– Pidamos un par de ostras fritas. Voy a ir al Río Ming esta noche, ¿sabe? Estamos aquí para hablar.
– Estupendo -contestó Peiqin, aliviada de que Rong no se comportara como una acompañante para comidas con ella-. ¿Cuánto tiempo hace que conocía a Qiao?
– No mucho. Desde que vino a trabajar al Rio Ming. Hará un año, creo.
– Según Zhang, usted fue muy amable con ella y le brindó su amistad, así que sabrá muchas cosas sobre Qiao.
– No, la verdad es que no. En nuestro trabajo, la gente no suele preguntar ni responder. Qiao era joven e inexperta, por eso le hice algunas sugerencias. Ahora que está muerta no debería hablar de ella, incluso si supiera algo.
– Lo que me cuente será sólo para ambientar el relato. No aparecerán los nombres auténticos de nadie. Le doy mi palabra, Hong.
– Entonces, ¿el relato no tiene por qué tratar sobre ella?
– No, no necesariamente. -Peiqin comprendió sus reservas, porque cualquiera podía vender la información sobre Qiao a una publicación sensacionalista-. Zhang me conoce bien. De no ser así no me habría dado su nombre. Sólo necesito estos datos para mi relato de ficción.
– Bien, pues ahora le contaré otro relato de ficción -dijo Rong, apurando su taza de un sorbo y sosteniendo una ostra dorada entre los dedos-, pero con información auténtica sobre nuestra profesión. No le diré el nombre de la chica. Si sólo es para un relato, no tiene que tomárselo demasiado en serio.
Rong actuó con inteligencia al recalcar que se trataba de una historia ficticia; así no tenía por qué responsabilizarse de lo que fuera a decir.
– Nació a principios de los setenta -comenzó a explicar Rong, mientras mordisqueaba la ostra frita-. La máxima que reza «la belleza no es comestible» era una de las preferidas de sus padres. En la pared que había tras su cuna colgaron un póster de la «chica de hierro» del presidente Mao: una joven alta y robusta, con los músculos tan duros como el hierro. Cuando la gente tiene problemas para conseguir comida, la belleza es como la imagen de un pastel. En la escuela primaria la niña dibujó un espléndido restaurante como su hogar ideal, un hogar en el que no entraría hasta cumplir los quince años.
»Su belleza alcanzó la plenitud a mediados de los ochenta. Aunque la máxima de sus padres ya no pudiera aplicarse a todo el mundo, aún resultaba relevante en su caso. En una época caracterizada por la necesidad de establecer contactos, ser bella no bastaba para convertirse en modelo o en estrella, y ella no tenía contactos. Para una muchacha de una familia obrera normal y corriente, un empleo en una fábrica estatal estaba considerado una ocupación estable de por vida, lo que en China se denominaba un «cuenco de hierro». Así que, después de acabar la escuela secundaria, la muchacha empezó a trabajar en una fábrica textil, empleo que consiguió cuando su madre se jubiló de forma anticipada.
»Allí, su belleza no le servía de nada. Trabajaba tres turnos, arrastrando sus pies cansados alrededor de las lanzaderas, de aquí para allá, como una mosca que vuela en círculos. Al volver a casa se sacaba los zapatos y se tocaba las plantas de los pies, llenas de callos. Mientras contemplaba por la ventana los pelados brotes de sauce, sacudidos por el viento otoñal, la muchacha pensaba siempre en lo mismo: una obrera textil envejece rápidamente. "Pronto, el esplendor primaveral desaparece / de la flor. Es imposible detener / la fría lluvia y el viento sibilante."
»Pero aquélla fue también la época en que la situación empezó a cambiar: Deng Xiaping había emprendido la reforma de China. Qiao comenzó a albergar sueños inimaginables para sus padres. Al hojear las revistas de moda, no podía evitar sentirse excluida. Según las descripciones de las casamenteras del barrio, ella embellecía la ropa que llevaba puesta, y no a la inversa.
»Así que tomó una decisión: aprovecharía su juventud al máximo. Ideó un plan rebuscado, basado en las convenciones del cortejo en Shanghai. Los jóvenes solían salir a cenar en sus pri- meras citas. El gasto variaba según el dinero de que dispusiera él, o el glamur que exhibiera ella. Como dice el refrán, la sonrisa de una beldad vale mil piezas de oro, sobre todo en el inicio de una posible relación amorosa. El hombre sería tan generoso con su dinero como un cocinero de Sichuan con la pimienta negra. Cuando la relación se volviera más estable, una muchacha de Shanghai instaría a su amante a ahorrar pensando en su futuro común. A veces puede que salieran a cenar a un restaurante bueno pero barato, como el que servía bollos rellenos de sopa al estilo de Nanxiang en el mercado del Templo del Dios de la Ciudad Antigua. Allí harían cola durante dos horas sin quejarse, esperando a que llegara su turno para saborear los tan celebrados bollos. Una muchacha obrera sólo podía disfrutar de la vida durante un periodo muy breve, se dijo la protagonista de nuestra historia.
»A su madre le preocupaba que no diera muestras de querer sentar la cabeza. "Aún no estoy lista", le dijo a su madre, "para hacinarme con mi familia en una habitación de nueve metros cuadrados, con un bebé que llora, un wok que humea, pañales que gotean y paredes que se desconchan como sueños irrecuperables. No, no me apetece en absoluto. Acabaré casándome como todo el mundo, pero primero déjame disfrutar un poco de la vida."
»Y disfrutó acudiendo a esas citas en restaurantes, donde exigía a sus acompañantes que le pagaran platos y vinos caros. La cuenta cortaba como un cuchillo afilado, pero si el hombre se estremecía al verla, era su problema. Sus relaciones con ellos solían ser breves y agradables. Bueno, siempre eran breves, aunque no tan agradables cuando él ya no podía permitirse su compañía. La muchacha solía pedir ternera con salsa de ostras en el restaurante Xingya, pato asado de Pekín en el Pabellón Yanyun, carne de cangrejo al horno con queso en la Casa Roja, manzana dulce hilada en el hotel Kaifu, cohombro de mar con ovarios de gamba en la Casa Vieja de Shanghai, etcétera.
»Su quinto pretendiente, al parecer un tipo adinerado de Hong Kong, pudo permitirse llevarla a un restaurante tras otro. Al cabo de dos meses, sin embargo, él también dejó de aparecer frente al hotel Cathay. Ella quedó un poco decepcionada, pero a la semana siguiente conoció a su sexto pretendiente en el restaurante Cazuela Caliente y Picante, donde pudo saborear lonchas de cordero, ternera, anguila, gamba y todo tipo de exquisiteces imaginables mezcladas en una cazuela de humeante caldo de pollo. "El brote de bambú de primavera tiene una forma preciosa", dijo, tomando uno con sus palillos. "Igual que tus dedos", le respondió el hombre neciamente, cogiéndole la otra mano. Ella no la apartó. Después de todo, el tipo se había gastado un dineral en las comidas. Al mes siguiente, conoció a su séptima pareja en el Pabellón Yangzhou, donde ambos se comportaron como dos tortolitos frente a una tortuga al vapor con azúcar glas y jamón, una celebrada especialidad que supuestamente aumentaba la energía sexual. Ella sonrió, poniendo un trozo de carne de tortuga en el plato de él y metiéndose otro en la boca.
»No tardó en surgir problemas en el círculo en el que se había movido. Todos esos hombres que le habían presentado sus vecinos o sus colegas procedían de la misma clase social. Ninguno podía colmar sus expectativas. Uno de ellos vendió su sangre, según se dijo, antes de quedar con ella por última vez en el restaurante Tierra Roja.
»"No es culpa mía", se defendió ella. "No tienen por qué pegárseme de esta forma. ¿Por qué son tan caros esos restaurantes? Por su calidad. ¿Por qué me eligen a mí? Por mi belleza. No salgo a comer únicamente por el sabor de la comida. En una fábrica, frente a una máquina, soy como un tornillo, siempre fijo allí, sin lustre, sin vida. En un restaurante de lujo soy un ser humano, una auténtica mujer a la que sirven y miman."
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