John Gardner - La Venganza De Moriarty

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El Profesor James Moriarty, el Napoleón del crimen, el ilustre archienemigo de Sherlock Holmes, regresa de los Estados Unidos con una fortuna conseguida a fuerza de estafas, fraudes y todo tipo de pillajes. También trae un minucioso y diabólico plan de venganza para quitarse de en medio a sus enemigos, los líderes de los bajos fondos de Europa: Wilhelm Schleifstein, de Berlín; Jean Grisombre, de París; Luigi Sanzionare, de Roma, y Esteban Segorbe, de Madrid. La venganza ha de alcanzar también al inspector Crow, de Scotland Yard, y, sobre todo, al más odioso de sus enemigos: el señor Sherlock Holmes, de Baker Street.

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– Gracias a Dios que ha venido, señor -la señora Hudson lloró para desahogarse cuando abrió la puerta tras la violenta llamada de Crow-. Me ha dicho que usted es la única persona que puede verle. He pensado incluso en telegrafiar al doctor Watson, pero me lo ha prohibido.

– ¿Pero puede saberse qué pasa, señora Hudson?

– Está enfermo, señor. Nunca le había visto como ahora. Pensé que estaba próximo a la muerte, pero él no deseaba a ningún doctor cerca. Y las historias que cuentan sobre él. Todo mentiras. Pero él ni escuchará ni dirá una palabra.

Crow avanzó a saltos por las escaleras hacia las habitaciones de Holmes, de las que llegaba el agudo y triste sonido de un violín. Sin llamar siquiera a la puerta, irrumpió violentamente en la habitación.

Holmes estaba sentado en su silla favorita, vestido con una bata, con los ojos cerrados y el violín apoyado en su barbilla. Crow se quedó horrorizado con el aspecto del gran detective. Su cuerpo, siempre flaco, ahora parecía demacrado, sus mejillas enjutas y ojerosas, los ojos hundidos. Por la forma en que estaba sujetando el arco del violín, dedujo que su mano no tenía la firmeza de antes.

– Mi gran escocés, Holmes, ¿qué le sucede? -casi gritó.

Holmes abrió los ojos, dejó de tocar y se recostó en su silla.

– Crow, qué alegría verle. ¿Recibió mi telegrama? ¿Hay alguna noticia?

– Alguna, pero ¿qué le sucede?

– No se preocupe, querido colega. Ahora ya lo he superado. Ya estoy casi recuperado.

Mientras decía estas palabras su cuerpo se estremeció con gran dolor, por lo que no pudo hablar durante unos momentos. Crow vio que por su frente corrían enormes gotas de sudor.

– Me temo que soy yo quien tiene la culpa de esta enfermedad, Crow -dijo Holmes débilmente-. Pero, de verdad, estoy mucho mejor. Un poco de caldo de gallina de la señora Hudson y estaré como nuevo.

– Pero, Holmes, ¿qué sucede?

– Una larga historia, y además una de locos, me temo. Pero sus noticias primero. Ya le tenemos. ¿Ha oído lo que está haciendo conmigo en los restaurantes y hoteles?

– ¿Se refiere a las historias sobre usted e Irene Adler?

– Más o menos.

– Lo he oído. Están provocando un escándalo y debe rebatirlos de una vez.

– No hasta que me haya recuperado, o usted haya realizado el truco por mí. Será la maravilla del séptimo día, ya verá. Pero, ¿qué noticias tiene?

– Encontré a la chica.

– Sí, supuse que lo haría. Cuando leí en el periódico, durante uno de mis momentos más lúcidos, que Monsieur Meliés había estado utilizando chicas gitanas para una de sus películas en Montreuil, y que daba una fiesta en el Folies Bergére, me convencí de que encontraría allí a nuestra esquiva Suzanne.

– Es casi seguro que vieron a Grisombre… al menos sí vieron a Morningdale. Y ella dice que mencionaron un lugar en Londres. Albert Square.

En los ojos del detective apareció la vieja luz.

– Alcánceme mi guía renovada de Londres y veremos -y señaló hacia la estantería de libros-. Mis manos no son muy hábiles. Ah, aquí está, había un Albert Square, cerca de Notting Hill. Parece que James Moriarty ha encontrado un alojamiento más respetable que su último agujero. Ahora me siento mejor. Creo que probaré un poco del caldo de la señora Hudson, ¿sería tan amable, Crow, de pedírselo?

Todavía estaba muy débil y apático, pero una vez que se hubo tomado el caldo, el notable poder de recuperación de Holmes se hizo evidente.

– ¿Puedo confiar en usted, Crow? -le preguntó.

– Desde luego. Puede contar conmigo completamente.

– Bien, le ruego que nada de este asunto llegue a oídos de Watson. Es un hombre muy querido para mí y no deseo ofenderle de ninguna manera. También puede ser indiscreto con lo que escribe. Nunca debí haberle permitido hacer esos comentarios, a pesar de ser aduladores, en relación a Irene Adler.

– Lo entiendo.

– Pero, permítame que le narre un cuento moral, Crow, relacionado conmigo.

– Le presto toda mi atención.

– Siempre me he conducido de una forma severa, Crow. Creo que eso ya lo sabe. No me gusta la inactividad, el aburrirme fácilmente, y no puedo soportar las restricciones que a veces me impone mi cuerpo. Por este motivo, al comienzo de mis investigaciones, acudí a ciertos recursos médicos para aumentar mi actividad; para estimular mis procesos mentales y trabajar con poco descanso. El recurso médico es -debería decir era- la cocaína. No me pareció peligrosa, la utilizaba de la misma manera que otros la usaban. ¿Sabe usted que, en el continente, se han realizado muchas experiencias sobre el uso de la cocaína para hacer que las tropas sean más eficientes en los campos de batalla? Hasta hace poco no descubrí algunos serios efectos secundarios, los mismos efectos secundarios que ahora son bien conocidos en la profesión médica-sonrió, casi benévolamente, como para sugerir que sus descubrimientos iban muy poco por delante de lo conocido por la ciencia médica.

»Cuando conocí los peligros, era demasiado tarde. Mi cuerpo ansiaba el dañino polvo y llegué a convertirme en lo que podría llamarse un adicto. Fue, como debe saber, solamente hace un año cuando los médicos más destacados comenzaron a presionar sobre la restricción en el uso de ciertas sustancias, ya que antes no hubo ninguna dificultad en obtener el vil polvo. Pero el viejo Watson rápidamente intentó solucionar el problema. Me suplicó una y otra vez, Crow, utilizando todo tipo de argumentos. Yo sabía que llevaba razón, pero la droga tenía tal influencia sobre mí que incluso me resultó imposible pensar en dejarla. Sin embargo, mi disciplina mental por fin venció y acordé con Watson, y con la ayuda de Moore Agar, que me iría apartando de la cocaína. Ésta es una de las razones por las que no deseo que se sepa nada de todo esto. Pobre compañero, le he engañado -rió de forma breve y cansada.

»Entre Watson y Moore Agar me cerraron todas las fuentes de suministro. Ningún farmacéutico de Londres me daría ni un grano de droga, ni siquiera Curtis y Compañía, al final de la calle, ni John Taylor en la esquina de George Street. Me tenían bien apretado, puedo asegurárselo. O al menos eso pensaban ellos.

Ahora parecía serenarse con su narración.

– Ya ve, el adicto a veces es una persona astuta. Créame, lo sé por propia experiencia. Al principio, Watson y nuestro compañero de Harley Street comenzaron a disminuirme las dosis con bastante facilidad, y yo tuve que enfrentarme a ciertas incomodidades. Luego comencé a asustarme, y no me avergüenza admitirlo. Por tanto, me aseguré de tener siempre una fuente de suministro por si necesitaba aumentar las dosis que los médicos me distribuían. Encontré a un hombre en Orchard Street que me suministraba regularmente, sin hacer caso de la desautorización de los doctores.

Crow echó una mirada al gran detective, que daba a entender que comprendía totalmente su dilema.

Holmes miró fijamente a sus pies, agitó la cabeza con un movimiento negativo y continuó hablando.

– Me siento muy mal por todo esto. Ellos piensan que realmente me han curado. La dosis bajó hasta una cantidad mínima, pero, sin ellos saberlo, yo seguí consumiendo cocaína. Hasta París, quiero decir.

– ¿Su enfermedad allí?

– Sí. Me vi sin la droga y en las garras de los más terribles síntomas. El síndrome de abstinencia puede ser lo más doloroso y agonizante.

– ¿La necesitaba?

– Mucho.

– Entonces, ¿por qué no intentó adquirirla libremente en París?

– Existen algunas restricciones, pero supongo que podría haberlo hecho. La mente a veces juega muy malas pasadas. Sólo podía pensar en regresar a Londres y en mi hombre de Orchard Street.

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