– Dios mío, es magistral, Holmes.
– Elemental, Crow. Las sencillas artes de cualquier buen actor, aunque debo confesar que yo soy mejor que muchos de los que pisan un escenario en estos días. Pero rápido, hombre, a la ventana. Creo que allá abajo he colocado al gato entre los ratones.
Cruzaron hasta el marco de la ventana, mientras Crow dejaba escapar impulsivamente las preguntas que una tras otra se agolpaban en su cabeza.
– Le vi en la calle. ¿Qué estaba haciendo?
– Los informadores escondidos. Tuve unas palabras con el ciego Fred quien, naturalmente, me tomó por su líder. Una sencilla estratagema. Sólo le dije que dentro de un rato iban a salir de esta casa tres chicos, después de que yo entrara. El amigo Fred y otros dos, Sim el Espantajo y Tuffnell, debían seguirlos, un hombre a cada uno. Creo que los pihuelos les llevarán a dar un divertido paseo por la ciudad. Mire, ahora están allí.
Era exactamente como había dicho. Tres harapientos pillos habían salido a la acera y se marcharon en diferentes direcciones con paso uniforme. Como pudieron ver, surgieron figuras de lugares ocultos y comenzó la persecución.
– Esto les mantendrá ocupados -Holmes se frotó las manos-. Podemos ir a Albert Square sin miedo a que los hombres del Profesor nos pisen los talones.
Siguiendo las instrucciones de Holmes, la señora Hudson había puesto en una bandeja una variedad de carnes frías y cerveza y los dos hombres comieron con apetito antes de salir. Durante esta fría colación, Crow estuvo continuamente echando miradas a su compañero, casi sin creer que de verdad era Holmes, tan convincente era su disfraz.
Salieron un poco después de medianoche, cogieron un cabriolé hasta Notting Hill, hicieron el resto del viaje a pie y llegaron a Albert Square cerca de la una menos cuarto.
– Ésas son las escaleras, creo -Holmes susurró mientras pasaban por la plaza, pegados a la pared-. Supongo que las sirvientas estarán durmiendo en estos momentos, pero le ruego que permanezca todo lo silencioso que pueda.
Delante de la puerta, en la base de las escaleras, Holmes se paró, sacó un instrumento de su bolsillo e, insertándolo en la cerradura, la hizo girar sobre sus goznes en un santiamén.
– Quédese quieto un momento -susurró una vez que estuvieron en el interior-. Deje que sus ojos se adapten a la oscuridad.
La cocina en la que se encontraban olía a pasta tostada y a carne asada.
– El Profesor se cuida bien -murmuró Holmes-. O esa es la mejor ternera o yo soy alemán.
Lentamente, Crow comenzó a distinguir las formas de los objetos que le rodeaban.
– Las escaleras están allí -Holmes las señaló con el dedo-. ¿Ve la lámpara fuera? Está en el vestíbulo. Creo que tenemos tiempo suficiente para examinar el contenido del estudio de Moriarty -aunque dudo que encontremos algo que merezca la pena-. Yo ya he examinado sus documentos antes, hace algunos años.
Subieron las escaleras y llegaron al cuerpo principal de la casa, su avance era más sencillo gracias a la lámpara que estaba encima de la mesa del vestíbulo.
Ahora era un poco más de la una.
– Dos o tres horas, creo -dijo Holmes gruñendo-. Tendremos tiempo suficiente. La espera no será tediosa.
Mientras esperaban, oyeron un cabriolé que se acercaba a la plaza y se paraba ante la casa. Llegaban voces desde el exterior, al menos una tenía un timbre inconfundible.
– Ha empezado a cansarse de interpretar mi papel con la mujer -susurró Holmes-. Justo a tiempo, según parece. Rápido, arriba, le desafiaremos en el primer rellano, cuando esté subiendo.
Crow tuvo la sensación de tener dos pies izquierdos, mientras que Holmes era tan ligero y silencioso subiendo la escalera como un gato; sólo habían llegado al primer rellano cuando se abrió la puerta principal debajo de ellos y los pasos de Moriarty sonaron claramente en el vestíbulo.
Moriarty tarareaba para sí una pegadiza melodía que todos los chicos de los recados silbaban, Girlie Girlie, o alguna basura semejante. Pudieron oír cómo colgaba su abrigo en el perchero y apreciaron el cambio de luz con sus propios ojos cuando encendió la lámpara y comenzó a subir las escaleras con fuertes pisadas.
Crow estaba tenso, su mano rodeaba la culata del revólver y lo sacaba lentamente. Holmes se puso un dedo en los labios.
Moriarty ahora estaba dando la vuelta en las escaleras, mantenía la lámpara alta y la luz caía sobre su cara: la cara de Sherlock Holmes.
Cuando sus pies llegaron al rellano, Holmes dio un paso hacia delante.
– El señor Sherlock Holmes, supongo -dijo con una voz tan suave y amenazadora como nunca había oído Crow.
Moriarty casi perdió el equilibrio y cayó por las escaleras, se agarró fuertemente a la barandilla para mantenerse a sí mismo y levantó aún más la lámpara. Crow se adelantó, apuntándole con el revólver. Nunca había visto algo tan extraño: Holmes y Moriarty cara a cara sobre el rellano, cada uno disfrazado del otro.
– ¡Púdrase, Holmes! -gruñó el Profesor-. Debería haberme ocupado de usted en Reichenbach en lugar de dedicarme a estos juegos.
– Es muy posible -contestó Holmes de forma educada-. ¿Conoce a mi amigo, el señor Crow? Creo que casi le cogió en Sandringham. Bien, Moriarty, éste es su final. Le veremos en la horca de Jack Ketch dentro de un mes o así. Ahora, le ruego que vaya a su salón para que el Inspector pueda esposarle, después de que hayamos quitado toda esa masilla y pintura de su cara. Debo felicitarle. Un buen parecido.
Moriarty no tuvo otra elección que pasar al espacioso salón delante de los dos hombres que le apuntaban con la pistola. Le siguieron, y Holmes fue hacia la chimenea, que todavía tenía las cenizas y ascuas del fuego de ese día.
Moriarty permaneció en el centro de la habitación; sus labios se movían para dejar salir obscenos y despreciables juramentos.
– Ponga las esposas a ese canalla, Crow -dijo Holmes enérgicamente-. Luego podremos continuar nuestro camino.
El policía caminó hacia delante y llevó su mano hacia el bolsillo trasero para agarrar las esposas que tenía preparadas.
– Si pudiera sostener el revólver, Holmes, y usted señor -dirigiéndose a Moriarty- deje esa lámpara sobre el piano.
Se volvió ligeramente para pasar la pistola a Holmes, y en ese único momento sin vigilancia todo se perdió.
– Yo colocaré la lámpara -gritó Moriarty y, uniendo la acción a la palabra, lanzó contra la pared, con todas sus fuerzas, el quemador metálico con relieves, a un solo pie de la cabeza de Holmes.
– Dispare, hombre, dispare -gritó Holmes, saltando precipitadamente hacia delante al romperse el quemador, derramando aceite y llamas por la alfombra.
Crow levantó la mano y disparó, pasando la bala a una sola pulgada de distancia de Moriarty, que se encontraba en la puerta.
– ¡Tras él!
Hubo un portazo y se oyó el escalofriante ruido de la llave que giraba en la cerradura. Detrás de ellos, la habitación estaba llenándose de llamas a medida que se prendía el aceite vertido.
– La puerta, Crow. Rompa la puerta.
Del exterior llegaba la burlona e inolvidable risa y el sonido de los pasos de Moriarty por las escaleras.
– ¡Por Dios!, esa puerta -gritó Holmes-, o nos asaremos vivos.
Crow, maldiciéndose a sí mismo por loco, se lanzó con los hombros contra la puerta, sintiendo un gran dolor cuando colisionó. La madera ni siquiera se movió, el sólido roble y la fuerte cerradura no cedieron ni una pulgada ante el peso de Crow.
Moriarty se apoyó contra la pared del rellano y respiró con dificultad, la risa se desvaneció de sus labios y pudo escucharse el crepitar del fuego que iba en aumento por momentos.
Rasgó su cara, arrancando todos los trozos de masilla y el pelo para desembarazarse del semblante de su enemigo. La masilla utilizada para la fisonomía de Holmes pronto estaría burbujeando. Salió al aire, espeso por el humo, que estaba comenzando a salir por debajo de la puerta.
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