Moriarty estaba viajando en primera clase bajo el nombre falso de Cari Nicol, con unas cartas de presentación que decían que era un profesor de derecho de alguna olvidada universidad de la zona medioccidental de América. Spear y su mujer viajaban en tercera clase y daban la impresión de no tener ninguna relación con el líder. Lee Chow se encontraba en la más desventurada de las situaciones, ya que se le obligó a enrolarse como miembro de la tripulación durante el tiempo del viaje.
Spear sonrió entre dientes.
– Ayer le vi fregando en la cubierta de popa y tenía un aspecto tan miserable como una rata en un barril de brea. Un auténtico hijo de un cocinero de mar: parecía uno de los piratas de Stevenson. ¿Recuerda que nos leyó ese libro, Profesor? Bien, me pareció muy divertido, y si cogiera papel y pluma le compararía con Black Spot…
– No haré ese tipo de comparaciones tontas -Moriarty contestó con brusquedad-. Black Spot se merece todo, pero es una mala broma para nosotros.
Spear miró tímidamente a sus pies. Atormentar a Lee Chow era para él casi como un hobby. Les envolvió un silencio durante varios segundos.
– Bien, ésta será la última visita que le haré aquí-dijo finalmente-. Mañana estaremos a salvo y en tierra firme.
Moriarty asintió con la cabeza.
– Más tarde los demás pueden ocuparse de sus asuntos. Rece para que Ember cruce con seguridad y que los Jacobs nos den sus mensajes con claridad. ¿Puedes entablar contacto con Lee Chow antes de atracar?
– Cumpliré con mi obligación.
– Si todo va bien, Ember se reunirá con él en el exterior del astillero una vez que le hayan pagado. Irán directamente al Great Smoke. A partir de ahora los acuerdos se tomarán allí.
– ¿Y nosotros?
– Uno de los Jacobs se reunirá conmigo. El otro te esperará a ti y a Bridget. Vamos todos a pasar la noche cómodamente en Liverpool. Necesitamos tiempo para hablar antes de proseguir y los Jacobs poseen la información más reciente.
– Será conveniente regresar.
– Las cosas han cambiado, Spear. Debes estar preparado para todo esto.
– Ya lo estoy, pero es curioso cómo uno llega a echar de menos los guijarros y la niebla. Hay algo especial en Londres…
– Ya lo sé… -Moriarty se quedó inmerso durante un momento en pensamientos personales, mientras recordaba los sonidos de las calles de la capital, los olores, el tipo de vida de la ciudad-. Dios mío -dijo quedamente-. Hasta mañana, entonces, en Liverpool.
Spear vaciló junto a la puerta del camarote, preparándose para resistir las sacudidas, con un pie adelantado oponiéndose al constante balanceo del barco.
– ¿El botín está seguro?
– Como el banco de Inglaterra.
– Quizás ellos te lo pidan.
– Ellos pueden pedir -los ojos del Profesor se perdieron en dirección al casillero donde se encontraba el gran maletero de piel que habían comprado camino de San Francisco.
Cuando Spear se fue, Moriarty abrió el casillero, evitando el deseo de llevarse el maletín al camarote, lo abrió y se recreó contemplando la fortuna que contenía. No tenía ilusiones en relación a la riqueza. Le proporcionaba poder y era el baluarte contra la mayoría de los peligros que asedian a un hombre en este valle de lágrimas. Si se manejaba con prudencia, la riqueza traería más riqueza. Sus arriesgadas empresas en Londres -tanto las legales como las ilegales- estaban arruinadas y saqueadas: Crow se había encargado de ello. Bien, el contenido de este maletín de piel le serviría para reconstruir su imperio como si fuera una telaraña, para poner en cintura al elemento extranjero recalcitrante y más tarde, a modo de fórmula mágica, volvería a doblar su dinero una y otra vez.
En equilibrio, y encima del maletín de piel se encontraba un segundo piso de equipaje: un baúl hermético charolado con laca japonesa del tipo que utilizaban los funcionarios y gobernantes de la India. Moriarty puso su mano sobre esta caja y sonrió para sí mismo, ya que contenía su almacén de disfraces: ropajes, pelucas, pelo falso, botas, los elementos que utilizaba para conseguir estar permanentemente cargado de espaldas cuando aparecía disfrazado de su hermano mayor, y la faja que le ayudaba a dar ese aspecto ladeado. También estaban las pinturas y los polvos, las lociones y el resto de los artefactos de este arsenal del fraude.
Una vez cerrado el casillero, el Profesor se enderezó y miró a los pies de la litera y la pieza final del equipaje en el camarote: el enorme baúl Saratoga con todas sus divisiones y compartimentos donde llevaba su ropa y otros útiles necesarios. Moriarty quitó la cadena y seleccionó la llave adecuada, la introdujo en la cerradura metálica y levantó la pesada tapa.
En la parte superior de la primera bandeja estaba la pistola automática Borchardt -una de las primeras de su tipo-, que le había dado el alemán Schleifstein en la reunión de la alianza continental de hace dos años. Bajo el arma se encontraban dos libros con los bordes de piel y, encima, una pequeña caja de madera con útiles de escritorio y gran cantidad de papel de cartas (muchos tenían el encabezado de varios hoteles o empresas, todos sisados en cuanto surgía la oportunidad, ya que nunca se sabía cuándo harían falta), papel secante, sobres y un par de plumas estilográficas Wirt montadas en oro.
Sacó uno de los libros y una pluma, cerró la tapa del baúl y caminó mecido por el vaivén del barco hasta el pequeño armario unido al piso del camarote.
Una vez que se acomodó, el Profesor ojeó el libro. Las páginas estaban llenas con una buena escritura caligráfica, con algunos mapas y diagramas entremezclados. El libro estaba escrito en sus tres cuartas partes, y si un extraño lo hubiera leído no le habría sacado mucho sentido. Por ejemplo, sólo existían huecos en el curso de la escritura cuando se requería una letra mayúscula. Además de estas letras mayúsculas, la escritura seguía y seguía, a veces durante más de dos líneas, como si un calígrafo experimentado hubiera realizado un ejercicio de copia. No se encontraban palabras legibles, ni de inglés corriente ni de ninguna otra lengua extranjera. Sin lugar a dudas era el código de Moriarty: un inteligente sistema polialfabético basado en las obras de M. Blaise de Vigenere [3], al que el Profesor había añadido algunas e intrincadas variaciones propias.
En este momento Moriarty no estaba atento al contenido del libro. Dejaba que las páginas se movieran entre sus dedos, dejando pasar el último cuarto de páginas en blanco hasta las últimas diez o veinte hojas. Éstas, al igual que la primera parte del libro, estaban llenas de escritos, aunque incompletas y con una sola palabra que servía de encabezamiento cada tres o cuatro páginas.
Estas palabras, escritas en letras mayúsculas, cuando se transcribían en el texto y se descifraban, eran nombres. Podía leerse: grisombre. schleifstein. sanziona- re. segorbe. crow. holmes.
Durante las siguientes dos horas, Moriarty permaneció absorto en estas anotaciones personales, añadiendo aquí una línea o poniendo allí un pequeño diagrama o dibujo. La mayor parte del tiempo la pasó en las páginas que se referían a Grisombre, y cualquiera que poseyera la habilidad e ingenuidad para descifrar el código se habría dado cuenta de que las notas eran la repetición de varias palabras. Palabras como Louvre, La Gioconda o Pierre Labrosse. También aparecían algunos cálculos matemáticos y algunas notas que daban la impresión de indicar un período exacto de tiempo. Decían así:
Seis semanas para copiar.
Sustituir a la octava semana.
Dejar que pase un mes antes de acercarse a G.
G debe terminar a las seis semanas de aceptar el encargo.
A todo esto, el Profesor añadió una última anotación. Una vez descifrada decía lo siguiente: G debe enfrentarse a la verdad a la semana del éxito. Tener a mano a S y a Js.
Читать дальше