Anne Perry - El Equilibrio De La Balanza

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Sir Oliver Rathbone es un serio abogado de la época victoriana, que nunca se mezcla en asuntos turbios. Por ello, todo el mundo se extraña cuando acepta defender a la condesa Zorah Rostova, acusada de difamación por haber insinuado que la princesa Gisela ha matado a su esposo, el príncipe Friedrich. El detective William Monk es el encargado de investigar el caso. Tras determinar que sí hubo asesinato, debe descubrir el motivo e identificar al culpable. El equilibrio de la balanza es una nueva incursión de Anne Perry en las luces y las sombras de la Inglaterra victoriana.

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– Así que usted es el hombre que va a ayudar a sir Oliver. -Estaba a punto de sonreír, como si el investigador la interesara y la divirtiera-. No es como esperaba.

– Lo que, sin duda, debo tomar por un cumplido -repuso Monk con frialdad.

Esta vez se rió, fue un sonido rico, algo ronco y lleno de placer. Entró y caminó con ligereza hasta una silla que había al otro lado de la habitación.

– Exacto -concedió ella-. Por favor, tome asiento, señor Monk, a no ser que se sienta más cómodo de pie. -Se hundió en la silla con un solo movimiento grácil, la espalda recta, los pies al lado, contemplándolo. Manejaba la falda como si apenas le resultara un estorbo-. ¿Qué desea saber de mí?

Monk lo había pensado a fondo durante el trayecto hasta allí. No le interesaban las emociones, ni las opiniones o las convicciones, sino los motivos y las creencias de otras personas. Tal vez habría tiempo para eso más adelante, como indicaciones de por dónde buscar algo o cómo interpretar la información ambigua. Por lo que le había contado Rathbone, había esperado encontrar a alguien mucho menos inteligente pero, de todos modos, procedería según su plan original.

Tomó asiento en el sofá de piel y se relajó como si también él estuviera totalmente cómodo.

– Cuénteme lo sucedido a partir del primer incidente o la primera ocasión que considere relevante. Sólo quiero lo que vio u oyó. Cualquier cosa que suponga o deduzca puede esperar hasta más tarde. Si dice que sabe algo, espero que sea capaz de demostrarlo. -La miró con atención para detectar irritación o sorpresa en su rostro, pero no las encontró.

Zorah juntó las manos, como una buena alumna, y comenzó.

– Cenamos todos juntos. Fue una fiesta estupenda. Gisela estaba de buen humor y nos distrajo con anécdotas de la vida en Venecia, que es donde pasan la mayor parte del tiempo. La corte en el exilio suele reunirse allí, hasta tal punto que no está en ningún otro lugar. Klaus von Seidlitz no hacía más que dirigir la conversación hacia temas políticos, pero a todos nos parecía aburrido, así que nadie le escuchaba, y menos aun Gisela. Hizo uno o dos comentarios hirientes acerca de él. Ahora no recuerdo qué dijo, pero sé que a todos nos pareció gracioso, menos a Klaus, claro. A nadie le gusta ser objeto de chiste, sobre todo si se trata de uno divertido de verdad.

Monk la observaba con interés. Se vio tentado a dejar volar la imaginación y pensar qué tipo de mujer sería cuando no estuviera bajo la presión de unas circunstancias que incluían una muerte, la ira y una demanda judicial que podía acabar con ella.

¿Por qué demonios habría decidido anunciar en público sus sospechas? ¿No era consciente de lo que podía costarle? ¿Tan fanático era su patriotismo? ¿O había amado alguna vez a Friedrich? ¿Qué pasión devoradora se escondía tras sus palabras?

Hablaba ya del día siguiente.

– Era media mañana. -Lo miraba con curiosidad, consciente de que la escuchaba sólo a medias-. Íbamos a comer en el campo. El servicio lo traía todo en un carro tirado por un poni. Gisela y Evelyn iban montadas en calesín.

– ¿Quién es Evelyn? -interrumpió.

– La esposa de Klaus von Seidlitz -respondió Zorah-. Tampoco monta a caballo.

– ¿Gisela no monta?

El rostro de la condesa revelaba diversión.

– No. ¿Sir Oliver no se lo ha dicho? No hay ninguna posibilidad de que el accidente fuese provocado. Ella nunca haría nada tan atrevido, ni arriesgado hasta tal punto. No hay mucha gente que muera al caer de un caballo. Es mucho más probable romperse una pierna, o incluso la espalda. ¡Y lo último que quería era un lisiado!

– Impediría que regresara a su país para liderar la resistencia contra la unificación -arguyó Monk.

– No tendría por qué haberlos liderado físicamente, montado en un caballo blanco, ¿no cree? -repuso ella con una sonrisa desdeñosa-. ¡Podría haber sido su mascarón de proa incluso en silla de ruedas!

– ¿Y cree que él habría vuelto a su país incuso en esas circunstancias?

– Desde luego lo habría considerado -dijo Zorah sin dudar-. Nunca perdió la fe en que un día su país lo acogería de nuevo y en que Gisela tendría su legítimo lugar junto a él.

– Pero usted le dijo a Rathbone que no la aceptaban -señaló-. ¿No podría estar equivocada en ese punto?

– No.

– ¿Y cómo podía Friedrich seguir manteniendo esa esperanza?

Se encogió levemente de hombros.

– Tendría que haber conocido a Friedrich para comprender cómo creció. Nació para ser rey. Pasó toda la infancia y la juventud preparándose para ello, y la reina es muy severa y exigente. El obedecía todas las reglas, y la corona era su carga y su premio.

– Pero renunció a todo por Gisela.

– Creo que hasta el último momento no pensó que le harían escoger entre ambas cosas -explicó Zorah-. Después ya fue demasiado tarde, claro. Nunca pudo entender la irrevocabilidad de su decisión. Estaba convencido de que cederían y le pedirían que regresara. Consideraba su destierro como un gesto, no como algo que duraría para siempre.

– Y al parecer estaba en lo cierto -observó Monk-. Querían que volviese.

– Pero no pagando el precio de aceptar a Gisela. Él no lo entendía, pero ella sí. Ella era mucho más realista.

– El accidente -la acució.

– Lo llevaron a Wellborough Hall -continuó ella-. Llamamos al médico, por supuesto. No sé lo que dijo, sólo lo que me contaron.

– ¿Qué le contaron? -preguntó Monk.

– Que Friedrich se había roto varias costillas, la pierna derecha por tres puntos, la clavícula derecha y que padecía graves heridas internas.

– ¿Pronóstico?

– ¿Cómo dice?

– ¿Qué dijo el médico respecto a su recuperación?

– Que sería lenta, pero no creía que su vida estuviera en peligro, a no ser que hubiese heridas que aún no había detectado.

– ¿Qué edad tenía Friedrich?

– Cuarenta y dos.

– ¿Y Gisela?

– Treinta y nueve. ¿Por qué?

– Veo que no era un hombre tan joven como para soportar bien una caída tan dura.

– No murió de las heridas. Lo envenenaron.

– ¿Cómo lo sabe?

Por primera vez, Zorah vaciló.

Monk esperaba, mirándola de hito en hito.

Al cabo de un rato, ella se encogió un poco de hombros.

– Si pudiera demostrarlo, me habría dirigido a la policía. Lo sé porque conozco a esas personas. Hace muchos años que las conozco. He visto cómo se desarrollaba toda la trama. Ella hace muy bien el papel de viuda desolada… demasiado bien. Está en el centro del escenario y eso le encanta.

– Tal vez se trate de una actitud hipócrita y repulsiva -repuso Monk-, pero no es un delito. Y además es sólo una opinión, la percepción que usted tiene de ella.

Por fin bajó la mirada.

– Sé de lo que hablo, señor Monk. Estuve en la casa todo el tiempo. Vi a todo el que entraba y salía. Les oí hablar y observé las miradas que cruzaban. He formado parte del círculo de la corte desde que era una niña. Sé lo que sucedió, pero no tengo un atisbo de prueba. Gisela asesinó a Friedrich porque temía que escuchara por fin la llamada del deber y regresara a casa a liderar la lucha contra la unificación dentro de la gran Alemania. Waldo no iba a hacerlo, y no había nadie más. Tal vez él pensaba que podía llevarla consigo, pero ella sabía que la reina no lo permitiría, ni siquiera entonces, al borde de la desintegración o de la guerra.

– ¿Por qué esperó entonces varios días? -preguntó Monk-. ¿Por qué no matarlo de inmediato? Habría sido más seguro y nadie habría dudado.

– No había necesidad, si de todos modos iba a morir -contestó ella-. Y, al principio, todos lo creíamos así.

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