En el más nítido de sus primeros recuerdos, Yanagisawa y su hermano Yoshihiro estaban de rodillas en la tenebrosa sala de audiencias de su padre. El tenía seis años y Yoshihiro, doce. La lluvia golpeteaba sobre las tejas; parecía que en esos días jamás brillaba el sol. En la tarima estaba sentado su padre, una figura lúgubre y colosal vestida de negro.
– Yoshihiro, tu tutor me informa de que suspendes todas tus asignaturas. -La voz de su padre estaba cargada de desprecio. A Yanagisawa le dijo-: Y el maestro de artes marciales dice que ayer te derrotaron en una práctica de espada.
No mencionó el hecho de que Yanagisawa leía y escribía igual de bien que chicos que le doblaban la edad, ni que Yoshihiro era el mejor espadachín joven de la ciudad.
– ¿Cómo esperáis honrar a la familia de este modo? -La cara se le puso púrpura de furia-. ¡Los dos sois unos cretinos inútiles, indignos de ser mis hijos!
Agarró la vara de madera que siempre descansaba sobre la tarima y los apaleó. Yanagisawa y Yoshihiro se encogieron ante la dolorosa paliza, tratando de contener las lágrimas, que enfurecerían aún más a su padre. En una sala contigua, su madre reñía a su hermana Kiyoko por su incapacidad de sobresalir en las habilidades que debía dominar antes de que pudieran casarla con un alto funcionario.
– ¡Mocosa estúpida y desobediente!
El ruido de las bofetadas, los golpes y los sollozos de Kiyoko era el telón de fondo constante de aquella casa. No importaba lo que consiguieran los niños, nunca era suficiente para satisfacer a sus padres. Aun así, los castigos habrían resultado soportables si hubiesen hallado consuelo en la compañía de personas ajenas a la familia, o en el amor recíproco. Pero sus padres lo habían hecho imposible.
– Esos mocosos están por debajo de ti -le decía su madre al aislarlos a él y a sus hermanos de los hijos de los otros vasallos del señor. Algún día seréis sus superiores.
Los niños aprendieron que podían evitar el castigo cargándole a otro la culpa de su mala conducta. En consecuencia, se odiaban y recelaban los unos de los otros.
Yanagisawa recordaba haber llorado tan sólo una vez en aquellos años atroces: el día, frío y lluvioso, del funeral de su hermano. A la edad de diecisiete años, Yoshihiro se había hecho el haraquiri. Mientras los sacerdotes entonaban sus cánticos, Yanagisawa y Kiyoko lloraban con amargura, los únicos de los dolientes que manifestaban alguna emoción.
– ¡Basta ya! -susurraron sus padres entre golpes-. Qué despliegue tan patético de debilidad. ¿Qué pensará la gente? ¿Por qué no podéis honrar a la familia, como hizo Yoshihiro?
Pero Yanagisawa y Kiyoko sabían que el suicidio ritual de su hermano no había sido un gesto de honor. Yoshihiro, el hermano mayor, había sucumbido a la presión de ser el principal depositario de las ambiciones familiares. Nunca a la altura de las expectativas de sus padres, se había matado para evitarse más angustias. Yanagisawa y Kiyoko no lloraban por él sino por ellos mismos, porque sus padres habían canjeado sus vidas por un puesto más elevado en la sociedad.
Kiyoko, casada a los quince años con un acaudalado funcionario, había perdido un hijo durante una de las palizas de su marido, y volvía a estar embarazada. Y Yanagisawa, con once años, llevaba tres como paje y objeto sexual de su señor. Su ano sangraba con los asaltos del daimio; su orgullo había sufrido mortificaciones incluso peores.
Entonces, mientras el humo de la pira funeraria flotaba sobre el crematorio, se obró un cambio en el interior de Yanagisawa. El llanto agotó el sufrimiento acumulado en su corazón hasta que sólo quedó una amarga determinación. Yoshihiro había muerto por ser débil. Kiyoko era una niña desvalida. Pero Yanagisawa juró que algún día llegaría a ser el hombre más poderoso del país. En aquel momento, nadie volvería a usarlo, castigarlo o humillarlo. Se vengaría de aquellos que le hubieran hecho daño. Todos acatarían sus deseos; todos temerían su ira.
Once años después, Tokugawa Tsunayoshi tuvo referencias de un joven cuya belleza e inteligencia le habían facilitado un rápido avance entre las filas de los vasallos del daimio Takei. Tsunayoshi, aficionado a los varones hermosos, convocó a Yanagisawa al castillo de Edo. El joven había madurado de forma espléndida; era deslumbrantemente guapo, con ojos oscuros e intensos. Cuando los guardias de palacio lo escoltaron a los aposentos de Tsunayoshi, el futuro sogún de veintinueve años dejó caer el libro que estaba leyendo y lo miró embelesado.
– Magnífico -dijo. Sus rasgos finos y afeminados se cargaron de admiración. A los guardias les ordenó-: Dejadnos.
A esas alturas, Yanagisawa conocía sus limitaciones y sus cualidades. La condición relativamente baja de su clan impedía su entrada en las filas más altas del bakufu, al igual que la falta de riqueza, pero había aprendido a sacar partido de los talentos que le confirieran los dioses de la fortuna. En ese instante, en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi observó lujuria, debilidad de mente y espíritu y ansia de aprobación. Yanagisawa sonrió para sus adentros. Hizo una reverencia sin molestarse en arrodillarse antes, la primera de las muchas libertades que se tomaría con el futuro sogún, quien, humilde en su arrobamiento, le devolvió la reverencia. Yanagisawa se acercó a la tarima y recogió su libro.
– ¿Qué leéis, excelencia? -preguntó.
– El, ah, ah… -Tartamudeando de excitación, Tsunayoshi temblaba junto a Yanagisawa-. El sueño de las mansiones rojas .
Yanagisawa se sentó con descaro en la tarima y leyó del clásico de la novela erótica china. Su lectura, perfeccionada por el estudio y los castigos de la infancia, era impecable. Hacía pausas entre pasajes y sonreía con procacidad a los ojos de Tsunayoshi. Este se sonrojó. Yanagisawa extendió la mano. El futuro sogún la aferró con avidez.
Llamaron a la puerta, y entró un funcionario.
– Excelencia, es la hora de vuestra reunión con el Consejo de Ancianos. Tienen que exponeros el estado de la nación y solicitar vuestra opinión sobre las nuevas políticas de gobierno.
– Ahora, ah…, ahora estoy ocupado. ¿No podemos aplazarlo? Además, no creo tener opiniones sobre nada. -Tsunayoshi miró a Yanagisawa como pidiéndole que lo rescatara. En ese momento Yanagisawa vio el camino hacia el futuro que había imaginado. Sería el compañero de Tsunayoshi y aportaría las opiniones de las que carecía el estúpido dictador. Por mediación de Tokugawa Tsunayoshi, Yanagisawa gobernaría Japón. Esgrimiría el poder de vida y muerte que tiene el sogún sobre sus ciudadanos.
– Asistiremos los dos a la reunión -anunció. El funcionario frunció el entrecejo ante tamaña impertinencia, pero Tsunayoshi asintió mansamente. Al salir juntos de la habitación, Yanagisawa le susurró a su nuevo señor-: Cuando acabe la reunión, tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos mejor.
Cuando Tokugawa Tsunayoshi accedió a la dignidad de sogún, Yanagisawa paso a ser chambelán. Antiguos superiores cayeron bajo su mando. Se apropió de las tierras de Takei y dejó desamparados al daimio y a todos sus vasallos, entre ellos a su padre. Recibió cartas urgentes de sus empobrecidos progenitores que le suplicaban piedad. Con una jubilosa sensación de desquite, denegó su ayuda a la familia que lo había criado para ser exactamente lo que era. Pero Yanagisawa jamás olvidó lo precario de su posición. El sogún lo idolatraba, pero un sinfín de nuevos rivales pugnaban por el cambiante favor de Tsunayoshi. Yanagisawa dominaba el bakufu, pero ningún régimen era eterno.
La voz cascada del anciano Makino sacó al chambelán de sus cavilaciones:
– Deberíamos estudiar la posible epidemia y planear el modo de evitar que tenga consecuencias graves.
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