– Tengo en mi garaje un mono igual que ése que llevas -dijo señalándolo.
– ¿Ah, sí? -exclamó la joven con una interrogante sonrisa.
– ¿Sabes si los hacen en tallas infantiles?
– ¡Dios mío! ¡No tengo ni idea!
– ¿No se lo podrías preguntar a alguien?
– Sí, pero tendría que llamar por teléfono.
Sejer consintió, y abrió el periódico mientras ella marcaba el número. Le gustaba el olor de la tienda de Fina. Era una mezcla de aceite y chocolate dulce, tabaco y gasolina.
– La talla más pequeña es para diez años. Cuesta doscientas veinticinco coronas.
– ¿Me puedes encargar uno? Seguramente le estará un poco grande, pero ya crecerá.
Ella asintió con la cabeza. Sejer dejó su tarjeta sobre el mostrador y le dio las gracias, pagó el periódico y salió de la tienda. Al llegar a casa sacó del congelador un paquete de sopa cremosa. Era de esas precocinadas, pero le supo a gloria. Sejer no era un gran cocinero, siempre se había encargado de eso Elise. A él ya no le importaba. En otros tiempos, el hambre era como un irritante hoyo en el estómago, mezclado con una maravillosa expectativa sobre lo que Elise habría preparado en sus cacerolas. Ahora el hambre era más bien como un perro ladrando: cuando hacía demasiado ruido le echaba una galleta para perros. Pero se le daba bien fregar los platos. Todos los días de su matrimonio, que había durado más de veinte años, él había fregado los platos. Se dejó caer sobre una silla junto a la mesa de la cocina y comió despacio la sopa cremosa, acompañada por un zumo de grosella. Dejó volar sus pensamientos, que se detuvieron en Eva Magnus. Buscó algo que pudiera servirle de pretexto para ir a verla de nuevo, pero no encontró nada. Su hija tendría más o menos la edad de Jan Henry. Y su marido se había marchado y probablemente jamás había conocido a Maja Durban. Pero nadie le prohibía hablar con él, seguro que había oído hablar de esa mujer. Sejer sabía que cada dos fines de semana la niña pasaba uno con su padre, lo que significaba que viviría en la región. Intentó acordarse del nombre y no lo logró. Pero lo encontraría. Hablaría con él por si acaso, nunca se sabe. Un nuevo nombre en la lista. Tenía tiempo de sobra.
Acabó de comer, enjuagó el plato debajo del grifo y se acercó al teléfono. Llamó al club deportivo y se apuntó para saltar el sábado siguiente, siempre que no hiciera demasiado viento, dijo, porque no lo soportaba. Luego buscó el apellido Magnus en la guía, y deslizó lentamente el dedo por la columna de nombres. Tal y como había pensado, lo reconoció nada más verlo: Jostein Magnus. Ingeniero superior. Domicilio: Lille Frydenlund.
Volvió a la cocina, se preparó una gran taza de café y ocupó su sillón en el salón. Kollberg llegó al instante y puso la cabeza sobre sus pies. Abrió el periódico y en mitad de un ardiente artículo a favor de la Unión Europea se durmió.
Emma estaba de nuevo en casa, era un alivio. Eva ya no tenía más pensamientos que pensar, volvía a dar vueltas a lo mismo una y otra vez; era mejor tener a la niña cerca, con todo lo que eso conllevaba de prisas y trajín. Ahora sólo restaba esperar. Cogió a su hija de la mano, esa mano suave y gordita, y la condujo hasta el coche. No había mencionado la mochila de cuero rosa que le esperaba en casa del abuelo, sería una sorpresa. No quería robarle a su padre los gritos de alegría de la niña, no tenía ocasión de oírlos muy a menudo. Emma se sentó en el asiento de atrás y se puso sola el cinturón de seguridad. Llevaba un traje pantalón de color marrón que le sentaba bastante bien y Eva la había ayudado a peinarse. El abuelo vivía algo distante, a una media hora en coche, y cuando sólo llevaban cinco minutos de viaje, Emma empezó a dar la lata. Eva se irritó. Tenía los nervios a flor de piel y no aguantaba gran cosa.
– ¿Me compras un helado?
– ¡Pero si acabamos de meternos en el coche! ¿No podríamos por una vez llegar a casa del abuelo sin parar a comprar nada?
– ¿Solo un polo?
«Estás demasiado gorda -pensó Eva-. No deberías comer nada en mucho tiempo.»
Nunca le había dicho a Emma que estaba gorda. Se le había metido en la cabeza que la niña no lo sabía, y que si ella, su madre, se lo decía, la gordura se convertiría en un verdadero problema para ella.
– Espera por lo menos a que salgamos de la ciudad -dijo secamente-. Además, el abuelo nos está esperando. Tal vez haya preparado algo de comida, y no debemos estropear el apetito.
– Pero si no se puede estropear un apetito -dijo Emma incrédula. No entendía ese fenómeno, ya que ella siempre tenía apetito.
Eva no contestó. Pensó que pronto empezaría el colegio y que tendría que ser examinada por el médico escolar. ¡Ojalá hubiera más alumnos con el mismo problema! Al ser una clase de veinticuatro, cabía esa posibilidad. ¡Qué extraño! Estaba pensando en el futuro, un futuro en el que tal vez ni siquiera tomaría parte. Quizá sería Jostein el que la acompañara al colegio, peinara sus rebeldes cabellos y la cogiera de su mano gordita. El tráfico era fluido; Eva respetaba los límites de velocidad con gran precisión. El que nadie pudiera pillarla por nada se había convertido en una obsesión, no debía llamar la atención. En cuanto salieron de la ciudad pasaron por una gasolinera Esso, que estaba abierta las veinticuatro horas.
– ¡Mamá, ahí es muy fácil parar para comprar un helado!
– ¡Emma, ya está bien!
Su voz era cortante. Se arrepintió y añadió en un tono más suave:
– Tal vez a la vuelta. -Se hizo el silencio. Eva vio la cara de la niña por el retrovisor sus redondos mofletes y esa ancha barbilla que había heredado de su padre. Era una cara seria, que no sabía nada del futuro y de todo lo que tendría que pasar si…
– Estoy viendo el asfalto -dijo Emma de repente. Iba colgada del cinturón mirando el suelo del coche.
– Ya lo sé. Es óxido. Vamos a comprarnos un coche nuevo, lo que pasa es que no he tenido tiempo.
– Pero ya podemos permitírnoslo, ¿verdad? ¿Podemos, mamá?
Eva miró por el espejo retrovisor. No había ningún coche detrás.
– Sí -dijo en tono cortante.
El resto del viaje transcurrió en silencio.
Su padre les había dejado la puerta abierta. Había visto a lo lejos el viejo Ascona; así que llamaron al timbre y entraron sin esperar. El hombre estaba mal de las piernas y andaba muy despacio. Eva le dio un cariñoso abrazo, como siempre hacía. Olía a cigarrillos Players y a loción para después del afeitado. Emma tuvo que esperar su turno.
– ¡Las mujeres de mi vida! -gritó el padre feliz. Y añadió-: ¡No adelgaces más, Eva! Con esa ropa pareces un palillo negro.
– Te agradezco el piropo -contestó ella-, pero a ti tampoco te sobra mucha grasa, así que tengo a quién parecerme.
– Bueno, bueno. Menos mal que hay gente que sabe disfrutar de este mundo -dijo, cogiendo a Emma por la cintura con su delgado brazo-. Ve a mi despacho, hay algo para tí.
La niña se separó de él y salió corriendo de la habitación. Un instante después oyeron un grito de alegría que resonó en toda la casa.
– ¡Rosa! -gritó y volvió a entrar ruidosamente.
Qué mal le queda con el pelo rojo, pensó Eva con tristeza; habría sido mucho mejor una marrón. Intentó ahogar esos pensamientos sombríos que asomaban por todas partes.
Su padre había encargado un pollo en la tienda, y Eva le ayudó a prepararlo.
– Podríais quedaros a dormir y así beberíamos un poco de vino -dijo en tono suplicante-, como en los viejos tiempos. Pronto me olvidaré por completo de cómo se comporta la gente. Tú eres la única persona que viene a verme.
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