Anne Perry - El Equilibrio De La Balanza

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Sir Oliver Rathbone es un serio abogado de la época victoriana, que nunca se mezcla en asuntos turbios. Por ello, todo el mundo se extraña cuando acepta defender a la condesa Zorah Rostova, acusada de difamación por haber insinuado que la princesa Gisela ha matado a su esposo, el príncipe Friedrich. El detective William Monk es el encargado de investigar el caso. Tras determinar que sí hubo asesinato, debe descubrir el motivo e identificar al culpable. El equilibrio de la balanza es una nueva incursión de Anne Perry en las luces y las sombras de la Inglaterra victoriana.

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– No la tiene en mucha estima -observó Rathbone con suavidad.

La condesa sonrió, su rostro se transformó por completo, pero detrás de la sonrisa se escondía una ira implacable.

– No la soporto. Pero eso no viene al caso. No implica que lo que yo diga sea cierto o falso…

– Pero influirá en el jurado -apuntó Rathbone-. Quizá piensen que habla movida por la envidia.

Se quedó callada durante un instante.

Él esperó. No llegaba hasta ellos ni un solo sonido desde el otro lado de la puerta, aunque el tráfico de las calles seguía produciendo un rumor constante.

– Tiene razón -admitió ella al fin-. Qué tedioso resulta tener que preocuparse de cosas tan lógicas, pero comprendo que es necesario.

– Volvamos a Gisela, si es tan amable. ¿Por qué querría matar a Friedrich? ¿Tal vez porque él estaba a favor de la independencia aun al precio de entrar en guerra?

– No. Aunque, indirectamente, sí.

– Muy bien -comentó Rathbone con un deje sarcástico-. Explíquese, por favor.

– ¡Es lo que intento! -La avidez ardía en su mirada-. Existe una facción considerable que lucharía por la independencia. Necesitan a un líder alrededor del que organizarse…

– Comprendo. ¡Friedrich, el primer príncipe heredero! Pero abdicó. Vivía en el exilio.

Ella se inclinó hacia delante, con el rostro marcado por la ansiedad.

– Pero podía regresar.

– ¿Podía? -Rathbone dudaba de nuevo-. ¿Y Waldo? ¿Y la reina?

– ¡Exacto! -Exclamó, casi exultante-. Waldo se opondría, no por la corona, sino para evitar la guerra contra Prusia o quienquiera que fuese el primero en intentar absorbernos. Sin embargo, la reina se aliaría con Friedrich por la causa de la independencia.

– Entonces Gisela se convertiría en reina tras la muerte del rey -apuntó Rathbone-. ¿No ha dicho que era eso lo que deseaba?

Ella lo contemplaba con un resplandor en la mirada, verde y brillante, pero su rostro reflejaba una paciencia a toda prueba.

– La reina no toleraría que Gisela regresara al país. Si Friedrich quería regresar, debía de hacerlo solo. Rolf Lansdorff, el hermano de la reina, que tiene muchísimo poder, también apoyaba el regreso de Friedrich, pero nunca habría aceptado a Gisela. Cree que Waldo es débil y que nos llevará a la ruina.

– ¿Y Friedrich habría vuelto sin Gisela por el bien de su país? -inquirió Rathbone, dubitativo-. Ya había renunciado al trono por ella. ¿Iba a echarse ahora atrás?

La condesa no dejaba de mirarlo. Tenía una cara extraordinaria, llena de fuerza, de convicción, de emoción y voluntad. Cuando hablaba de Gisela resultaba grotesca: la nariz demasiado grande, los ojos demasiado separados. Cuando hablaba de su país, del amor, del deber, era hermosa. Comparada con ella, cualquier otra persona parecía poco generosa, insípida. Rathbone no parecía ser consciente del ruido del tráfico al otro lado de la ventana, del chacoloteo de las herraduras, de los ocasionales gritos, del sol sobre el cristal, o de Simms y el resto de empleados de la oficina al otro lado de la puerta. En lo único que pensaba era en un pequeño principado germánico, en la lucha por el poder y la super-vivencia, en los amores y los odios de una familia real y en la pasión que encendía a esa mujer que tenía delante, que la hacía más excitante y más profundamente viva que cualquier otra persona en la que pudiera pensar. Lo sentía como una oleada que le recorría las venas.

– ¿Lo haría? -insistió.

Una curiosa expresión de dolor y lástima, casi vergüenza, asomó en la cara de la condesa. Por primera vez no lo miró de frente, como si desease poner a salvo sus verdaderos sentimientos de la percepción del abogado.

– Friedrich siempre ha estado convencido de que su país lo reclamaría algún día y de que, llegado el momento, aceptarían también a Gisela y reconocerían lo mucho que valía. Es decir, que la verían como él la veía, y no como es en realidad. Vivía con esos sueños. A ella le aseguró que las cosas sucederían de ese modo. Cada año decía lo mismo. -Sus ojos se encontraron con los de Rathbone-. Así que, para contestar a su pregunta, le diré que Friedrich no pensaba que regresar a Felzburgo supusiera retractarse de su compromiso con Gisela, sino que lo imaginaba como un regreso triunfal con ella a su lado, reivindicando todo lo que él siempre había defendido. Pero ella no es tonta. Sabía que eso nunca sería así. Él regresaría y a ella le negarían la entrada, la humillarían públicamente. Él quedaría aturdido, consternado, turbado, pero para entonces Rolf Lansdorff y la reina ya se habrían ocupado de que no renunciara por segunda vez.

– ¿Cree que es eso lo que habría sucedido? -preguntó Rathbone con calma.

– Nunca lo sabremos, ¿no es cierto? -dijo la condesa con una curiosa y sombría sonrisa-. Está muerto.

El impacto de estas últimas palabras golpeó al abogado repentinamente y con fuerza. El asesinato ya no parecía tan poco razonable. Otras personas habían matado por muchísimo menos.

– Comprendo -dijo sobriamente-. Eso construye un argumento muy fuerte que cualquier jurado formado por hombres de la calle entendería. -Juntó las manos formando un ángulo y apoyó los codos sobre la mesa-. Bien, ¿por qué deberían creer que fue la desgraciada viuda la que cometió el asesinato y no algún seguidor del príncipe Waldo o de cualquier otra potencia alemana que creyera en la unificación? A ellos tampoco les faltan buenos motivos. Se han cometido incontables asesinatos para ganar o perder reinos, pero ¿llegó Gisela a matar a Friedrich ante la posibilidad de perderlo?

Los dedos fuertes y delgados de la condesa asieron los brazos de la silla de cuero al inclinarse hacia Rathbone con expresión atenta.

– ¡Sí! -dijo con firmeza-. A ella Felzburgo, o cualquiera de nosotros, le importamos un comino. Si él hubiera regresado y renunciado a ella, por propia voluntad o por coacción (eso da lo mismo, el mundo no lo sabría ni se preocuparía en saberlo), el sueño se habría venido abajo, la gran historia de amor se habría roto en pedazos. Ella se convertiría en una figura patética, incluso ridícula, una mujer abandonada después de doce años de matrimonio; y no se encuentra ya, precisamente, en la flor de la juventud.

Los ángulos de su cara se acentuaron, su voz se ensombreció.

– Por otro lado, al quedar viuda, vuelve a ser la gran figura de la tragedia personal, objeto de admiración y envidia. Tiene misterio, encanto. Y además es libre de ofrecer o no sus favores a algún admirador, siempre que sea discreta. Pasará a la leyenda como una de las grandes amantes del mundo, será recordada en las canciones y en la historia. ¿Quién no envidiaría algo así? Es una especie de inmortalidad. Por encima de todo, se la recordará con admiración, con respeto. Nadie se reirá de ella. Y, por supuesto -añadió-, se queda con la fortuna personal de su marido.

– Comprendo. -Muy a su pesar, le había convencido. Había capturado su atención, su intelecto y sus sentimientos. No podía evitar imaginar las pasiones que en un principio habían embargado al príncipe, el asombroso amor por esa mujer, tan intenso que había renunciado a un país y a un trono por ella. ¿Cómo sería ella? ¿Qué carácter radiante, qué encantos únicos poseía para inspirar semejante amor?

¿Se parecería en algo a la propia Zorah Rostova, tan intensamente viva que despertaba en él sueños y ansias que ni siquiera sabía que poseía? ¿Le llenaba también de vitalidad y le hacía creer en sí mismo, ver en una sola mirada todo lo que podía alcanzar o llegar a ser? ¿Cuántas noches insomnes había pasado él debatiéndose entre el deber y el deseo? ¿Cómo había sopesado la idea de una vida dedicada a la corte -las interminables formalidades diarias, el aislamiento que por fuerza debe rodear a un rey, la soledad de estar lejos de la mujer a quien amaba- y la tentación de una vida en el exilio con la compañía constante de una amante tan extraordinaria? Envejecerían juntos, lejos de su familia y su país y, con todo, nunca estarían solos. Con la única excepción de la culpabilidad. ¿Se sentía culpable por haber escogido la senda del deseo y no la del deber?

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