– No habrá epidemia -dijo Yanagisawa. Las sendas del bosque se desvanecían en la maraña de árboles a medida que disminuía el resplandor del cielo, pero Yanagisawa mantuvo el paso-. A la dama Harume la envenenaron.
Los ancianos gritaron de asombro y exclamaron: «¿Envenenada?», «Pero si no hemos oído nada», «¿Cómo lo sabéis?»
– Oh, sé cómo enterarme de las cosas.
El chambelán tenía espías en el Interior Grande, así como en todo Edo. Estos agentes sometían a vigilancia a las personas importantes, espiaban sus conversaciones y rebuscaban entre sus pertenencias.
– Habrá problemas -advirtió Makino-. ¿Qué vamos a hacer?
– No tenemos que hacer nada -dijo Yanagisawa-. El sosakan Sano investiga el asesinato.
De repente, un plan cobró forma en su cabeza. Utilizando el caso de asesinato de la dama Harume podría destruir a Sano y a su otro rival. Yanagisawa tenía ganas de dar voz a su regocijo, pero el plan precisaba extrema discreción. Necesitaba el tipo de cómplice que no se encontraba entre la compañía presente. Detuvo la procesión en un claro y se dirigió a su séquito.
– Ya podéis iros.
Los ancianos partieron con alivio; se quedaron tan sólo los sirvientes personales de Yanagisawa.
– Deseo descansar y refrescarme -anunció-. Montad mi refugio.
Los criados descargaron los pertrechos y erigieron un recinto parecido al empleado por los generales como cuartel general en el campo de batalla: colgaron paramentos de seda de un armazón cuadrado de madera, a cielo descubierto. En el interior dispusieron esterillas, faroles encendidos y braseros de carbón, y sirvieron sake y comida. Apostaron guardias en el exterior, y Yanagisawa se recostó en un futón. En realidad, con el castillo entero a su disposición, no necesitaba aquel refugio improvisado, pero le encantaba el espectáculo de ver afanarse a otros hombres por su comodidad y el aire clandestino de un encuentro nocturno al raso. ¿Y acaso no era él semejante a un general que formase a sus tropas para el ataque?
– Tráeme a Shichisaburo -le ordenó a un sirviente, que se apresuró a obedecer.
Mientras esperaba, la punzada sensual de la lujuria aumentó su excitación. Shichisaburo, primer actor de la compañía de teatro no de los Tokugawa, era su amante de turno. Versado en la venerable tradición y práctica del amor masculino, también tenía otras utilidades…
Al momento se separaron los faldones de seda y entró Shichisaburo. Era menudo para sus catorce años, y llevaba el pelo al estilo de un samurái infantil: rapado en la coronilla, con un mechón trenzado hacia atrás desde la frente. Su túnica teatral roja y dorada cubría una figura tan grácil y esbelta como el retoño de un sauce. Shichisaburo se arrodilló e hizo una reverencia.
– Espero vuestras órdenes, honorable chambelán -murmuró.
Yanagisawa se sentó en el futón al notar que se le aceleraba el corazón.
– Levántate y ven aquí. -Saboreaba el deseo, crudo y salado como la sangre-. Siéntate a mi lado.
El joven obedeció, y Yanagisawa examinó su cara posesivamente, admirando la nariz exquisita, la barbilla afilada y los altos pómulos; la piel suave e infantil, los labios rosados como fruta deliciosa. Los ojos grandes y expresivos de Shichisaburo, radiantes a la luz de la linterna, reflejaban una gratificante disposición a complacer. Yanagisawa sonrió. El chico procedía de una venerable familia de actores que había entretenido a emperadores durante siglos. Ahora el gran talento de esa familia, concentrado en aquel joven, estaba a las órdenes de Yanagisawa.
– Sírveme una bebida -ordenó el chambelán, y añadió con magnanimidad-: y otra para ti.
– Sí, mi amo. ¡Gracias, mi amo! -Shichisaburo alzó la botella de sake-. Oh, pero el licor está frío. Permitidme que os lo caliente. ¿Puedo serviros algún otro refrigerio de vuestro agrado?
Yanagisawa lo contemplaba con deleite mientras el joven actor dejaba la botella sobre el brasero y servía pasteles de arroz en un plato. Al principio de su relación, Shichisaburo hablaba y se comportaba con la torpeza propia de los adolescentes, pero era listo y había adoptado con rapidez el patrón de discurso de Yanagisawa; ahora las grandes palabras y las frases largas y complicadas salían de él con fluidez de adulto. Cuando no se rebajaba como mandaba la costumbre, también adoptaba el porte del chambelán: cabeza alta, hombros atrás, movimientos veloces e impacientes pero suavizados por una gracia natural. Aquella imitación aduladora complacía sobremanera a Yanagisawa.
Bebieron el sake caliente. Con el rostro sonrosado por el licor, Shichisaburo dijo:
– ¿Habéis tenido un día difícil en el gobierno de la nación, mi señor? ¿Deseáis que os alivie?
El chambelán Yanagisawa se tumbó en el futón. Las manos del actor se desplazaron por su cuello y su espalda, relajando los músculos tensos y despertando el deseo. Aunque tentado de darse la vuelta y atraer al muchacho hacia sí, Yanagisawa se resistió al impulso. Antes tenían asuntos de los que tratar.
– Es un honor tocaros. -Los dedos frotaban, acariciaban, pellizcaban; Shichisaburo le susurró al oído-: Cuando estamos separados, ansío el momento en que volvamos a estar juntos.
Yanagisawa sabía que estaba actuando y que no había un ápice de sinceridad en todo lo que decía, pero eso no lo molestaba. ¡Qué maravilla que alguien lo respetara tanto que se tomara todas aquellas molestias para complacerlo!
– Por las noches sueño con vos y… y tengo que confesaros un vergonzoso secreto. -La voz de Shichisaburo tembló convincentemente-. A veces mi deseo por vos es tan grande que me acaricio y finjo que me estáis tocando. Espero que esto no os ofenda.
– Muy al contrario -dijo Yanagisawa con una risilla.
El actor, a pesar de su talento y su estirpe, era un plebeyo, un don nadie. Era débil, inocente, patético, y otro hombre tomaría sus palabras como un insulto. Mas el chambelán Yanagisawa se deleitaba con la charada como prueba de que ya no era una víctima desvalida, sino el omnipotente manipulador de otros hombres. Tenía esbirros en vez de amigos. Se había casado con una mujer rica emparentada con el clan Tokugawa, pero se mantenía apartado de ella y de su hija de cinco años, para la que ya había empezado a buscar un enlace políticamente ventajoso. No le importaba que todos lo despreciaran, mientras obedecieran sus órdenes. La farsa de Shichisaburo lo excitaba; el poder era el afrodisíaco definitivo.
En aquella ocasión el chambelán Yanagisawa postergó su placer a regañadientes.
– Necesito tu ayuda en un asunto muy importante, Shichisaburo -dijo, sentándose de nuevo.
Los ojos del joven actor rebosaban felicidad, y Yanagisawa casi podía creer que de verdad se sentía halagado por la petición, que en realidad era una orden.
– Haré lo que sea por vos, mi señor.
– Se trata de un asunto del máximo secreto, y tienes que prometerme que no le dirás nada a nadie advirtió Yanagisawa.
– ¡Oh, lo prometo, lo prometo! -El chico irradiaba sinceridad-. Podéis confiar en mí. Dadme la oportunidad. Complaceros significa para mí más que cualquier otra cosa en el mundo.
Yanagisawa sabía que no era la devoción sino la amenaza del castigo lo que mantenía sometido a sus designios a Shichisaburo. En caso de que el actor le desobedeciera, lo despojarían de su posición como estrella de la compañía teatral de los Tokugawa, lo desterrarían del castillo y lo pondrían a trabajar en algún sórdido prostíbulo. El chambelán sonrió. «Todos acatarán mis designios y temerán mi ira…»
Se inclinó hacia Shichisaburo para susurrarle. Al inhalar la fragancia fresca y juvenil del chico, notó que su virilidad se alzaba dentro del taparrabos. Acabó de transmitir sus órdenes y dejó que su lengua recorriera la delicada espiral de la oreja de Shichisaburo. El actor soltó una risita y se volvió hacia Yanagisawa con encantada admiración.
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