.

– No sé utilizar el maldito chisme -contestó Henry furioso.

– ¿Me quiere hacer creer que un inventor, hombre de negocios y estafador, no sabe utilizar un ordenador? Vamos, abra los archivos -dijo con tono perentorio.

Henry pulsó el teclado, cerró el programa que estaba utilizando la joven, pasó el menú principal, escribió su contraseña, después el nombre, y salió una lista de archivos: biografía, historia de la empresa, acceso telefónico, viajes, correspondencia, pero nada de transacciones financieras.

– Intente con Sun Gao -dijo David.

Henry obedeció, pero fue inútil. David quería confirmación de la inocencia de Sun después de haber dudado de él y durante los diez minutos siguientes obligó a Henry a que probara con diversas contraseñas: gastos, pagos, finanzas, cuentas bancarias, Banco de China, Bando Industrial de China y Bando de Agricultura de China. Algunas indicaban operaciones legales; otras nada, aparte de un curso parpadeante o las lacónicas palabras NO ENCONTRADO. No había nada que se aproximara a los condenatorios archivos financieros en poder de David. Pero eso no indicaba que no estuvieran en el ordenador. Un experto sería capaz de recuperar datos borrados, ocultos o en clave.

David apoyó una mano en el hombro de Henry.

– Lo siento, Henry, así habría sido más fácil. -Incluso con el aire acondicionado, Henry tenía la camisa empapada de sudor nervioso-. Acabemos con esto.

– No puedo -dijo Henry sin volverse.

– Puede, y tiene que hacerlo.

Henry lo miró con expresión angustiada.

– ¿Por qué? -le preguntó.

Por la forma en que la persona reverberó en el aire, David supo que Henry estaba haciendo una pregunta más profunda que la aparente.

– Es lo que vamos a averiguar. Adelante.

Las empleadas se dieron cuenta de que algo iba mal. Habían dejado de trabajar y observaron en silencio al grupo que avanzaba por otro pasillo. El cuarteto dejó atrás el despacho de Sandy Newheart, que no estaba allí, pasó por delante de los pósters de Sam y sus amigos, con sus personajes alegres e inocentes. Por fin llegaron al salón de conferencias. La puerta estaba cerrada pero se oían voces al otro lado. Henry miró de nuevo a David, un último ruego. Peor David giró el pomo y entró en la habitación, donde Douglas Knight y Miles Stout estaban sentados a ambos extremos de la larga mesa de palo de rosa, con los contratos Knight-Tartan esparcidos. Amy Go, la secretaria del gobernador Sun, estaba apoyada contra la pared del fondo, muy atractiva con su vestido verde pálido. Doug se puso de pie.

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