– La casa de ciudad del Duque de las Siete Esferas, ¿eh? [8]-cloqueó Moriarty.
Apenas a medio camino se encontraban patios con una sola bomba de agua para una docena de casuchas, y no podía verse un sólo árbol. Pero a la buena gente de Albert Square no le agradaba recordar ese otro mundo.
Durante esa tarde, un observador oculto habría visto los carruajes que se acercaban y habría advertido la presencia de dos mujeres en el grupo: una alta, con el cabello dorado cobrizo bien arreglado bajo un gran sombrero de verano, y otra más pequeña, pero vestida a la moda. Ambas salieron de los carruajes sin dudarlo, subieron rápidamente los escalones y fueron bajo el pórtico. En el exterior, dos hombres permanecieron sobre el pavimento para echar un vistazo, observando la fachada, intercambiando una o dos palabras mientras sonreían y asentían con la cabeza. Una de las mujeres iba vestida de negro y con el sombrero en la mano. Una buena cabellera echada hacia atrás. El profesor americano va a venir al número cinco («he oído que es un hombre brillante, pero muy recluido. Ha viajado por Europa y ha realizado algunos nuevos e importantes estudios en Londres. ¿Será médico?») La otra era más alta, con un semblante moreno y una lívida marca. Un diamante en bruto. ¿Compañera de viaje? ¿O quizá una asistente de clínica?
Durante todo este tiempo, otras dos figuras, muchachos corpulentos, ayudaban a los cocheros a descargar el equipaje y llevarlo hacia los escalones donde otro hombre más pequeño esperaba en mangas de camisa. Entre el equipaje se encontraba un gran baúl Saratoga, una caja japonesa y otro gran baúl de piel que era tratado con sumo cuidado, como si contuviera las joyas de la corona, y en realidad, de algún modo, eso era correcto.
El vestíbulo tenía un aspecto frío mientras la última luz del día se reflejaba en los paneles de la puerta formados por vidrios de colores, con manchas rojas y azules que temblaban contra el muro. Lee Chow permanecía de pie sonriendo para recibir al grupo, inclinándose y ofreciendo su constante sonrisa al Profesor. Las mujeres, que sabían cuál era su lugar, desaparecieron en las entrañas de la casa.
– Su estudio está aquí, totalmente preparado. -La mano del chino se alargó hacia la puerta situada a la derecha de la escalera. En la otra pared se encontraba una pequeña mesa con un jarrón de flores, los últimos retazos del verano entremezclados con las primeras hojas secas del otoño. Lee Chow, pensó el Profesor para sus adentros, nunca dejaría de impresionarle. El chino habría matado sin ningún remordimiento de conciencia o escrúpulo; podría dormir como un niño después de someter a una persona a las torturas más insoportables; y, sin embargo, cocinaba tan bien como cualquier mujer, y era especialmente bueno en habilidades como los arreglos florales.
El Profesor James Moriarty cruzó la puerta de su nuevo estudio, la habitación desde la que planearía y dirigiría los asuntos en curso: la ruina de los cuatro villanos continentales y de los dos guardianes de la ley.
Era una habitación alargada, de techos altos y con dos grandes ventanas que daban a la plaza. Por encima de la chimenea, situada en la pared de enfrente de la puerta, se elevaba un sobremanto adornado que enviaba los reflejos de sus siete u ocho espejos situados entre los estantes y en las enroscaduras y flautas de madera. En el otro lado, altas librerías llegaban hasta el raíl de colgar cuadros: hileras de libros, callada erudición con los lomos de piel. A los pies un Axminster de color beige y marrón oscuro. Entre los muebles se incluían cuatro sillas con brazos, cubiertas con piel marrón abotonada, mientras que el centro era un enorme escritorio color caoba que conjuntaba con algunas sillas, también con brazos. Sobre la pared de detrás del escritorio colgaba un solo cuadro: una mujer joven, reservada, con la cabeza sobre las manos: un trabajo de Jean Baptiste Greuze. Era la posesión favorita de Moriarty.
Permaneció mirando el cuadro durante tres minutos, con los ojos relucientes y la boca firme. Era como un éxtasis, ya que no había contemplado el cuadro desde que Ember lo escondió para ponerlo a salvo antes de que escaparan, en el año 94, del cuartel general de Limehouse.
Sally Hodges entró con los efectos de escritorio del Profesor y juntos, en compañía de Spear, pasaron una hora examinando la casa: el salón de estar, las cocinas en la planta baja (Bridget Spear ya estaba haciendo listas y enviando a William Jacobs a hacer algunos recados, ya que ella iba a dirigir el cotarro como ama de llaves del Profesor); el salón en el primer piso; los nueve dormitorios; los dos cuartos de baño; los vestidores y los habituales despachos. Y de nuevo abajo, el invernadero. Más tarde regresaron al estudio.
– Lo hará muy bien -Moriarty dijo a Spear-. Estaremos cómodos y calientes como chinches -vaciló mientras se oyeron las carcajadas de los niños provenientes de la plaza.
– Calientes como chinches, mientras no nos molesten demasiado los vecinos y sus críos.
Mandó que llamaran Bridget y que dijera a todo el mundo que se iban a reunir en su estudio a las ocho en punto.
– Podemos cenar tarde, por variar.
Pasó media hora con Bridget, escuchando su información sobre las instalaciones de la cocina y sobre la ayuda que necesitaría para el mantenimiento de la casa. Más tarde pasó una hora con Sal Hodges, desempaquetando la ropa personal y otros artículos necesarios. El gran baúl de piel ya se había llevado al dormitorio del jefe y estaba en medio de la habitación sin que nadie lo hubiera tocado.
– ¿Deseas que venga aquí esta noche? -preguntó Sally.
– A menos que tus asuntos te reclamen.
El Profesor estaba preocupado porque tenía que encontrar los estantes y armarios adecuados para los disfraces.
– Siempre que pueda hacerlo mañana.
– Mañana algunos estarán fuera y a primera hora. Algunos estarán en las calles esta noche -se volvió y la sonrió, mientras movía la cabeza con un ligero tambaleo propio del movimiento de los reptiles-. Pero nosotros no, Sal, nosotros no.
A las ocho en punto se cerraron las cortinas, se encendieron los manguitos incandescentes, se prepararon las lámparas y se sirvió buen jerez para la reunión que iba a tener lugar en el estudio.
Con pocas palabras, Moriarty felicitó a los hermanos Jacobs por la elección de la casa y luego pasó inmediatamente a los asuntos.
– Vosotros sabéis lo que deseo respecto a los matones -recordó a Spear-. Sigue con ello cuando lo estimes conveniente. Ellos no van a venir aquí durante el día. Hablaré con ellos mañana a las diez de la noche. En todos los casos, recordad que demasiada prisa y agitación hace que la gente vuelva la cabeza y mire atentamente. Demasiada conmoción, un cambio repentino, siempre hace que los mirones se agrupen. Por tanto, debemos movernos con suavidad, pero no como tortugas. No tenemos todo el tiempo del mundo. Nadie lo tiene.
– Estarán aquí -Spear no necesitó dar más explicaciones.
Ahora iba a dirigirse a Ember.
– No quiero que me mencionéis directamente, ¿entendéis? -les advirtió Moriarty después de dar sus órdenes en relación al nuevo alistamiento de los informadores-. La tuya posiblemente es la misión más importante, ya que no podemos trabajar sin ojos ni oídos. Habrá trabajo para ellos directamente y quiero calidad más que cantidad. Tú serás el responsable de ellos, Ember, tú sólo. Y tú siempre me darás cuenta a mí.
– Estarán en las calles entre cuatro y veinticuatro horas. -Ember se sorbió las narices, era un hombre pequeño bastante desagradable, un roedor, pero en quien Moriarty confiaba.
– ¿Lee Chow?
El silencioso chino levantó la cabeza y sus grandes ojos respondieron como los de un perro ante la llamada de su amo.
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