Michael Connelly - Pasaje al paraíso

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Al detective Harry Bosch, recién incorporado al Departamento de Homicidios de la policía de Los Ángeles tras una baja voluntaria, Ie cae un trabajito rutinario. En el maletero de un Rolls-Royce se ha á encontrado el cuerpo de Tony Aliso, productor de películas porno, con dos tiros en la cabeza. Aunque todo apunta a un ajuste de cuentas entre mafiosos, la División contra el Crimen Organizado (DCO) reacciona de forma extraña ante el caso y deja abiertas las puertas para el perseverante Bosch. El estudio de la escena del crimen y el análisis forense despejan el camino en una investigación más ardua de lo que parecía.

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El agente al cargo de la oficina del FBI en Las Vegas había acudido a dirigir la investigación. Los federales también habían llevado una caravana con cuatro salas, donde estaban tomando declaración a los diversos testigos que habían presenciado el tiroteo. Los cadáveres seguían en la acera y en la limusina, aunque cubiertos con plástico amarillo: un toque de color que agradecían los periodistas que filmaban la escena desde sus helicópteros.

Bosch había logrado sacarle a Lindell un poco de información sobre lo que estaba pasando. El FBI ya había identificado el Cadillac en el que Powers se había ocultado durante al menos cuatro horas, el tiempo que el aparcamiento había estado vigilado. Por lo visto el vehículo pertenecía a un hombre de Palmdale, un pueblo en medio del desierto, al noreste de Los Ángeles. El FBI ya lo tenía fichado por participar en diversas actividades racistas, entre ellas la organización de dos manifestaciones antigubernamentales en los últimos dos Días de la Independencia. El propietario del Cadillac también había intentado recaudar fondos para contribuir a la defensa de los hombres acusados del atentado en la sala federal de justicia de Oklahoma hacía dos años. Lindell le dijo a Bosch que se había cursado una orden de arresto contra él por ayudar a Powers a planear el asesinato de Verónica.

El plan era bastante bueno. El maletero del Cadillac estaba forrado con moqueta y varias mantas. La cadena y el candado que lo cerraban se podían abrir desde dentro y los agujeros oxidados en los guardabarros y el maletero habían permitido a Powers observar y esperar hasta el momento propicio, con las pistolas listas.

El especialista en cajas de seguridad, que efectivamente era Maury Pollack, estuvo encantado de cooperar con los agentes, feliz por no haber acabado bajo aquel plástico amarillo. Pollack le contó a Lindell y a sus colegas que Joey lo había ido a buscar esa mañana; le había pedido que se pusiera ropa de trabajo y trajera su taladro. Maury desconocía el objetivo de la operación, porque nadie había hablado mucho durante el trayecto en la limusina. Sólo notó que la mujer estaba asustada.

Dentro del banco, Verónica Aliso había presentado una copia del certificado de defunción de su marido, de su testamento y una orden judicial que le concedía acceso a su caja de seguridad, por ser la única heredera de Anthony Aliso. El empleado le permitió la entrada y forzar la caja porque la señora Aliso le contó que no había podido hallar la llave de su marido. El problema fue, según Pollack, que al abrir la caja se encontraron con que estaba vacía.

– ¿Te imaginas? Todo esto para nada -comentó Lindell-. Yo esperaba hacerme con esos dos kilos. Por supuesto, nos los habríamos repartido con vuestro departamento: mitad y mitad.

– Por supuesto -dijo Bosch-. ¿Habéis hablado con el banco? ¿Cuándo fue la última vez que Tony fue a su caja?

– Ésa es otra. Se ve que el tío estuvo allí el viernes, unas doce horas antes de que lo mataran. Entró y limpió la caja. Debió de tener una premonición. El tío lo sabía.

– Quizá sí.

Bosch pensó en las cerillas del restaurante La Fuentes que había encontrado en la habitación de Tony. Aliso no fumaba, pero sí había ceniceros en la casa donde había vivido Layla.

Bosch dedujo que si Tony había vaciado la caja de seguridad y almorzado en La Fuentes el viernes, la única razón por la que tendría cerillas del restaurante era porque había comido allí con alguien que fumaba.

– Ahora la cuestión es: ¿dónde está el dinero? -se preguntó Lindell-. Si lo encontramos podemos incautarlo. El pobre Joey ya no va a necesitarlo.

Lindell miró hacia la limusina. La puerta seguía abierta y una de las piernas de Marconi asomaba por debajo del plástico amarillo. Un pantalón de color azul, un mocasín negro y un calcetín blanco. Eso era todo lo que Bosch podía ver de Joey El Marcas .

– ¿Los del banco están cooperando o tenéis que pedir una orden judicial para cada cosa? -inquirió Bosch.

– No, nos están ayudando. La directora está ahí dentro, temblando como un flan. No está acostumbrada a que haya masacres delante de la puerta del banco.

– Pues pídele que compruebe si tiene una caja a nombre de Gretchen Alexander.

– ¿Gretchen Alexander? ¿Quién es ésa?

– Tú la conoces: Layla.

– ¿Layla? ¿Me tomas el pelo? ¿Crees que el tío le daría dos millones de pavos a ese pendón verbenero?

– Pregúntaselo. Vale la pena intentarlo.

Cuando Lindell regresó al banco, Bosch se volvió hacia a sus compañeros.

Jerry, si quieres recuperar tu pistola, deberíamos decírselo ahora para que no las destruyan o las archiven para siempre.

– ¿Mi pistola? -Edgar miró hacia el plástico amarillo con una expresión de dolor-. No, no la quiero. Está maldita.

– Sí -convino Bosch-. Yo también pensaba lo mismo.

Bosch meditó un rato sobre los hechos hasta que oyó que alguien lo llamaba. Al volverse, vio que Lindell le hacía señas para que se dirigiera al banco.

– ¡Sí, señor! -anunció Lindell-. Layla tiene una caja.

Bosch y sus compañeros entraron en el edificio, donde Bosch vio a varios agentes entrevistando a los estupefactos empleados. Lindell lo condujo hasta una mesa donde estaba sentada la directora de la sucursal. Era una mujer de unos treinta años con el pelo rizado y castaño. La placa sobre su mesa decía Jeanne Connors. Lindell cogió un documento de la mesa y se lo mostró a Bosch.

– Layla tiene una caja aquí, que también está a nombre de Tony. Aliso sacó ambas cajas el viernes antes de que lo mataran. ¿Sabes lo que creo? Que vació su caja y lo puso todo en la de ella.

– Es muy probable.

Bosch estaba leyendo el registro de entradas en la cámara acorazada, que estaban escritas a mano en una ficha.

– Así que vamos a conseguir una orden de registro y abrirla a lo bestia -prosiguió Lindell, entusiasmado-. Tal vez se lo pediremos a Maury, ya que está tan dispuesto. El FBI se quedará con todo el dinero… Excepto vuestra parte, claro.

Bosch lo miró.

– Puedes forzarla si consigues pruebas para obtener la orden de registro, pero no encontrarás nada.

Bosch señaló la última entrada en la ficha. Gretchen Alexander había sacado la caja cinco días antes: el miércoles después de que mataran a Aliso. Lindell tardó unos segundos en reaccionar.

– Joder, ¿crees que la vació?

– Pues sí.

– Se ha largado, ¿no? Tú la buscaste.

– Se ha esfumado, tío. Y yo voy a hacer lo mismo.

– ¿Te vas?

– Ya he prestado declaración. Hasta la vista, Roy.

– Bueno, adiós.

Bosch se dirigió a la puerta del banco. Al abrirla, Lindell se acercó a él.

– Pero ¿por qué lo puso todo en la caja de Layla?

Lindell seguía sosteniendo la ficha como si fuera la respuesta a todas sus preguntas.

– No lo sé. Quizá…

– ¿Qué?

– … estaba enamorado de ella.

– ¿Tony? ¿De una chica así?

– Nunca se sabe. La gente mata por muchas razones. Y supongo que se enamora por muchas razones. El amor hay que pillarlo al vuelo, ya sea con una chica así o con… otra persona.

Lindell asintió y Bosch se marchó.

Bosch, Edgar y Rider cogieron un taxi hasta el edificio federal donde habían dejado su coche. Una vez allí, Bosch dijo que quería pasar un momento por la casa de North Las Vegas donde había crecido Gretchen.

– No va a estar, Harry -le advirtió Edgar.

– Ya lo sé. Sólo quiero hablar un momento con la vieja.

Bosch encontró la casa sin problemas y aparcó en la entrada. El Mazda RX7 seguía allí y no parecía que se hubiese movido.

– No tardaré. Si queréis, podéis quedaros en el coche.

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