– Comience por el final si lo prefiere -se apresuró a decir Rathbone.
– ¡Bravo! -La condesa hizo un gesto de aprobación con la mano-. Gisela comprendió la necesidad de matarlo y, casi de inmediato, se le presentó la oportunidad en bandeja de plata. No tenía más que aprovecharla. Friedrich había sufrido un accidente de equitación. Guardaba cama, desvalido. -Bajó la voz y se inclinó un poco hacia adelante-. Nadie sabía con exactitud lo grave que estaba, ni si se recuperaría o no. Ella se encontraba a solas con él. Lo mató. ¡Ahí lo tiene! -Extendió las manos-. Ya está. -Se encogió de hombros-. No sospecharon de ella porque nadie podía imaginar algo semejante, y además tampoco sabían si su estado era muy grave. Murió a causa de las heridas. -Torció la boca-. Tan natural. Tan triste. -Suspiró-. Ella está destrozada. Llora a su difunto y el mundo entero llora con ella. Nada podría ser más fácil.
Rathbone contempló a la extraordinaria mujer que estaba sentada frente a él. Aunque no era hermosa, desprendía una vitalidad, incluso cuando estaba en calma, que atraía la mirada como si fuese el centro natural de atención. Sin embargo, lo que decía era algo horrible, y casi con total seguridad, se trataba de una calumnia en términos legales.
– ¿Por qué haría algo así? -preguntó Rathbone escéptico.
– Ah, para eso creo que debo remontarme al principio -repuso compungida la condesa, reclinándose y mirándolo con aires de profesora-. Disculpe si le cuento algo que ya sabe. A veces creemos que nuestros asuntos son de tanto interés para los demás como para nosotros mismos, y desde luego no es así. Sin embargo, casi todo el mundo conoce la historia de amor de Friedrich y Gisela, y cómo nuestro príncipe heredero se enamoró de una mujer que su familia no aceptaba y prefirió renunciar a su derecho al trono antes que abandonarla.
Rathbone asintió. Por supuesto, aquella historia había fascinado y encandilado a toda Europa; se trataba del idilio del siglo, y por ello acusar a aquella mujer de asesinato resultaba absurdo e increíble. Sólo su natural buena educación le disuadía de hacer callar a la condesa y pedirle que se marchara.
– Debe comprender que nuestro país es muy pequeño -continuó ella. Sus labios delataban el placer que sentía al advertir el escepticismo de Rathbone pero, con todo, su voz también revelaba apremio, como si a pesar de entender su postura le importara sobremanera que él le creyera-. Está situado en medio de los estados germánicos. -Su mirada no se apartaba del rostro del abogado-. Por todas partes nos rodean otros protectorados y principados. Es un período de gran agitación para todos. Igual que para gran parte de Europa. Pero, al contrario que Francia o Inglaterra o Austria, nosotros nos enfrentamos a la posibilidad, lo queramos o no, de pasar a formar parte del gran estado alemán. A algunos les gusta la idea. -Endureció el gesto-. A otros no.
– ¿De verdad tiene eso algo que ver con la princesa Gisela y la muerte de Friedrich? -interrumpió el abogado-. ¿Me está diciendo que fue un asesinato político?
– ¡De ninguna manera! ¿Cómo puede ser tan ingenuo? -espetó ella con exasperación.
De pronto, Rathbone se preguntó qué edad tendría aquella mujer. ¿Qué le había sucedido en la vida? ¿A quién había amado u odiado, qué sueños extravagantes había perseguido y alcanzado o perdido? Se movía como una mujer joven, con gracia y orgullo, como si tuviese un cuerpo ágil. No obstante, su voz no tenía el timbre de la juventud, y sus ojos poseían demasiada sabiduría, demasiada inteligencia y seguridad.
La primera respuesta que se le ocurrió era cortante, y temió parecer ofendido, así que cambió de opinión.
– El jurado será ingenuo, señora -observó, manteniendo con cuidado un rostro inexpresivo-. Explíqueme, explíquenos, al jurado y a mí, por qué la princesa, por quien el príncipe Friedrich renunció a la corona y a su país, habría matado de pronto a su marido tras doce años de matrimonio. A mí me parece que se arriesgaba a perderlo todo. ¿Cómo va a convencerme de lo contrario?
Fuera, el grito de un cochero se elevó entre el sonido gris del tráfico.
La alegría desapareció de los ojos de la condesa.
– Retomemos el tema de la política -dijo-, pero no porque el crimen fuese político. Al contrario, fue totalmente personal. Gisela es una mujer muy materialista. Hay muy pocas mujeres que se inmiscuyan en política, ¿sabe? La mayoría tenemos demasiado en cuenta lo inmediato y somos demasiado prácticas. De todos modos, eso no es ningún crimen. -Cambió de tema-. Debo explicarle la situación política para que comprenda lo que Gisela podía perder… y lo que podía ganar. -Se enderezó un poco en la silla. Incluso el pequeño aro de la falda parecía molestarle, como si fuera una afectación de la que preferiría haber prescindido.
– ¿Le apetece un té? -Ofreció Rathbone-. Puedo pedirle a Simms que traiga un par de tazas.
– Seguro que hablaría demasiado y se me enfriaría -contestó ella-. No soporto el té frío. Pero le agradezco el ofrecimiento. Es usted muy cortés, muy correcto. Nada lo perturba. Ésa es la flema por la que tan famosos son los ingleses. Me resulta exasperante y encantador al mismo tiempo.
Rathbone se ruborizó sin querer, lo cual le disgustó.
Ella pasó el hecho por alto, aunque no cabía duda de que se había dado cuenta.
– El rey Karl no goza de buena salud -prosiguió-. Nunca la ha tenido, y francamente, todos sabemos que no vivirá más de dos o tres años, como mucho. Al haber abdicado Friedrich, le sucederá su hijo pequeño, el príncipe Waldo. Waldo no está en contra de la unificación. Cree que ofrece ciertas ventajas. Es incuestionable que oponerse a ella presenta muchos inconvenientes, como la posibilidad de una guerra que acabaríamos perdiendo. Los únicos que sin duda se beneficiarían serían los fabricantes de armas y gente de esa calaña. -Su semblante mostraba un marcado desdén.
– La princesa Gisela. -Rathbone la hizo regresar al tema.
– Ahora iba a hablar de ella. Friedrich era partidario de la independencia, incluso al precio de la lucha. Muchos de nosotros estábamos de su parte, sobre todo en la corte y en las esferas más próximas.
– ¿Y Waldo no? ¿No sería él quien más tenía que perder?
– Cada cual entiende el amor a su país de forma diferente, sir Oliver -repuso la condesa con repentina seriedad-. Para algunos puede ser luchar por la independencia, incluso dar la vida por ella si es necesario. -Lo miraba de hito en hito-. Para la reina Ulrike es vivir de una forma determinada, ejercitar el control de uno mismo, el dominio de la voluntad, pasar toda la vida intentando intrigar y coaccionar para obtener lo que considera correcto. Asegurarse de que todo el mundo se comporta de acuerdo con un código de honor que ella aprecia por encima de todas las cosas. -Lo observaba detenidamente, sopesando su reacción-. Para Waldo significa que su pueblo tenga pan en la mesa y pueda dormir sin miedo por la noche. Creo que también le gustaría que todos leyesen y escribiesen lo que quisieran, pero eso ya sería pedir demasiado. -En el fondo de sus ojos verdes se apreciaba una tristeza indescifrable-. No se puede tener todo. No obstante, creo que Waldo debe de ser más realista. No permitirá que nos ahoguemos intentando retener una marea que según él nos inundará hagamos lo que hagamos.
– ¿Y Gisela? -insistió Rathbone, para retomar el tema.
– ¡Gisela no sabe lo que es el patriotismo! -Espetó la condesa, con el semblante rígido-. Si lo supiera, no habría intentado convertirse en reina. Quería serlo por motivos personales, no por su pueblo, ni por la independencia o la unificación, ni por nada político o nacional, sólo porque le resultaba atractivo.
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