Anne Perry - El Equilibrio De La Balanza

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Sir Oliver Rathbone es un serio abogado de la época victoriana, que nunca se mezcla en asuntos turbios. Por ello, todo el mundo se extraña cuando acepta defender a la condesa Zorah Rostova, acusada de difamación por haber insinuado que la princesa Gisela ha matado a su esposo, el príncipe Friedrich. El detective William Monk es el encargado de investigar el caso. Tras determinar que sí hubo asesinato, debe descubrir el motivo e identificar al culpable. El equilibrio de la balanza es una nueva incursión de Anne Perry en las luces y las sombras de la Inglaterra victoriana.

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Otros recuerdos eran menos gratos: las peleas con Runcorn, su superior cuando trabajó en la policía. Tenía repentinos momentos en los que comprendía que el resentimiento de su jefe estaba provocado, en gran medida, por su propia arrogancia. Se había mostrado impaciente con la inteligencia algo más lenta de su superior. Se había burlado de su ambición social, y se había aprovechado del conocimiento de esa vulnerabilidad que Runcorn nunca había logrado esconder. De haber estado invertidos los papeles, Monk habría odiado a Runcorn tanto como Runcorn lo odiaba a él. Ésa era la parte dolorosa: no le gustaban muchas de las cosas que descubría sobre sí mismo. Claro que también había tenido buenos momentos. Nadie había negado nunca que tuviera valor e inteligencia, ni que fuera sincero. A veces decía la verdad tal como la veía, aun cuando habría sido más bondadoso, y desde luego más prudente, haber permanecido en silencio.

Había descubierto poca cosa de sus otras relaciones, sobre todo con las mujeres. Ninguna había sido muy afortunada. Al parecer se enamoraba de mujeres de tierna belleza cuyo encanto y finos modales complementaban su fuerza aunque, finalmente, su falta de coraje y pasión por la vida lo dejaban más solo aún que antes y, por lo tanto, desilusionado. Quizá depositaba sus esperanzas en las personas equivocadas. Lo cierto era que conocía sus relaciones pasadas sólo a través de las frías pruebas que habían dejado los hechos, que no eran muchos, y de las emociones de los recuerdos provocados por las mujeres en cuestión. No muchas eran amables con él, y ninguna le explicaba nada.

Con Hester Latterly fue diferente. La había conocido después del accidente. Conocía cada detalle de su amistad, si es que ésa era la palabra adecuada. En ocasiones se trataba casi de enemistad. Al principio la había odiado. Incluso ahora, a menudo lo enervaban su dogmatismo obstinación. No había en ella nada romántico, nada femenino ni atrayente. No hacía concesiones a la delicadeza ni al arte de gustar a los demás.

Pero no, eso no era del todo cierto. Cuando se trataba de auténtico dolor, miedo, pena o culpabilidad, entonces no había nadie en el mundo más fuerte que Hester, nadie más valeroso ni más paciente. Hasta el demonio se habría visto obligado a reconocerlo: no había nadie tan valiente, ni tan dispuesto a perdonar. Monk valoraba esas cualidades más de lo que podía calibrar. Aunque también le enfurecían. Le atraían mucho más las mujeres divertidas, poco exigentes, encantadoras; las que sabían cuándo hablar, cómo adular y reír, cómo divertirse; las que sabían ser vulnerables en esos pequeños detalles tan fáciles de satisfacer y que, sin embargo, no renunciaban a las grandes cosas, los sacrificios que costaban demasiado, aquellos que la naturaleza y los sueños de Monk exigían.

Estaba de pie en su despacho, que Hester había arreglado para que resultara más atractivo a los posibles clientes que solicitasen sus servicios, ahora que había dejado la policía. La investigación, por lo que sabía, era su único arte. Leyó la carta de Rathbone, que era bastante parca en detalles.

Querido Monk:

Tengo un nuevo caso para el que necesitaría realizar algunas investigaciones que tal vez resulten difíciles y delicadas. El caso, cuando llegue a juicio, será complicado de defender y aún más de demostrar. Si estás dispuesto a aceptarlo y dispones de tiempo, preséntate en mi despacho en cuanto te sea posible, por favor. Intentaré por todos los medios estar libre.

Un saludo,

Oliver Rathbone

No era propio de Rathbone dar tan poca información. Parecía intranquilo. El cortés y ligeramente condescendiente Rathbone estaba preocupado, y solo eso ya resultaba suficiente motivo para intrigar a Monk. Su relación se ceñía a un reticente respeto mutuo, templado a base de arrebatos de antipatía surgidos de la arrogancia, la ambición y la inteligencia que compartían, y de los caracteres, el trasfondo social y las habilidades profesionales que los hacían diferentes por completo. A eso se le añadía cada una de las cosas que compartían, los casos que habían defendido juntos y en los que habían creído con ardor, los fracasos y los triunfos; así como una honda estima por Hester Latterly, aunque ambos negaran que se tratase de algo más que una sincera amistad.

Monk sonrió y, después de ponerse la chaqueta, se dirigió a la puerta para tomar un cabriolé que le llevara de Fitzroy Street, donde vivía, a Vere Street, la oficina de Rathbone.

Monk, debidamente contratado por Rathbone, llegó al lugar en el que se alojaba la condesa, cerca de Piccadilly, justo antes de las cuatro de la tarde. Le pareció una hora apropiada para encontrarla en casa. Si no estaba allí, lo más seguro era que regresara a tiempo para cambiarse de ropa para la cena; si es que aún salía a cenar después de haber lanzado en público tan espantosa acusación. Seguro que ya no figuraba en la lista de invitados de mucha gente.

Le abrió la puerta una doncella que le pareció francesa. Era pequeña, morena y muy guapa, y recordó haber oído que las damas a la moda que podían permitírselo tenían doncellas francesas. Decididamente, aquella chica hablaba con acento.

– Buenas tardes, señor.

– Buenas tardes. -A Monk no le pareció necesario intentar ganarse el aprecio de nadie. Era la condesa quien necesitaba su ayuda, si es que aún se podía hacer algo-. Me llamo William Monk. Sir Oliver Rathbone -recordó el «sir» justo a tiempo para decirlo- me ha pedido que venga a visitar a la condesa Rostova para ver si puedo serle de utilidad.

La doncella le sonrió. Lo cierto es que era muy guapa.

– Por supuesto. Entre, por favor. -Abrió un poco más la puerta y la sostuvo mientras él entraba a un vestíbulo espacioso aunque poco interesante. Había un florero lleno de alguna clase de margaritas. Desprendían un agradable aroma estival. La doncella cerró la puerta, lo condujo a una sala del fondo y lo hizo esperar mientras avisaba a su señora.

Monk se quedó de pie, mirando a su alrededor. La sala era por completo ajena a sus gustos y a todo lo que había visto antes y, aun así, no se sentía incómodo. Se preguntó qué le habría parecido a Rathbone. Era obvio que pertenecía a alguien a quien no le importaban en absoluto los convencionalismos. Cruzó la sala para mirar más de cerca la librería revestida de ébano. Contenía libros en varios idiomas: alemán, francés, ruso e inglés. Había novelas, poesía, relatos de viajes y algo de filosofía. Ojeó algunos de ellos y observó que todos se abrían con bastante facilidad, como si hubiesen sido utilizados con frecuencia. No estaban allí para crear un efecto, sino porque a alguien le gustaba leerlos.

La condesa no parecía tener prisa. Le decepcionó. Debía de tratarse de una de esas mujeres que hacen esperar a un hombre sólo para ejercer cierta clase de control sobre la situación.

Se dio la vuelta para contemplar la habitación y se sobresaltó al verla de pie en el umbral, completamente quieta, mirándolo. Rathbone no le había dicho que fuese hermosa, lo cual era una extraordinaria omisión. Monk no sabía por qué, pero la había imaginado poco agraciada. Tenía el cabello oscuro, recogido en un moño muy suelto. Apenas llegaba a la estatura media y su silueta no era nada especial, pero tenía un rostro extraordinario. Tenía los ojos alargados y un tanto oblicuos, de un verde brillante, sobre unos pómulos anchos. Pero lo que la hacía tan arrebatadora no eran tanto sus formas como su risa y su inteligencia, así como la intensa vitalidad de su carácter. Hacía que cualquier otra persona pareciera lenta y apática. Ni siquiera se fijó en qué llevaba puesto; podría haber sido cualquier cosa, a la moda o no.

Lo miraba con curiosidad. Aún no se había movido del umbral.

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