– ¿Tal vez el amante por el que se tatuó? -sugirió el doctor Ito-. Por desgracia, la dama Harume no se marcó el nombre en la carne, como a menudo hacen las cortesanas, pero es normal que quisiera ocultar su identidad, si no se trataba del sogún.
– Porque pueden despedir a una concubina, o incluso ejecutarla, por infidelidad a su señor -asintió Sano-. Y el lugar escogido para el tatuaje sugiere que deseaba mantenerlo en secreto. -Volvió a empaquetar las pruebas-. Tengo previsto entrevistar a la madre del sogún y a la funcionaria mayor. Tal vez puedan darme información sobre quiénes podrían haber deseado la muerte de la dama Harume.
El doctor Ito acompañó a Sano hasta el patio, ya ensombrecido por la llegada del crepúsculo.
– Gracias por tu ayuda, Ito-san, y por el regalo -dijo Sano-. Cuando llegue el cadáver de la dama Harume, volveré para presenciar su examen.
Después de cargar las pruebas en las alforjas, Sano montó deseoso de continuar la investigación, pero reacio a volver al castillo de Edo. ¿Encontraría al asesino antes de que el miedo agudizara las peligrosas tensiones personales y políticas que allí existían? ¿Podría evitar convertirse en víctima de las maquinaciones y conspiraciones?
El crepúsculo otoñal descendió sobre Edo. En un cielo de poniente de color dorado pálido, las nubes bosquejaban volutas como escrituras de humo. En las casas de los campesinos, las viviendas de los mercaderes y las grandes mansiones de los daimio -los señores que tienen tierras-, los faroles brillaban sobre las puertas y en las ventanas. Una luna casi llena salió entre las primeras estrellas, heraldos de la noche que servían de guía a una partida de caza que atravesaba el coto boscoso del castillo de Edo. Porteadores cargados de cofres con vituallas seguían a los criados que guiaban a los caballos y a los perros entre ladridos. Delante, los cazadores armados con arcos avanzaban a pie entre los árboles, sobre los cuales los pájaros remontaban en vuelo vespertino.
– Honorable chambelán Yanagisawa, ¿no se está haciendo un poco tarde para cazar? -Makino Narisada, el primer anciano, apresuró el paso para ponerse a la altura de su superior. Lo siguieron los otros cuatro miembros del Consejo de Ancianos de Japón, entre bufidos y resuellos-. Hace un frío muy desagradable y pronto estará demasiado oscuro. ¿No sería mejor que regresáramos al palacio y retomáramos nuestra reunión con mayor comodidad?
– Tonterías -replicó Yanagisawa mientras enarbolaba su arco y apuntaba la flecha-. La noche es el mejor momento para cazar. Aunque no distinga a mi presa con claridad, ella tampoco puede verme. Es un reto mucho mayor que cazar a la poco sutil luz del día.
Alto, esbelto, fuerte y, a la edad de treinta y tres años, al menos quince menor que cualquiera de sus camaradas, el chambelán Yanagisawa avanzaba entre la espesura a paso ligero. La energía mística de la noche siempre estimulaba sus sentidos. La vista y el oído cobraban fuerza y claridad hasta hacerle detectar el más mínimo movimiento. En las sombras fragantes de los pinos oyó el suave aleteo de un pájaro que se posaba en un arbusto cercano. Se paró en seco y apuntó.
La caza avivaba el instinto asesino de Yanagisawa. ¿Qué mejor estado de ánimo para manejar los asuntos de gobierno? Dejó volar la flecha, que se clavó en un árbol con un golpe seco. El pájaro huyó ileso y en las inmediaciones se oyeron los graznidos de una bandada que alzaba el vuelo presa del pánico.
– Un disparo magnífico -comentó el anciano Makino a pesar del tiro. Los otros se hicieron eco de su alabanza.
El chambelán Yanagisawa sonrió, sin que le importara haberlo errado. Iba en pos de una presa más grande, más importante.
– Entonces, ¿cuál es el siguiente punto de nuestro orden del día?
– El informe del sosakan-sama sobre el éxito de su investigación de asesinato y la captura de una red de contrabando en Nagasaki.
– Ah, sí.
La furia inundó a Yanagisawa. Sano era un rival al que no había logrado eliminar, un hombre que se interponía entre él y su mayor anhelo.
– Su excelencia quedó muy impresionado por la gesta del sosakan-sama -añadió Makino; un asomo de satisfacción maliciosa tiñó sus maneras serviles-. ¿Qué pensáis, honorable chambelán?
Con ademanes enfáticos y parsimoniosos, Yanagisawa sacó otra flecha de su aljaba y siguió caminando.
– Hay que hacer algo con Sano Ichiro -dijo.
Desde su juventud, Yanagisawa era el amante del sogún y se había valido de su influencia sobre Tokugawa Tsunayoshi para alcanzar la posición de segundo al mando, el auténtico dirigente de Japón. El talento administrativo de Yanagisawa mantenía el gobierno en funcionamiento mientras el sogún sucumbía a su pasión por las artes, la religión y los jovencitos. Con el paso de los años, Yanagisawa había amasado una inmensa fortuna desviando para sí parte de los tributos pagados a los Tokugawa por los clanes daimio y de los impuestos recaudados entre los mercaderes; además de cobrar por otorgar audiencias con el sogún. Todos se inclinaban ante su autoridad. Mas no le bastaba con toda esa riqueza y poder. Recientemente había trazado un plan para convertirse en daimio, gobernante oficial de una provincia entera. Cuatro meses atrás había desterrado al sosakan Sano a Nagasaki, con la idea de que sería la última vez que vería a su enemigo y la convicción de que había afianzado para siempre su posición como favorito del sogún.
Pero no lo había logrado. Sano había sobrevivido al exilio -como a los intentos previos de Yanagisawa de desacreditarlo- y había regresado convertido en héroe. Esa misma mañana se había casado con la hija del magistrado Ueda que, para Yanagisawa, también tenía demasiada influencia sobre el sogún. Tokugawa Tsunayoshi, molesto con él por haber alejado a Sano, había rechazado hasta el momento su tentativa de ampliar sus dominios. El prestigio de Sano en la corte había ido en aumento. Eso mismo había sucedido con otro rival, cuya influencia Yanagisawa había contrarrestado con facilidad en el pasado. Pero ahora que por fin el sogún era consciente de la animosidad entre sus consejeros, no se atrevía a emplear contra Sano el método que había usado para librarse de anteriores enemigos: el asesinato. El riesgo de que lo descubrieran y castigaran era demasiado grande. Aun así, tenía que destruir a su competidor de algún modo.
– Honorable chambelán, ¿acaso no es bueno que el sosakan-sama proteja Japón de la corrupción y la traición? -preguntó Hamada Kazuo, partidario cada vez más entusiasta de Sano-. ¿No deberíamos apoyar su empeño?
Se oyeron murmullos de tímido reconocimiento de todos los ancianos excepto de Makino, el principal cómplice de Yanagisawa. Un brote de pánico asaltó al chambelán. Hubo un tiempo en que los ancianos aceptaban sus afirmaciones sin objeción alguna. Ahora, por culpa de Sano, estaba perdiendo el control sobre los hombres que asesoraban al sogún y dictaban la política del gobierno. Pero no pensaba quedarse de brazos cruzados. Nadie iba a impedir su ascenso al poder.
– ¿Cómo osáis llevarme la contraria? -clamó. Apretó el paso y obligó a los ancianos a caminar más rápido entre prontas disculpas-. ¡Daos prisa!
Paladeaba su obediencia, un recordatorio de su autoridad, y temía la más mínima señal de debilitamiento, que amenazaba con hundirlo en la pesadilla de su pasado…
Su padre había sido chambelán del daimio Takei, gobernador de la provincia de Arima, y su madre, la hija de una familia de mercaderes que ambicionaba prosperar mediante el enlace con un clan samurái. Ambos progenitores vieron en los hijos los instrumentos para mejorar el rango de la familia. No escatimaron dinero ni cuidados en su educación, pero sólo como medios para un fin: hacerse un lugar en la corte del sogún.
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