Karin Fossum - El Ojo De Eva

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Eva es una joven pintora de escaso éxito, divorciada y madre de una niña pequeña. Un día se encuentra a Maja, una vieja amiga, que intenta convencerla para que se gane la vida como prostituta y poder saldar así sus deudas, cada día más acuciantes. Maja invita a Eva a su casa y la anima a ver por un resquicio de la puerta cómo se hace el trabajo. Pero de pronto el cliente y Maja se enzarzan en una pelea y Eva acaba con el cadáver de su amiga entre las manos.
El comisario Sejer, que se encarga del caso, esconde una mente sutil y experimentada tras un aspecto ordinario y gris. Al hacerse cargo de la investigación intuye que la joven artista, a quien ha tomado declaración como amiga de la víctima, sabe más de lo que dice. Poco a poco irá atando cabos, pues todas las respuestas a sus interrogantes están en la vida secreta de Eva Magnus.

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– Sí. Solo en casa 2. La primera la he visto dos veces.

– Como ya no tenéis coche, iréis en autobús, ¿no?

– Sí. Se tarda bastante, pero no importa, porque tenemos mucho tiempo. Antes, cuando papá…, cuando teníamos coche, no tardábamos nada en ir y volver.

Se metió un dedo en la nariz y hurgó un poco.

– A papá le hubiera gustado tener un BMW. Había ido a ver uno blanco. Si esa señora hubiese comprado el Manta…

Faltó poco para que Sejer se saliera de la carretera. El corazón le dio un vuelco, pero enseguida se serenó.

– ¿Qué has dicho, Jan Henry? Es que estaba pensando en otra cosa, ¿sabes?

– Una señora que quería comprar nuestro coche.

– ¿Te lo dijo tu padre?

– Sí. En el garaje. Fue ese día…, el último día que pasó en casa.

– ¿Una señora?

Sejer notó que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

– ¿Te dijo también su nombre? -Miró por el retrovisor, cambió de carril y contuvo la respiración.

– Sí, porque lo tenía apuntado en una nota.

– ¿Ah, sí?

– Pero ya no me acuerdo, hace tanto tiempo…

– ¿En una nota? ¿La viste?

– Sí, la llevaba en el bolsillo del mono. Estaba tumbado boca arriba, debajo del coche, y yo estaba sentado en el banco, como siempre. No, no era una nota, más bien una hoja. O la mitad de una hoja.

– Pero dices que la viste. ¿La sacó del bolsillo?

– Sí, del bolsillo de arriba. Leyó el nombre, y luego…

– ¿Luego se la volvió a meter en el bolsillo?

– No.

– ¿La tiró?

– No recuerdo lo que hizo con ella -dijo el chico con aire triste.

– Si piensas mucho en ello, ¿crees que podrás recordar lo que tu padre hizo con la nota?

– No lo sé.

El chico miró con semblante serio al policía; empezó a intuir qué se trataba de algo importante.

– Si me acuerdo te lo diré -susurró.

– Jan Henry -dijo Sejer en voz baja-, esto es muy, muy importante.

Habían llegado a la casa verde.

– Entiendo.

– Así que si se te ocurre algo sobre esa señora, lo que sea, díselo enseguida a tu madre para que me llame.

– Vale. Si me acuerdo. Pero ya te he dicho que hace mucho tiempo.

– Es verdad; aunque, ¿sabes?, si uno se esfuerza mucho, y piensa en la misma cosa día tras día, es posible acordarse de algo que uno pensaba que había olvidado.

– Ciao -dijo Jan Henry.

– Ya nos veremos -dijo Sejer.

Dió marcha atrás y miró al chico por el retrovisor. Iba corriendo hacia la casa.

«Debería haber caído antes en que el chico podía saber algo -se dijo-. Se pasaba el día metido en el garaje con su padre. ¿Por qué no aprenderé nunca?»

Capítulo 10

Una mujer.

Iba pensando en ello mientras aparcaba el coche junto a los Juzgados; luego anduvo los escasos metros que lo separaban de la calle de Erik Børresen. Puede que fueran dos. La mujer pudo tentarle a salir, y un hombre podía estar esperando para hacer la parte sucia del trabajo. Pero ¿por qué?

La calle de Erik Børresen número seis era una tienda de artículos sanitarios, así que entró en el número cinco, donde encontró un J. Mikkelsen en el tercer piso. Estaba en paro, razón por la que se encontraba en casa. Un hombre de unos veinticinco años, con las rodillas que le sobresalían de los pantalones vaqueros.

– ¿Conoces a Egil Einarsson? -preguntó Sejer, mientras observaba la reacción del otro. Estaban sentados junto a la mesa de cocina, cara a cara. Mikkelsen empujó hacia un lado un montón de boletos de lotería, un salero y el último ejemplar de la revista Hombres.

– ¿Einarsson? Me suena, pero no sé de qué. Einarsson… suena a islandés.

Seguramente no tenía nada que ocultar. Así pues, perdía el tiempo allí sentado, junto a esa mesa con un hule a cuadros a pleno día, husmeando una pista falsa.

– Está muerto. Fue encontrado en el río hace un par de semanas.

– ¡Ah ya!

No paraba de tocarse el fino aro de oro que llevaba en una oreja, y movió la cabeza enérgicamente.

– Claro, claro, lo vi en el periódico. Apuñalado. Sí, ya sé. Eso es, Einarsson. Esto parecerá pronto Estados Unidos, y la culpa de todo la tiene la droga, ya que me lo pregunta.

No le había preguntado nada, sino que callaba y esperaba, mientras observaba con curiosidad ese rostro joven con una coleta que le sentaba de maravilla. A pocos, pensó Sejer, les sienta bien la coleta, a muy pocos.

– Bueno, yo no lo conocía.

– ¿Así que no sabes qué marca de coche tenía?

– ¿Coche? ¿Y cómo demonios iba a saberlo?

– Tenía un Opel Manta. Modelo ochenta y ocho. En muy buen estado. Te lo compró a tí hace dos años.

– ¡Coño! ¿Es él? -Mikkelsen movía la cabeza pensativo-. Claro, por eso me sonaba familiar. ¡Joder!

Palpó la mesa en busca de un paquete de chicles de nicotina, lo puso de canto, lo apretó por una esquina con un dedo, lo levantó en el aire y lo cogió con la mano.

– ¿Y cómo diablos lo han averiguado?

– Hicisteis un contrato de compraventa por escrito, como todo el mundo. ¿Pusiste un anuncio en el periódico?

– No, puse un cartel en la ventanilla del coche. Así me ahorré el dinero del anuncio. A los dos días llamó. Un tipo curioso. Llevaba mucho tiempo ahorrando y me lo pagó al contado.

– ¿Por qué querías venderlo?

– No quería, pero me quedé en el paro y no podía permitirme el lujo de mantenerlo.

– Entonces, ¿ahora no tienes coche?

– Sí, tengo un Escort que compré en una subasta. Es muy viejo, apenas lo saco. El dinero del paro no me da para gasolina.

– Lógico.

Sejer se levantó.

– ¡No es nada lógico, creo yo!

Los dos se rieron entre dientes.

– ¿Dan resultado? -preguntó Sejer señalando el paquete de chicles.

El joven se lo pensó un instante.

– Sí, pero enganchan. Además son caros, y saben fatal, como si estuvieras masticando una colilla.

Sejer se marchó, borró a Mikkelsen del principio de la lista y lo puso al final. Cruzó la calle y a través del cuero de su chaqueta notó que el sol quemaba débilmente. Era la mejor época del año, porque aún tenía la expectativa del verano por delante. Soñaba con la casita en Sandøya, sol, mar y agua salada, la esencia de todos los veranos anteriores, esas vacaciones que habían salido bien. De vez en cuando experimentaba una ligera preocupación, por la amarga experiencia de esos veranos lluviosos y ventosos, que no habían sido pocos. Pero en los veranos soleados disfrutaba de paz, y su eccema no le molestaba tanto.

Subió corriendo los bajos escalones, empujó la puerta y al pasar por la recepción saludó con la cabeza a la señora Brenningen. En realidad era una mujer guapa, rubia y amable. No es que corriera detrás de las mujeres, quizá debería haberlo hecho, pero en ese momento, ese asunto tendría que esperar, se contentaba con mirarlas.

– ¿Es interesante? -preguntó, señalando con la cabeza el libro que la mujer leía en los ratos libres.

– No está mal -sonrió ella-. Intrigas, poder, deseo…

– Suena como nuestro sector.

Subió por las escaleras en lugar de utilizar el ascensor, entró en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer en el sillón de Kinnarps, que él mismo había pagado. Volvió a levantarse, sacó del archivo la carpeta de Maja Durban y se sentó a examinarla. Miró sus fotos, primero una en la que aún estaba viva, una mujer guapa, algo llenita, de cara redonda y cejas negras. Ojos rasgados. Pelo muy corto. Le sentaba bien. Una mujer atractiva en la flor de la vida. Su sonrisa, una sonrisa abierta y fresca, que dibujaba hoyuelos en sus mejillas, decía mucho sobre ella. En la otra foto estaba tumbada en la cama boca arriba, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Su rostro no expresaba ni terror ni asombro; semejaba una máscara incolora tirada por alguien sobre la cama.

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