Karim Fossum - No Mires Atrás

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No Mires Atrás: краткое содержание, описание и аннотация

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Ragnhild, una niña de seis años, desaparece sin dejar rastro. Mientras la policía, encabezada por el inspector Konrad Sejer, inicia la búsqueda de la pequeña, ésta se encuentra jugando en casa de Raymond, un individuo algo retrasado que vive en el bosque con su padre. El caso parece resuelto cuando la pequeña Ragnhild regresa a su casa sana y salva esa misma noche, pero en realidad la pesadilla no ha hecho más que empezar. La niña recuerda haber visto a una chica desnuda en la orilla del lago y la policía no tarda en descubrir el cadáver de Annie Holland. Al principio Sejer no cuenta con ninguna pista que explique el atroz asesinato, pero a medida que se suceden los interrogatorios va destapando el sórdido pasado de varios miembros de la pequeña comunidad noruega…

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Tecleó el título en el espacio oscuro, y esperó un poco, pero no ocurrió nada. Se levantó contrariado, dio un par de pasos y levantó la tapa de una jarra llena de caramelos que tenía en la ventana. Todo eso era inútil. De repente empujó la mala conciencia hasta el fondo de su cabeza. Allí tenía un cuarto secreto, donde guardaba episodios del pasado. Ya nadie podía detenerlo, atravesó la cocina y fue hasta la librería del cuarto de estar, donde estaba el teléfono. Buscó en el apartado de Ordenadores de la guía telefónica, encontró el número y lo marcó.

– Ra Data. Al habla Solveig.

– Bueno… se trata de un archivo cerrado -tartamudeó. Le faltó el valor, se sintió pequeño, como un ladrón y un mirón. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.

– ¿No puedes entrar?

– Eh… no, he perdido la clave.

– Me temo que el técnico se ha ido ya a casa. Pero espera un momento, voy a comprobarlo.

Halvor apretó tan fuerte el auricular contra la mejilla que le dolía la oreja. Al fondo se oían ruidos de voces y teléfonos. Echó un vistazo a su abuela, que estaba leyendo el periódico con la ayuda de una lupa, y pensó que si Annie lo supiera…

– ¿Estás ahí?

– Sí.

– ¿Vives lejos?

– En la curva de Lundeby.

– ¡Qué suerte! El técnico puede pasar de camino a casa. ¿Me das las señas exactas?

Se puso a esperar en su cuarto, con el corazón latiendo a tope y las cortinas abiertas para poder ver el coche cuando llegara. Transcurrieron exactamente treinta minutos hasta que apareció un Opel Combi blanco, con el logo de Ra Data en la puerta. Un hombre sorprendentemente joven salió del coche y miró inseguro hacia la casa.

Halvor se apresuró a abrir. El joven técnico resultó ser un hombre muy simpático, redondo como un bollo de manteca y con profundos hoyuelos. Halvor le agradeció el haber acudido tan rápidamente. Entraron juntos en la habitación del chico. El técnico abrió su maletín y sacó un montón de tablas.

– ¿Clave numérica o de letras? -preguntó.

Halvor se puso rojo.

– ¿Ni siquiera te acuerdas de eso? -preguntó el otro sorprendido.

– Es que he tenido tantas distintas… -murmuró-. Las he cambiado muchas veces.

– ¿Qué archivo es?

– Ese.

– ¿«Annie»?

No preguntó nada más. Un poco de discreción formaba parte del trabajo, y además tenía ambiciones. Halvor se acercó a la ventana con las mejillas ardiendo, una mezcla de vergüenza y nervios, y el corazón latiéndole con tanta fuerza que podría haber servido de redoble de tambor. Detrás oía el teclado, manipulado tan deprisa que parecían lejanas castañuelas. Por lo demás ni un ruido, sólo el redoble y las castañuelas. Al cabo de un tiempo, que le pareció una eternidad, el hombre se levantó por fin de la silla.

– ¡Ya está, chico!

Halvor se volvió lentamente a mirar la pantalla y cogió el bloc para firmar la factura.

– ¿Setecientas cincuenta coronas? -exclamó.

– Por cada hora o fracción -dijo el técnico sonriendo.

Con manos temblorosas, estampó su firma en la línea punteada de la parte inferior de la hoja, y pidió que le enviara la factura en forma de giro postal.

– Era una clave numérica -sonrió el experto-. Cero-siete-uno-uno-nueve-cuatro. ¿Fecha y año, verdad? -los hoyuelos se hicieron aún más profundos-. Pero evidentemente no tu fecha de nacimiento. En ese caso sólo tendrías ocho meses.

Halvor lo acompañó hasta la puerta y le dio las gracias. Luego volvió a entrar corriendo y se sentó delante del ordenador. Un nuevo texto podía leerse en la pantalla luminosa.

«Please proceed.»

Estaba a punto de caérsele la baba y el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo que sujetárselo. Empezó a leer y tuvo que apoyarse en el escritorio y parpadear varias veces. Algo había pasado, Annie lo había anotado, y él por fin lo había encontrado. Leía con los ojos enormemente abiertos mientras crecía en él una terrible sospecha.

Bjørk se estaba emborrachando a base de bien.

El perro seguía sentado con la lengua fuera, jadeante, impaciente y con la mirada errante. Bjørk se levantó por fin con gran esfuerzo, dejó la botella en el suelo helado, hipó un par de veces y consiguió ponerse de pie. Se cayó inmediatamente contra la pared con las piernas separadas. El perro también se levantó y lo miró con sus ojos amarillos. El rabo realizó un par de barridos. Bjørk buscaba el revólver en la oscuridad. Estaba bien encajado en el bolsillo estrecho; por fin consiguió sacarlo y tensó el gatillo, mientras miraba fijamente al perro y escuchaba el sonido de sus propias muelas rozándose. De repente se tambaleó, la mano le temblaba, pero se dominó, levantó el brazo y disparó. La tremenda explosión resonó en la nave. El cráneo se le reventó, su contenido manchó las paredes y alcanzó el hocico del perro. El tiro seguía resonando. Lentamente iba convirtiéndose en algo parecido a truenos lejanos. El perro se lanzó hacia delante para soltarse, pero la correa resistía. Tras unos cuantos intentos estaba agotado. Renunció y se quedó gañendo.

La galería estaba situada en una calle tranquila, no muy lejos de la iglesia católica. Fuera había aparcado un Citroen, un viejo modelo con los faros oblicuos. Más o menos como los ojos de los chinos, pensó Sejer. El coche estaba cubierto de polvo. Skarre se acercó a mirarlo. El techo estaba más limpio que el resto del coche, como si durante mucho tiempo hubiera habido allí algo protegiendo la pintura. El coche era gris verdoso.

– No lleva cofre portaesquís -comentó Sejer.

– No, lo han quitado. Se ven las marcas de los soportes.

Abrieron la puerta y entraron. Olía muy parecido a la tienda de lanas de la señora Johnas, con un toque de brea de las vigas del techo. Los estaba enfocando una cámara colocada en un rincón. Sejer se detuvo y miró hacia la lente. Por todas partes había alfombras apiladas y una ancha escalera conducía a las plantas superiores. También se veían alfombras esparcidas por el suelo, o colgando de las redondas vigas del techo. Johnas bajaba por la escalera, vestido de franela y terciopelo, rojo, verde, rosa y negro. Con sus rizos negros encajaba perfectamente en su mansión. Había en él algo suave y delicado. Ese fuerte genio, si realmente lo tenía, estaba bien escondido. Pero tenía los ojos oscuros, casi negros, y su manera de ser era inconfundiblemente la de un vendedor: amable, escurridizo y servicial.

– ¡Bueno! -dijo cordialmente-. Entren, por favor. Habrán venido a comprar una alfombra, ¿no?

Les tendió una mano como si fueran viejos amigos a los que no había visto en mucho tiempo, o tal vez clientes de dinero, con una debilidad precisamente por esa artesanía. Los nudos. Los colores. Los dibujos con claves religiosas. Nacimiento, vida, muerte, dolor, victoria y orgullo, una alfombra para poner debajo de la mesa del comedor o delante de la televisión. A prueba de todo, única.

– Tiene mucho espacio -comentó Sejer, mirando a su alrededor.

– Dos plantas enteras, además de un ático. Créanme, esto ha sido una gran inversión. Me he dejado la piel en esta tienda; tenía una pinta horrible cuando me la traspasaron. Llena de humedades y todo gris. La limpié bien y encalé las paredes, no hizo falta más. Antaño fue una vieja mansión. Por favor, síganme -añadió señalando la escalera, que coducía a lo que él llamaba el despacho, pero que en realidad era una espaciosa cocina, con fregadero de acero inoxidable, cocina eléctrica, cafetera y una pequeña nevera. La pared de la encimera tenía bonitos azulejos holandeses que representaban lindas muchachas con tocas, molinos de viento, y rollizos gansos. De una viga del techo colgaban antiguos cazos de cobre, convenientemente abollados. La mesa de cocina tenía el canto hacia arriba y guarniciones de latón en las esquinas, como si hubiera formado parte del mobiliario de un viejo barco.

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