Qiu Xiaolong - Seda Roja

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Un asesino en serie acecha a las jóvenes de Shanghai. Sus crímenes han creado gran expectación y alarma en la prensa y entre los ciudadanos, sobre todo porque suele abandonar a los cadáveres enfundados en un vestido muy llamativo, rojo y de estilo mandarín. Cuando el caso comienza a complicarse, el inspector jefe Chen Cao está de permiso: acaba de matricularse en un máster sobre literatura clásica china en la Universidad de Shanghai. Pero en el momento en que el asesino ataca directamente al equipo de investigadores del Departamento, a Chen no le queda más remedio que volver al trabajo y ponerse al frente de la investigación. Mientras intenta dar con el asesino antes de que se cobre nuevas víctimas, irá descubriendo que la raíz de estos asesinatos se remonta al trágico y tumultuoso pasado reciente del país.

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– He hablado con el comité vecinal de su barrio. También me han dicho que trabajaba muchísimo, y que no pasaba demasiado tiempo en casa. ¿Es posible que tuviera otro trabajo?

– Eso no lo sé. Aquí hacía horas extra, por las que le pagábamos un cincuenta por ciento más. Por la mañana limpiaba las habitaciones y ayudaba en la cafetería del hotel. También trabajaba algunas noches. Tenía que pagar las facturas médicas de su padre. Nuestro hotel tiene permiso para alojar a turistas extranjeros, por lo que preferíamos contar con empleados de confianza. Nuestro gerente le proporcionaba todas las horas que quisiera trabajar. A los clientes les gustan las chicas jóvenes y guapas.

– A los clientes les gustan las chicas jóvenes y guapas. ¿Qué quiere decir con eso?

– No me malinterprete. Aquí no toleramos ningún servicio indecoroso. Una chica de su edad podría haber elegido trabajar en otro sitio. En un club nocturno, pongamos, por mucho más dinero, pero se quedó aquí, trabajando muchas más horas.

– ¿Sabe algo sobre su vida personal? Por ejemplo, ¿tenía novio?

– No lo sé -respondió el jefe de recepción, tartamudeando de nuevo-. Eso pertenecía a su vida privada. Trabajaba mucho, como le he dicho, y no hablaba demasiado con sus compañeros de trabajo.

– ¿Es posible que hubiera algo entre ella y algún cliente del hotel?

– Camarada subinspector Yu, nuestro hotel no es de lujo. Y los clientes que se alojan aquí no son «bolsillos llenos». Vienen en busca de un sitio céntrico a un precio razonable, no buscan… compañía.

– Tenemos que hacer todo tipo de preguntas, camarada jefe de recepción -replicó Yu-. Aquí tiene mi tarjeta. Si se le ocurre alguna cosa más, póngase en contacto conmigo, por favor.

La visita al hotel apenas le proporcionó información nueva. En todo caso, sólo confirmó su impresión de que una chica como Jazmín nunca habría provocado a un asesino lascivo que casualmente se cruzara en su camino, ni en el mugriento callejón ni en el hotel destartalado.

6

Peiqin también había estado pensando en el caso del vestido mandarín.

No sólo porque presentaba muchos aspectos desconcertantes, sino porque era el primer caso de Yu como jefe en funciones de la brigada.

Como ya hiciera en otras ocasiones, Peiqin trazó una línea mental entre lo que podía y lo que no podía hacer. No disponía de los recursos con que contaba la policía, ni del tiempo o la energía necesarios, por lo que eligió el vestido mandarín rojo como punto de partida.

Al trabajar de contable, Peiqin no tenía que acudir a su despacho del restaurante de nueve a cinco cada día. Así que, de camino allí, se detuvo en una boutique que confeccionaba prendas a medida. No se especializaba en vestidos mandarines, pero Peiqin conocía a un viejo sastre que trabajaba allí. Tras explicarle la razón de su visita le mostró una fotografía ampliada del vestido.

– A juzgar por las mangas largas y las aberturas en la parte baja, está bastante pasado de moda. Puede que sea un estilo de principios de los sesenta -explicó el sastre, un hombre de cejas y cabello cano, mientras se colocaba bien las gafas sobre el caballete de su nariz aguileña-. Dudo que los fabriquen hoy en día. Fíjese en el esmero con que está confeccionado, incluso tiene botones forrados en forma de peces invertidos. Probablemente tardaron un día entero en hacerlos.

– ¿Cree que lo confeccionaron en los sesenta?

– No puedo asegurarlo viendo sólo la fotografía. En total, sólo habré cosido una media docena. No soy un experto, pero si un cliente me proporcionara la tela y el diseño, creo que podría confeccionarlo.

– Una pregunta más: ¿conoce alguna otra tienda que pudiera haberlo confeccionado?

– Muchas. Además, hay sastres privados que trabajan en casa del cliente. Algunos no quieren ir a las tiendas, ya sabe.

Así que había otro problema. Muchos sastres privados trabajaban de esta forma, yendo de una familia de clientes a otra. La policía sería incapaz de investigar todas las posibilidades.

Tras abandonar la tienda, Peiqin decidió ir a la Biblioteca de Shanghai. Si quería aportar algún dato nuevo a la investigación tendría que hacerlo desde una perspectiva distinta a la de la policía.

En la biblioteca, Peiqin estuvo alrededor de una hora buscando en el catálogo y pidió un montón de libros y de revistas.

Pasaban ya de las diez cuando subió hasta su despacho en el restaurante Cuatro Mares, cargada con una bolsa de plástico llena de libros. El director Hua Shan no se encontraba en el restaurante aquella mañana. Se había ausentado dos días para montar su propia empresa, aunque seguía conservando su empleo en el Cuatro Mares.

Pese a su buena ubicación, el restaurante, de gestión estatal, atravesaba momentos difíciles. Entre el socialismo y el capitalismo, como rezaba el nuevo dicho, sólo había una diferencia conceptual: la que distingue a los que trabajan por cuenta propia de aquellos que trabajan para el Estado. El restaurante acumulaba pérdidas desde hacía varios meses, razón por la que se hablaba de introducir un nuevo modelo de gestión: teóricamente, el Estado continuaría gestionando el restaurante, pero, a todos los efectos, el nuevo director sería responsable de sus pérdidas o de sus ganancias.

En medio del estrépito de cucharones y woks, Peiqin tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse en la lectura en el minúsculo despacho ubicado sobre la cocina del restaurante.

Lo que le había dicho a Yu era cierto: sabía muy poco acerca del vestido. En su época de estudiante, sólo lo había visto en e1 cine. Y luego en una fotografía de la época de la Revolución Cultural: Wang Guangmei, la «ex primera dama» de China, fue obligada a mostrarse en público vestida con un qipao escarlata desgarrado y un collar de pelotas de pimpón, a modo de perlas enormes; tanto el vestido como las supuestas joyas evidenciaban su estilo de vida burgués y decadente.

Tras recorrer con la mirada los libros esparcidos sobre el escritorio, Peiqin no supo por dónde empezar. Hojeó un libro tras otro hasta que una imagen en blanco y negro le llamó la atención: se trataba de una fotografía de Ailing, una novelista de Shanghai redescubierta en los noventa, que llevaba un vistoso vestido mandarín en los años treinta. En un programa televisivo reciente, recordó Peiqin, una muchacha paseaba con expresión pensativa por la calle Huanghe, imbuida de la nostalgia imperante, y señalaba un edificio que estaba a sus espaldas. «Puede que Ailing saliera a la calle desde ese encantador edificio, siempre radiante, enfundada en un vestido mandarín que ella misma debía de haber diseñado. ¡Qué ciudad tan romántica!»

Ailing, quien se consideraba comentarista de modas, había dibujado toda una serie de esbozos de prendas al estilo de Shanghai, cuya reimpresión se incluyó al final del libro. Pero a Peiqin le interesó más la historia personal de Ailing, que empezó a publicar cuando era muy joven y se hizo famosa por sus historias sobre Shanghai. Vivió un matrimonio infeliz con un mujeriego de mucho talento, que más tarde ganaría una pequeña fortuna escribiendo sobre su desventurada relación. Después de 1949 Ailing partió hacia Estados Unidos, donde se casó con un maduro escritor estadounidense venido a menos. Como reza un poema de la dinastía Tang: «Todo se vuelve triste cuando una pareja es pobre». Su biógrafo tachó este matrimonio de «autodeconstructivo». Después de la muerte de su segundo marido, Ailing se encerró en su piso de San Francisco, donde murió sola. Nadie se percató de lo sucedido hasta varios días después de su muerte.

Peiqin leyó la trágica historia, esperando poder comprender desde una perspectiva histórica la popularidad del vestido mandarín No obstante, después de dos horas de lectura continuaba sabiendo muy poco sobre el tema. En todo caso, su investigación no hizo sino confirmar su anterior impresión de que era un vestido para mujeres ricas o cultas. Un vestido apropiado para alguien como Ailing, pero no para una mujer trabajadora como Peiqin. Mientras tamborileaba sobre el libro, observó distraídamente que tenía un minúsculo agujero en su calcetín de lana negra…

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