Anne Perry - El Equilibrio De La Balanza

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Sir Oliver Rathbone es un serio abogado de la época victoriana, que nunca se mezcla en asuntos turbios. Por ello, todo el mundo se extraña cuando acepta defender a la condesa Zorah Rostova, acusada de difamación por haber insinuado que la princesa Gisela ha matado a su esposo, el príncipe Friedrich. El detective William Monk es el encargado de investigar el caso. Tras determinar que sí hubo asesinato, debe descubrir el motivo e identificar al culpable. El equilibrio de la balanza es una nueva incursión de Anne Perry en las luces y las sombras de la Inglaterra victoriana.

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Rathbone quedó sorprendido. Era una oferta generosa. En los brillantes ojos color avellana de Stephan no se apreciaba otra cosa que candor y un matiz de preocupación.

– Gracias -aceptó-. Es una magnífica idea. -Pensó en Monk. Si alguien podía encontrar y recabar pruebas acerca de la verdad, ya fuera ésta buena o mala, era él. La magnitud del caso y sus posibles repercusiones tampoco lo amedrentarían-. Aunque tal vez no sea suficiente. Aportar pruebas para este caso será complicado en extremo. Tenemos en contra un buen número de intereses personales.

Stephan frunció el ceño.

– Por supuesto. -Miró a Rathbone con mucha seriedad-. Le estoy muy agradecido por tener tanto valor, sir Oliver. Muchos otros se habrían negado a intentarlo. Estoy a su entera disposición, señor, en cualquier momento.

Se mostró tan serio que Rathbone, a su vez, no pudo sino darle también las gracias y volverse hacia Zorah, que se había sentado en el sofá rojo y estaba recostada sobre el brazo, con el cuerpo relajado entre la ondulante falda de color tostado, el rostro tenso, la mirada clavada en los ojos de Rathbone. Sonreía, pero su expresión no era divertida, ni resplandeciente ni tranquila.

– Tendremos otros amigos -dijo con voz algo ronca-. Pero muy pocos. La gente cree lo que necesita creer, o lo que se ha comprometido a creer. Tengo enemigos, pero Gisela también. Hay muchas viejas cuentas por saldar, viejas heridas, viejos amores y odios. Y están aquéllos cuyo único interés reside en el futuro político, en si continuamos siendo independientes o si nos vemos absorbidos en una gran Alemania, y en quién recogerá los beneficios de esa batalla. Tendrá usted que ser tan audaz como inteligente.

Su increíble rostro se suavizó hasta parecer más que hermoso. Estaba radiante.

– Pero, claro, si no hubiese pensado que era ambas cosas, no habría acudido a usted. Les presentaremos dura batalla, ¿verdad? Nadie matará a un hombre, a un príncipe, mientras nos cruzamos de brazos y permitimos que el mundo crea que fue un accidente. ¡Santo Cielo, detesto la hipocresía! Seremos sinceros. Merece la pena vivir y morir por la honestidad, ¿no es cierto?

– Desde luego -dijo Rathbone con absoluta convicción.

Aquel largo atardecer veraniego, Rathbone salió de casa para ir a ver a su padre, que vivía en el norte de Londres, en Primrose Hill. Tardó un rato en llegar, pues no se apresuró lo más mínimo. Hizo el trayecto en un calesín descubierto, ligero y rápido, fácil de manejar entre el tráfico de birlochos y landós, mientras la gente tomaba el aire bajo la matizada luz de las avenidas flanqueadas por árboles o se dirigía a casa tras un caluroso día en el centro de la ciudad. No tenía reparos a la hora de gastar el dinero, y aquel placer bien valía el precio del trayecto desde una cochera local.

Henry Rathbone se había retirado ya de sus diversas actividades matemáticas e inventivas. De vez en cuando aún miraba las estrellas a través del telescopio, pero sólo por propio interés. Aquella tarde, cuando Oliver llegó, estaba en el jardín, de pie en el amplio tramo de césped, mirando el seto de madreselva, al fondo, y los manzanos un poco más allá. Había sido una estación más bien seca, y no estaba seguro de si la fruta crecería hasta alcanzar una calidad aceptable. El sol aún estaba alto sobre el horizonte, de un dorado abrasador, y creaba largas sombras sobre la hierba. Era un hombre alto, más que su hijo, delgado y de hombros fornidos. Tenía una agradable cara aquilina y unos cansados ojos azules. Siempre que tenía que estudiar un objeto de cerca se quitaba las gafas.

– Buenas tardes, padre. -Rathbone avanzaba por el césped hacia él. El mayordomo lo había conducido a través de la casa y lo había hecho salir al jardín a través de las cristaleras.

Henry se volvió algo sorprendido.

– No te esperaba. Sólo tengo pan y queso para cenar, y algo de paté, bastante bueno por cierto. Aunque hay un vino tinto decente, si te apetece.

– Gracias. -Oliver aceptó de inmediato.

– El tiempo está seco para la fruta -continuó Henry volviéndose hacia los árboles-. Pero creo que aún quedan algunas fresas.

– Gracias -repitió Oliver. Ahora que estaba allí, no sabía bien cómo empezar-. He aceptado un caso de calumnia.

– Vaya. ¿Tu cliente es el demandante o el demandado? -Henry empezó a caminar despacio hacia la casa, el sol creaba largas sombras sobre el verde brillante de la hierba y casi hacía resplandecer las espuelas de caballero.

– Demandado -contestó Oliver.

– ¿A quién ha calumniado tu hombre?

– Mujer -corrigió Oliver-. A la princesa Gisela de Felzburgo.

Henry se detuvo y se volvió hacia él.

– ¿No habrás aceptado la defensa de la condesa Zorah, verdad?

Oliver también se detuvo.

– Sí. Está convencida de que Gisela mató a Friedrich y de que se puede demostrar. -Al decir esto último se dio cuenta de que había exagerado un poco. Se trataba de convicción y determinación. Aún quedaba la duda.

Henry estaba muy serio, arrugaba la frente.

– Espero que estés siendo sensato, Oliver. A lo mejor deberías contarme algo más al respecto, suponiendo que no sea confidencial.

– No, en absoluto. Creo que a ella le gustaría que lo supiera el mayor número de personas posible. -Retomó el paseo subiendo la ligera cuesta hacia las cristaleras y la familiar sala con las cómodas sillas junto a la chimenea, los cuadros y la estantería llena de libros.

Henry frunció el ceño.

– ¿Por qué? Supongo que sabes algo acerca de sus motivos. La demencia no es defensa para la calumnia, ¿no?

Oliver lo miró por un instante antes de estar seguro de que ese comentario encerraba un humor seco, bastante serio.

– No, claro que no. Y no se desdirá. Está convencida de que la princesa Gisela asesinó al príncipe Friedrich, y no permitirá que esa muestra de hipocresía y esa injusticia queden sin respuesta. -Tomó aliento-. Y yo tampoco.

Subieron los escalones y entraron en la casa. No cerraron las cristaleras; la tarde aún era cálida y del jardín llegaba un aire dulzón.

– ¿Es eso lo que te dijo? -preguntó Henry mientras se dirigía a la puerta del vestíbulo y la abría para decirle al mayordomo que Oliver se quedaba a cenar.

– ¿Lo dudas? -preguntó Oliver, sentándose en la segunda silla más cómoda.

Henry regresó.

– Aún tengo mis reservas. -Se sentó en la mejor de las sillas y cruzó las piernas, pero sin relajarse-. ¿Qué sabes de su relación con el príncipe Friedrich, por ejemplo, antes de que se casara con Gisela? -preguntó mirándolo con gravedad.

Oliver repitió lo que Zorah le había contado.

– ¿Estás seguro de que Zorah no quería casarse con Friedrich?

– Por supuesto que no -dijo Oliver-. Es del tipo de mujer que menos querría verse restringida por las ataduras del protocolo real. Tiene ansias de libertad, una pasión por la vida demasiado grande para… -Vaciló, consciente, debido a la expresión en los ojos de su padre, de que se estaba delatando a sí mismo.

– Tal vez -apuntó Henry pensativo-. Aun así, aunque no desearas algo especialmente, es posible llegar a tener celos de quien te lo ha arrebatado.

Capítulo 2

Monk recibió la carta de Oliver Rathbone con interés. Llegó con el correo de la mañana, justo cuando acababa de desayunar. La leyó aún de pie, junto a la mesa.

Los casos de Rathbone eran siempre serios, a menudo estaban relacionados con crímenes violentos, emociones intensas, y ponían a prueba las habilidades de Monk al máximo. A él le gustaba descubrir los límites extremos de su destreza, su imaginación y su resistencia mental y física. Necesitaba aprender acerca de sí mismo mucho más que la mayoría de los hombres, porque un accidente de carruaje, hacía tres años, le había arrancado todo rastro de memoria. A excepción de algunos pocos destellos, los restos de luz y sombra que de vez en cuando bailaban en su mente, esquivos e inesperados, no tenía nada. A veces esos recuerdos eran agradables, como los de su madre, que venían de la infancia, su hermana, Beth, y la agreste costa de Northumberland con sus arenas desiertas y su horizonte infinito. Oía el grito de las gaviotas, casi podía ver la madera pintada de las barcas de pescadores galopando sobre el agua verdigris, y olía el viento salado sobre el brezo.

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